MI EXILIO INTERIOR

domingo, 11 de enero de 2015

La Cueva del Lobo.



LA CUEVA DEL LOBO




Emboscada a bandoleros en la Cueva del Gato.


Esta historia es rigurosamente cierta. Sólo los nombres propios son ficticios. Necesito contarla, necesito dar a conocer a la gente hechos que tienen lugar hoy día y que muchos no creerán, pero que me han ocurrido a mí personalmente.

Soy estudiante de 4º de Historia. Me encanta la historia en general, pero sobre todo la Prehistoria y, desde que asistí a las clases magistrales de Don Severo Paradox, el Neolítico. Me fascina.

Por eso, cuando los departamentos de Prehistoria y de Geología de la Universidad Central organizaron una “visita científica conjunta” a la Cueva del Lobo, me apunté en seguida, y eso que los estudiantes, bien de Grado o bien de Master, teníamos que pagar 10 euros, además de hacer de porteadores, mientras que los catedráticos y profesores adjuntos iban delante y no pagaban nada. 

La Cueva del Lobo se encuentra en las cumbres más abruptas de la serranía. El acceso es difícil; y aunque recientemente se ha construido un carril para vehículos, los cuatro o cinco últimos kilómetros hay que recorrerlos a pie, por un estrecho sendero que sube, sinuoso, entre los riscos. Eso sí, las vistas son espectaculares: se pueden divisar los días claros hasta 15 pueblos, y al fondo, muy lejos, se ve la mancha azul del mar. El camino, aunque duro, es ameno; se avanza entre alcornoques, y huele a tomillo, a romero y a jara. 

Se sabe que la Cueva estuvo ocupada en tiempos neolíticos, hace unos 5.000 años, pues ya se han hecho visitas con anterioridad y se han encontrado pinturas rupestres y otros restos; pero se estima que sólo un 10% de la cueva ha sido explorado. En tiempos recientes, fue descubierta a mediados del siglo XIX por un pastor de cabras, que buscaba a una que se le había escapado; luego fue refugio de bandoleros, entre ellos la célebre partida de Luis Candelas, y, más recientemente, la ocuparon huidos y maquis en la postguerra, que hostigaron a la Guardia Civil durante al menos 20 años. El último fue abatido en 1960. En la actualidad corre el rumor de que jóvenes del pueblo pasan gran parte del verano en su interior, entrando por boquetes desconocidos, bañándose en las pozas cercanas y comiendo y durmiendo dentro, totalmente desnudos las 24 horas del día y entregándose a rituales esotérico-alcohólico-sexuales; pero en esto es difícil saber qué es real y qué es cotilleo del pueblo.  

Se cree – pero de esto que hablen mejor los geólogos – que la cueva ocupa la casi totalidad del interior del monte llamado San Cristóbal, de unos 2000 metros de altura y unos 20 kilómetros de perímetro. Por las cuatro laderas del monte abundan las fuentes, dando lugar a arroyos, pozas y aceñas,  que no se secan ni siquiera en verano o en las sequías más prolongadas, lo que ha hecho pensar que en su interior existen más y mayores ríos y lagos subterráneos de los que hasta ahora se conocen.  

La expedición partió muy temprano. Eramos dos autobuses, en total más de 50 personas. Tras un rápido desayuno en el pueblo, unos todo-terrenos alquilados nos esperaban y nos llevaron por el carril hasta donde ya no se podía avanzar más. Los  últimos kilómetros iban a ser duros para Don Severo Paradox y Don Sebastián de Azpilicueta, el catedrático de Geología, ambos casi más viejos que la propia cueva. Como guía iba el bisnieto del descubridor, también pastor, que había presentado una solicitud al Gobierno Regional para que se le nombrase Vigilante y Guía Oficial, con un sueldo fijo aparejado; pero, dada la precariedad del presupuesto en los últimos años, la solicitud le había sido denegada y, resentido, cada vez que se requerían sus servicios el señor cobraba una cantidad desorbitada.  

Empezamos a caminar por el sendero. El aire era purísimo en esas alturas. Arriba, en el cielo azul límpido, se divisaban grandes grupos de buitres leonados, muy comunes en la zona; quizás barruntaban carnaza, o mejor dicho, carroña, y lo digo por nosotros.  Los estudiantes llevábamos las mochilas con viandas, cámaras e instrumental fotográfico de precisión y otro material científico, además de otras vacías que llenaríamos de muestras recogidas. En una hora y media aproximadamente llegamos a la entrada – a la entrada conocida. Era una inmensa abertura en la roca, donde nos congregamos antes de entrar. Tanto don Severo como don Sebastián  dieron una breve charla, haciendo referencia a temas de sus respectivas especialidades, así como a las medidas de seguridad más elementales, entre las que se encontraba el no apartarse del grupo. El pastor sólo se comprometía a acompañarnos los primeros 300 metros. Se nos dijo que había muchísimas galerías interconectadas, formando un inmenso laberinto; había, además de estalagtitas y estalagmitas, señal de mucha humedad,  ríos y lagos interiores, más, lo que era más grave, profundas simas. Algunas tenían varios centenares de metros de profundidad, y se decía que en fondo había huesos humanos, aunque nadie  los había estudiado nunca ni había recogido muestras. La temperatura se mantenía constante, 18 grados, día y noche, verano e invierno, una vez que uno se hallaba a cierta profundidad. 



Los pueblos van quedando abajo.


Avanzamos. El alboroto era tal que Don Severo tuvo que llamar al orden y decir que aquello era una expedición científica y no una feria. Había gente que se dedicaba a ligar. Llevábamos linternas de espeleólogo en la frente, sujetas por una cinta que nos rodeaba la cabeza, lo que nos dejaba las manos libres. Pronto empezamos a ver pinturas rupestres, de las que estaba prohibido tomar fotos, como no fueran las oficiales; había también restos de fogatas, como manchas negras en el suelo, y Don Severo nos explicó que era difícil distinguir las que tenían 50 años de las que tenían 5000, al menos a simple vista, como no fuera por los restos óseos que pudiera haber en ellas, analizados en laboratorio por el método del Carbono 14. Yo estaba fascinado, especialmente por las pinturas, que me parecían de una belleza excepcional: representaban en su mayoría figuras estilizadas de hombres cazando ciervos, con arcos y flechas, y digo de hombres y no de mujeres porque tenían unos falos gigantescos.  Había también palotes, o rayas verticales, cruzadas cada cuatro por una horizontal,  al parecer una primitiva forma de contar. 

Me detuve contemplando una en especial, que no había visto nunca fotografiada en ningún libro ni en internet, en la que además se veían caballos de un tipo diferente a los actuales, como más robustos y peludos. Desobedeciendo las instrucciones de Don Severo, saqué mi cámara particular y me dispuse a fotografiarlas; para ello esperé que el grupo se alejara un poco. Estaríamos a unos 200 metros de la entrada y el pastor ya se había marchado al pueblo; nos recogería por la tarde.  Había que utilizar el flash porque ya llegaba muy poca luz. 

Había tomado ya más de 50 fotos cuando miré a mi alrededor y comprobé que el grupo había desaparecido; no obstante, aún podía oir a lo lejos el murmullo de la gente hablando. Temeroso de perderme, salí  corriendo en dirección a él, pero mientras más corría más lejos los oía. Empecé a alarmarme. ¿Había tomado una galería equivocada?  Grité y grité, muchas veces.  Nadie me hizo caso. 

Sin duda era así, porque a los pocos minutos ya no se oía nada, salvo el clic-clac de las gotas de agua que caían del techo. Di media vuelta, tratando de encontrar dónde me había desviado de la ruta general. La linterna iluminaba bien. Nada, no se oía nada, menos el ruido de las gotas, y así anduve – aún podía ver el reloj – por lo menos tres horas. Lo único que veía era una galería de unos dos metros de altura por unos tres de ancho, con estalagtitas en el techo, en unos sitios más que en otros. De la galería a veces salían galerías laterales: un auténtico laberinto. Agotado, y ya muy asustado, me senté a descansar y comer algo. Eran las cuatro  de la tarde. Intenté llamar por el móvil, pero la cobertura, como era de esperar, era nula. Mi única esperanza era que notaran mi falta, buscaran al pastor, y se dedicaran a buscarme.    

Muy nervioso, en cuanto acabé el bocadillo reanudé la marcha. Sobre las cinco, noté que la luz de la linterna empezaba a debilitarse por falta de batería. A las seis ya no se veía nada. Gritaba y gritaba, hasta que me quedé casi afónico. Me quedaba la luz del móvil, pero sabía que no duraría mucho. A eso de las nueve oí un extraño murmullo, pero no parecía humano. Me acerqué y vi que era  un arroyo, cuya agua caía a la derecha por una sima muy honda, formando una cascada con gran estrépito y reverberación. Bebí y llené mi cantimplora.  A las diez ya no había luz alguna. La oscuridad, la negrura,  era absoluta; me senté y, cuando de pronto fui consciente del embrollo en el que me había metido,  me sentí tan desolado y triste que me puse a llorar. Gemidos que a veces eran gritos. No creo en Dios, pero le prometí, a él “o a quien fuera” que si me libraba de esta cambiaría, todo lo demás me daría igual, olvidaría rencores, no provocaría rencillas, sería amable con todo el mundo y procuraría hacer el bien a mí mismo y a los demás. 

Luego intenté darme ánimos a mí mismo, diciéndome que sin duda más pronto o más tarde me echarían en falta y con la ayuda del pastor organizarían mi búsqueda: era sólo cuestión de tiempo. Pero, agotado, caí dormido. 

Cuando me desperté, tardé unos segundos en comprender donde estaba. De nuevo la negrura me rodeaba. Y el silencio, salvo el lejano rumor de la cascada.  Aproveché la energía matinal para reiniciar la marcha; bebí y me comí lo último que me quedaba: una manzana y restos de pan. No podía saber la hora que era, pero calculé que sería de madrugada: sin duda el grupo ya había terminado la visita y notado mi ausencia: una gran expedición de búsqueda se estaría organizando para esa mañana. Eso me daba ánimos; seguía caminando en la oscuridad, apoyándome en la pared y con el constante temor de caer en una sima.Tanto la pared como el suelo eran lisos y suaves, como si estuvieran pulidos. Lo peor era la humedad y su olor, la falta de aire.  Creí notar que a medida que avanzaba este olor disminuía, de lo que deduje que probablemente me estaba acercando a algún lugar donde habría una apertura, una comunicación con el exterior por donde debía entrar el aire. Si no fuese por esto, no habría sabido si me estaba acercando o alejando de mis buscadores. 

El cansancio iba en aumento. A  veces paraba y me sentaba a descansar. Tenía hambre. El clic-clac de las gotas cayendo, aquí y allá, me ponía de los nervios. Luego me levantaba y caminaba otro trecho. Gritaba. Las sentadas fueron cada vez más numerosas, y el hambre, más intensa. Ya no tenía ni idea de la hora que era. Me senté, me vino un vaho de mi propio sudor, y caí dormido de nuevo. 

Al cabo de no sé cuánto tiempo, creí oir unas voces. Me sentía muy débil. Entreabrí los ojos. Dos tipos me daban suaves bofetadas, como para reanimarme, y me echaron agua por encima. Tenían una lámpara de carburo, como los antiguos mineros, que me deslumbró. Cuando la apartaron un poco me fijé en ellos: tenían una pinta horrible: el pelo largo, sucio y grasiento, la barba crecida y espesa, y uno llevaba un abrigo muy viejo y el otro una especie de poncho.   Iban armados con escopetas.

--¿Qué hará este tío aquí y quién coño será?, le pregunto uno al otro, en un andaluz muy cerrado. 

-- Debe ser uno de la excursión esa de científicos, ¿no te enteraste?

-- Ni idea. 

-- Sí, un pija de esos, que se habrá perdío. 

--Cojonudo. Dijo el otro. Esta es la nuestra: lo sacamos, lo tiramos a la Poza del Gitano y pueden pasar 40 años antes de que lo descubran, aunque los buitres ya se lo habrían comido, jaja.

-- ¿Tú eres zorollo o qué? ¿Hay que pensar con el majín, coño!, y se señalaba la frente.    Si no lo encuentran, peinarán la cueva entera y nos joderán el invento, hostia. Hay que llevarlo al Jefe y que él decida. 

-- Pues lo vas a llevar tú, porque yo no pienso cargar con este jilipoyas como si fuera una bestia de carga.

-- Lo vamos a llevar entre los dos, ¿te enteras? ¡Pero si esto no pesa ná!

Uno me cogió por los brazos y el otro por las piernas, y cargándome así me acarrearon  no sé cuánto tiempo, hasta que llegamos a un sitio que tenía una abertura redonda en lo alto de una de las paredes, por donde entraba la luz potente del sol, que me deslumbró. Se veían las partículas de polvo en suspensión. Olía a jara. ¡La libertad estaba a un paso!

  - Mira lo que nos hemos encontrado, Jefe, en el túnel del Gitano.

 - Vaya, hombre, un señorito científico. Le podría dar clases particulares al Zorollo, a ver si aprendía a juntar la M con la A, jajaja. Pero antes que nada ponedle una venda en los ojos. 

Volví a la oscuridad, aunque esta no era tan espesa. 

Me dieron a beber su café de puchero, aguardiente y pan con aceite, previamente refregado con un diente de ajo. Mientras, discutían qué hacer conmigo.  Cuando el condumio me dio fuerzas intenté hablar, pero me mandaron a callar en seguida.

  - Cállate, pija de mierda, que tú aquí no pintas nada. 

  - Sí, tenemos que dejarlo en algún sitio fácil, que lo encuentren y que se crean que lo han hecho ellos solitos.

  - Pero el tipo este nos ha visto.

  - Verdad. Pero eso lo arreglo yo. 

El que llamaban el Jefe me dio a beber aguardiente, que rechacé, pero me metió la botella por la boca. Cuando la sacó, dijo:

  - Ahora escucha bien. Te vamos a salvar la vida. ¿Tú entiendes bien lo que te estoy diciendo? ¡La vida!

  - Sí, señor.

  - No me digas, señor, señor lo será el cabrón de tu padre. Digo que te vamos a salvar la vida, aunque te lo vas a tener que currar un poco. Pero como se te ocurra piar lo más mínimo de que nos has visto, eres hombre muerto, ¿te enteras?

- Y entonces me arreó una bofetada que me tiró al suelo. Yo temblaba de pies a cabeza. Entonces me quitaron la cartera, el reloj  y la cámara y me ataron con una soga fuerte. El que llamaban El Zorollo se quedó conmigo mientras los otros dos se fueron, subiendo por una escalera de madera hasta el agujero que daba a la libertad. 


Un Bandolero. Spanish Sketches, de J. F. Lewis.


A través de la venda pude entrever que tenían un campamento muy bien organizado. Había escopetas, cuatro o cinco jergones, una caldera enorme que colgaba del techo, donde cocinaban con leña, y un nicho esculpido en la pared donde reposaban sobre unas tablas platos, sartenes y ollas, así como las lámparas de carburo. 

Volví a un estado de duermevela tras un fallido intento de hablar con mi guardián, que este contestó con una grosería. 

Al cabo de un rato volvieron. Me sacaron de la cueva, todavía con la venda en los ojos, y me hicieron andar, a empujones al principio, por un estrecho sendero que iba cuesta abajo.    ¡De nuevo aire puro y limpio! Andaban de prisa y me costaba seguirles. Me caí varias veces. Cruzamos un arroyo bastante crecido, con el agua hasta las rodillas. Llegamos a un pequeño prado, rodeado de castaños, al que llamaban “el sitio de las piedrecillas”.

Me dejaron allí, no sin antes recordarme lo de antes: ni una palabra de lo que había “visto”. No me quitaron la venda de los ojos. Me dijeron que no me moviera ni me la quitara hasta que no pasara por lo menos media hora. Y para que me sirviera de recordatorio, me dieron una paliza entre los dos, patadas, bofetadas, puñetazos, empujones, diciéndome, “esto no es nada en comparación con lo que te puede pasar si abres el pico.” También se habían quedado con mi carnet de identidad.

Al cabo de un buen rato, me quité la venda. Estaba en un calvero rodeado de enormes castaños, pero yo no me sentía como para gozar de la belleza del paisaje. Me puse a andar, intentando guiarme por el sol, que ya se estaba poniendo. Tuve que pasar la noche al raso, tiritando; no pegué un ojo. No fue hasta el día siguiente, a eso del mediodía, cuando vi un carril, no sé si era el que habíamos tomado el primer día o no. Lo seguí. Tras más de dos horas, exhausto, me topé con dos 4X4 de la Guardia Civil, que me recogieron. Oí cómo decían por la radio del coche: “Hemos encontrado al estudiante desaparecido. Estaba fuera de la cueva. Se encuentra en un estado lamentable.”

Del pueblo me llevaron directamente en una ambulancia al hospital, donde me hicieron un reconocimiento para llegar a la conclusión de que físicamente me encontraba bien, salvo una ligera hipotermia; psíquicamente, en cambio, bueno no sé qué nombre técnico le dieron, pero yo no paraba de gemir y de gritar, “No me peguen más, por favor”.

Cuando me encontré mejor, la Guardia Civil  me citó. Les dije que no me acordaba de nada. No se lo creyeron.  Dijeron estar muy interesados en lo que pudiera narrarles, pues al parecer no se habían cometido actos delictivos graves en la zona desde hacía años, ni furtivismo, ni atracos a cortijos, ni robo de ganado, nada. Pero yo no dije ni pío. 

Ah! Y no he cumplido nada de las promesas que hice. 

Pero yo tengo que volver a ese sitio. Yo tengo que averiguar qué pasa en esa cueva, me dije.





 

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