MI EXILIO INTERIOR

miércoles, 28 de enero de 2015

La Cueva del Lobo, II. Los Hippies Negros.

I LA CUEVA DEL LOBO.
II LOS HIPPIES NEGROS.
I VUELTA AL PUEBLO. HOMERO BEAUMONT Y LA RICITOS.
II VUELTA, REFLEXION, OBSESION.
III AMORIOS EN EL CAMPO.
V ENTRADA A LA CUEVA. MAQUIS, GUARDIAS Y EL FIN DE TODO.



CAPITULO II. LOS HIPPIES NEGROS.



UNO.
VUELTA AL PUEBLO. HOMERO BEAUMONT. LA RICITOS.








 


A las dos semanas de reposo me sentí totalmente recuperado físicamente; psíquicamente me costó más; tuve pesadillas, estaba siempre asustado, pero poco a poco se me fue olvidando, y a los dos meses ya prácticamente estaba bien. Pero al miedo le sustituyó otra obsesión: la necesidad de saber quiénes eran esas gentes que me habían salvado, pero a la vez me habían pegado y traumatizado. Además eso era historia, ¡una historia no estudiada ni descrita!  Tenía un grato recuerdo de la serranía, la brisa, los olores a jara y romero,  el cielo límpido y el mar a lo lejos. Y estaba la cueva. Aparte de sus restos neolíticos, ¿qué encerraba esa cueva? ¿Quiénes eran esas gentes? ¿Qué había de cierto en esos cotilleos del pueblo?
Por eso, en cuanto pude me compré un coche barato de segunda mano, un Opel Corsa, y unos mapas militares a escala reducida donde se supone figuraban todos los senderos, arroyos, cortijos, etc. de la zona, y persuadí a mi amigo Homero Beaumont de acompañarme al pueblo. Era mi mejor amigo, y  el único que conocía mi historia.

Homero Beaumont Gómez era medio francés. De hecho había vivido en Francia hasta la separación de sus padres; entonces la madre se volvió con él y yo lo conocí en el instituto. Hablaba español perfectamente, aunque con un ligero acento. Era estudiante de biología y le encantaba el campo, como a mí. Era un chaval amable y tranquilo, complaciente, que rehuía los conflictos, en parte quizás porque tenía la suerte de no tener que trabajar, como yo, que me tenía que ganar la vida y pagarme los estudios pasando las mañanas  de chupatintas en el Servicio de Multas de Tráfico (sic) del ayuntamiento.

Un soleado sábado de primavera por la mañana salimos los dos hacia el pueblo. La idea era hacer senderismo por las cercanías de la cueva durante el día, y por la tarde tomar unas copas en los bares del pueblo y pasar la noche en una pensión. El turismo rural está todavía poco desarrollado por allí. Se trataba, además, de tener las orejas bien abiertas a cualquier comentario que oyéramos sobre la cueva y la gente que vivía, había vivido, o pasaba temporadas en ella, o incluso de pegar la hebra en las barras de los bares e intentar sonsacar información. Todo ello sin decir que yo había sido el estudiante perdido del otoño anterior.

Llegamos y desayunamos en un bar de la plaza. Habíamos visto en internet que el pueblo, El Alisal,  tenía unos 5.000 habitantes, pero alrededor del monte San Cristóbal había también algunas aldeas, la mayoría abandonadas. Parecía el típico pueblo serrano, con la plaza, la iglesia  y el casino. Nos tomamos una cerveza y desde luego no oímos la más mínima alusión a la cueva ni al monte. Buscamos luego una pensión y descubrimos que sólo había una, bastante antigua y modesta, donde reservamos un cuarto con dos camas para esa noche. Echamos algo de comida en las mochilas y, mapa en mano, nos pusimos a andar. Desde el principio el paisaje era bonito; a la salida del pueblo, por un callejón empedrado, lo primero que se encontraba uno eran unos cuantos corrales donde la gente criaba gallinas en semi-libertad y conejos y perdices en jaulas, algunos huertecillos, y en seguida el campo: castañares y encinares o alcornocales rodeados de “paredes” de piedra seca. Evitamos el carril grande recién construido, el que había tomado la expedición, y nos metimos en senderos más pequeños y más pintorescos. Había  llovido bastante el invierno anterior y  el verdor de la abundante hierba embellecía mucho el paisaje; empezaban a florecer las dedaleras, las amapolas y las jaras. De tarde en tarde veíamos un “monte” (abreviatura en el habla local de “casa de monte”), la mayoría abandonados y en ruinas, otros todavía en buen estado de conservación, aunque ya  no vivía nadie, pero adonde se notaba que el dueño iba de vez en cuando a dar de comer a los perros y a las gallinas,  regar el huerto, pasar el día. En algunos había burritos, yo creo que ya más por razones sentimentales que por ningún motivo práctico. Eran animales cariñosos que se debían sentir solos, porque venían hacia nosotros si nos parábamos a mirarlos y les gustaba que les acariciáramos sacando la cabeza por encima de la valla. Cruzamos varios arroyos, pues la zona era rica en agua, que provenía de manantiales alimentados por las reservas  del interior de la cueva; junto a los arroyos abundaban los chopos, los fresnos y los alisos y se oía el trino de los pájaros. No nos cruzamos con nadie, y al cabo de un par de horas nos sentamos a la sombra de un enorme alcornoque a comer.





Los días eran ya más largos, y calculamos que aún tendríamos tiempo de andar otro par de horas antes de emprender el regreso. Decidimos volver por otro sendero que, según el mapa, llegaba al pueblo digamos que por la parte trasera.

Ya era casi de noche cuando vimos las primeras casas. Primero había una fuente, a la derecha, donde bebían unos mulos. Las casas eran aquí muy humildes, de una sola planta, con solo la puerta y un ventanuco muy pequeño al lado; algunas, ni eso. Las paredes tenían un montón de capas de cal. Cuesta arriba por el viejo suelo empedrado,  donde crecía la hierba, al poco nos topamos con un bar. Entramos y nos quedamos sorprendidos por la escena: un montón de hombres, sólo hombres, gritaba más que hablaba, provocando un ruido ensordecedor, unos en la barra, otros sentados jugando a las cartas o al dominó; la iluminación consistía sólo en unas pocas bombillas de baja potencia que colgaban del techo, desnudas. Cansados y sedientos, pedimos unas cervezas en la barra, donde nos tuvimos que hacer de un sitio casi a empujones. Los pocos que se dieron cuenta de nuestra presencia nos miraban fijamente, a los ojos,   de una manera que nos pareció algo chulesca. Un viejo solitario pegó la hebra con nosotros:

--Paco Pérez, para servirles.-- Sonreía con sus ojillos achinados. Bomón  y yo hablamos de lo bonito que era el campo, etc. esperando una oportunidad para sacar el tema de la cueva sin que pareciera demasiado obvio.

--Sí, si lo que buscan es tranquilidad, este es el sitio ideal-- dijo, y nos pareció que sonreía sarcásticamente.-- Aquí han venido muchos hippies. La mayoría se van al poco tiempo, pero algunos se han quedado a vivir en las aldeas que se quedaron abandonadas. Pero tienen poco trato con los del pueblo. Yo creo que son buenas personas, aunque un poco raros. De uno me dijeron que se bebía su propio meao porque decía que era sano, y soltó una carcajada que degeneró en un ataque de tos que a su vez terminó con un escupitajo en el suelo. Estaba algo achispado a base de vino blanco peleón. 

--Y hay una cueva muy grande cerca, ¿no?, preguntó Bomón. El viejo se puso serio de pronto y respondió:

--Sí, y es muy grande y tiene por lo visto mucha historia. Han venido científicos y todo. Pero es difícil llegar y una vez dentro se pierde uno seguro. Es enorme. No le aconsejo que vayan.

--¿Y no vive nadie allí?-- inquirí yo ahora. Ahora se puso más serio aún, se enderezó, parecía que se le había pasado la borrachera.

--No, allí no vive nadie, antiguamente había bandidos y eso, pero de eso hace tiempo. No. Nadie.-- Pero uno que estaba al lado y que había oído la conversación terció:

--¿Dónde? ¿En la cueva? Allí hay más gente que en el pueblo, jajajaj— soltó una carcajada y se fue.

--No echen cuenta de ese. Está siempre borracho perdío. No tiene arreglo.

Parecía haberse puesto muy serio y muy sobrio.

--Bueno, yo me marcho también, que si no luego la parienta….jaja. Bueno, mucho gusto ¡eh! Hasta otra.

Bomón y yo nos cruzamos una mirada.






El ruido del bar nos estaba empezando a molestar, había que hablar a gritos, y decidimos salir a tomarnos otra copa en otro sitio antes de ir a la pensión. Callejeando, pronto llegamos al centro del pueblo, todo un cambio, y alguien nos dijo que en “la avenida”, la carretera que salía del pueblo para unirse a  dos kilómetros con la comarcal, había un par de pubs. Aunque nos cogía un poco a trasmano de la pensión, allí estaba todo cerca, y decidimos ir.

Había que subir unas escaleras – el pueblo estaba lleno de cuestas – para entrar en uno. Parecía agradable. No había mucha gente, debía ser temprano, y sonaba una antigua canción, “La Culpa Fue del Cha Cha Cha”, de Gabinete Caligari. A lo largo de la pared había como un asiento corrido y tapizado con pequeñas mesas y taburetes. Enfrente del sitio de la barra donde nos apalancamos había sentadas dos chicas. Una me pareció muy guapa, y además me miraba descaradamente. Tenía dos tirabuzones, dos rizos largos a los lados de la cara, como si  enmarcaran dos bonitos ojos verdes, una nariz con carácter, y unos labios carnosos. Se reía al mirarme. Ibamos a pedir otras dos cervezas, pero cuando vi el panorama decidí que necesitaba algo más energizante para el plan que urdí en seguida y me pedí un gin-tonic de Beefeater. Beaumont se dio cuenta y sonrió.
--Así es como yo siempre me he imaginado a la Carmen de Merimée-- le dio tiempo de decir antes de que yo, de un impulso, me sentara al lado de ella.

--Hola, ¿qué tal?

--Hola-- contestó ella, y volvió a reírse. Tenía dos enormes aros como pendientes. Cruzó las piernas, y con el vestido tan corto que llevaba enseñó dos hermosos muslos y unas piernas largas y bien formadas, bonitas. Hablamos de naderías, qué si de dónde era yo, etc. Estaba un poquito puesta y más que lo iba a estar, porque al poco yo ya había terminado mi gin-tonic y pedimos otros dos. A mí ya se me había olvidado lo de la cueva, igual que me había olvidado de Bomón, que se aburría solo en la barra; vi que la chica tenía algunos pelillos en las piernas, y pasándole un par de dedos por la espinilla, le dije:

--Me gustan las chicas con un poquito de vello en las piernas-- y ella, con descaro total, respondió:

--Sigue, sigue, me ha dado como un calambrazo.

“Aquí hay rollo”, me dije. Seguimos de cháchara un rato más. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo:

--La Ricitos. Yo soy La Ricitos.

Y se tocaba, coqueta, los tirabuzones. Beaumont se acercó y me dijo que se iba.  Le dije que yo me quedaría un poco más; entonces nos dieron ganas a la chica y a mí de ir al servicio; mientras esperábamos, en una parte apartada y oscura del pub, le cogí la cara con las manos, le aparté los rizos y la besé. Ella besaba con pasión. Al salir de los servicios, cada uno del suyo, seguimos. Nos sentamos en un trozo del asiento que había en aquella parte y seguimos besándonos y abrazándonos un buen rato. En una parada dijo:

--Pues tú no pareces un hippie normal. ¿No serás uno de esos hippies negros, ¡no?

Pero yo tenía tantas ganas de tocarla que ni reparé en ese momento en eso; le metí la mano por el escotillo y acaricié dos pechos turgentes, no muy grandes pero duros y con el pezón hacia arriba. Ella suspiraba y me besaba cada vez más fiera. Pero estaba empezando a llegar mucha gente, era la hora por lo visto, y había dos colas para entrar en los servicios, que estaban al lado nuestro. Entonces, de pronto, La Ricitos se levantó, me cogió de la mano y me dijo:

--Vámonos, que ya está bien por hoy.

Pagué en la barra, salimos, la amiga se había juntado con otra gente, y en la puerta me dijo:

--Hasta otra, guapo-- me besó en la boca  y se fue de prisa.

Volví un poco mareado a la pensión, me derrumbé en la cama y me quedé dormido en seguida, vestido y todo.


DOS

HIPPIES, HIPPIES NEGROS Y MAQUIS.

A la mañana me siguiente me desperté con mal cuerpo. Bomón no estaba. Me duché, vi que era tarde y bajé a la plaza a buscarle. Estaba sentado en una terraza al aire libre leyendo el periódico, que hablaba de algo de la renta básica. Me pedí un dos cafés a ver si me espabilaba. El dijo que todavía teníamos tiempo de andar un par de horitas por el campo; malditas las ganas que tenía yo de andar por el campo; yo lo que quería era que apareciera la Ricitos, y miraba a todas partes a ver si la veía; pero no hubo suerte.  Bomón aguantó  mi discurso sobre la moza. Fue así, contándole lo de la noche anterior, cuando me acordé de la pregunta y la alusión que hizo sobre los “hippies negros”.

Entonces aprovechó para insistir en lo de andar un poco por el campo antes de volver y me dijo que había visto en el mapa que a sólo 4 o 5 kilómetros del pueblo había una aldea abandonada, Culebras se llamaba, donde había oído algo la noche antes de que vivían unos hippies.

--Podríamos ir y hablar con ellos; además creo que el sendero, un antiguo camino real empedrado, es muy bonito.-- Tuve que aceptar.
Fuimos a la pensión, pagamos, echamos un poco de comida en las mochilas y nos pusimos en marcha. El camino atravesaba un encinar muy frondoso, con la hierba muy alta; hubo que cruzar varios arroyos.  A la hora y media  vimos, abajo, la aldea. Eran sólo tres o cuatro casas; luego había ruinas de unas veinte más, pero de algunas quedaban sólo muros de piedra. Había cuatro o cinco “hippies”  trabajando en levantar un muro con un  montón de piedras apiladas y un poco de mezcla. Eran  jóvenes, como nosotros más o menos, había chicos y chicas, y al principio se mostraron poco comunicativos. Les saludamos, contestaron parcamente, nos dimos una vuelta por las ruinas, volvimos, y les preguntamos si vivían allí. Contestaron que sí, que todo el año.

--Debe ser duro,-- dijo, a posta, Beaumont.

--Más duro es vivir en la ciudad, y más si no tienes trabajo o un trabajo de mierda, contestó una chica con acento catalán. Aquí se está en la gloria, hombre, en medio de la naturaleza, sin ruido ni humo de coches, y, sobretodo, sin un jefe que te pegue la bronca cuando le dé la gana por cuatro euros de mierda que te da.

--Pero, ¿de qué vivís?— preguntó Bomón.

--Del cuento-- dijo uno, cínicamente.

Bomón no hizo caso del comentario. Y siguió preguntando.

--¿Y aquí se puede venir uno si quiere así, sin más?

La chica catalana dijo que las ruinas tenían dueño, aunque la mayoría sin papeles ni nada, y que uno podía ocuparlas por la cara o comprarlas, que de todas formas era muy barato.

--Nadie te puede impedir venirte, si le compras la ruina al dueño. Aunque sea barato, hay que tener el dinerito. Ahora, el trabajo de reconstrucción es duro y lento. Nos ayudamos.

--¿Y de dónde sois?

--Este pregunta más que un policía-- dijo uno-- antipático.

--Bueno, yo soy de Barcelona, me llamo Gemma-- y nos ofreció la mano.-- Y aquí los colegas, bueno pues cada uno de un sitio…-- Y se rieron todos.

--¿Hay mucha gente así por aquí?

--A lo mejor el colega se refiere a los hippies negros-- dijo el sarcástico, que se llamaba Paquiño y tenía un deje gallego.

--¿Los hipies negros?-- tercié yo.

--Historias de los del pueblo. Dicen que hace unos años, por los 80 o por ahí, vivía en la cueva una gente que se dedicaba a la magia negra o cosas así. Pero vete tú a saber lo que es verdad de eso.

--Lo que sí es verdad, pero bueno venga, ya que estamos de cháchara vamos a tomar un té. Pasad.-- dijo otro,  que tenía el pelo a lo rasta.

Entramos en una de las casas. Vimos un cuarto con una chimenea, las paredes de piedra en la parte baja, de adobe encalado a partir de un metro de altura, los techos de vigas de madera y alfajías, el suelo de barro, y una gran alfombra con cojines donde nos sentamos alrededor de una mesa bajita, al estilo marroquí.

--Lo que sí es verdad-- continuó el del pelo rasta-- es que de la cueva se cuentan un montón de historias. Y que ahí hay gente, eso es seguro, aunque a los del pueblo no parece que les guste hablar del tema.

--Pero, ¿qué gente puede vivir ahí hoy en día-- dije yo-- he leído que había maquis en la postguerra, pero que al último lo mataron en 1960.

--Otra vez con lo de hoy en día-- interrumpió Gemma, que estaba de pie junto al hornillo, a un lado-- hoy en día donde no se puede vivir es en la ciudad, o en el pueblo, me da igual, acojonado de que te echen de un curro de 600 euros, y el jefe aprovechándose de tu acojone para humillarte todas las veces que le dé la gana.

--Por lo visto ese de 1960 no fue el último-- dijo Paquiño, ahora serio.-- Había más, pero se escondieron, dejaron de molestar a los guardias, viviendo pegados al terreno y comiendo de lo que les pasaban las familias desde el pueblo, o en todo caso dando golpes económicos muy lejos, y luego refugiándose aquí.

--Y además, no os creáis, aparte de los hippies negros esos de los 80, en toda la posguerra se incorporaba gente nueva, gente que no quería hacer la mili por ejemplo, o que no soportaba la vida en el pueblo, tíos muy rebeldes, muy duros desde luego, o que estaban fichados.-- dijo Luis.

--Ya. Pero de todo eso hace mucho tiempo.-- Dijo Bomón, dándole un sorbito al té que Gemma ya había puesto en la mesita baja. --Ya tienen que haberse muerto todos, aunque sólo sea por una cuestión de tiempo.

--Ahí siempre se ha estado incorporando gente. Siempre. Incluso ahora.-- Dijo Gemma.-- Y yo lo entiendo. Y os digo una cosa: por lo visto los maquis originales, por llamarlos así, eran anarquistas, con algunos comunistas, porque en este pueblo había una organización anarquista muy fuerte, y aunque las ideas se han ido desdibujando con el paso del tiempo, lo que sí parece que queda ahí arriba es una organización y una disciplina muy fuerte y dura.

Terminamos el té. Se nos hacía tarde. Vimos que había un par de niños. Nos levantamos y les dimos las gracias.

En el camino de vuelta hizo frío y oscurecía, de modo que anduvimos rápido y hablamos poco, pensando en todo lo que habíamos oído. Una vez en el coche, sí que hablamos, y los dos teníamos si cabe mayor interés todavía en conocer la cueva. Hasta que me acordé de la Ricitos, y empecé a darle el tostón a Bomón.

--Me ha gustado esa chavala. Me ha gustado de verdad-- le dije.

TRES

VUELTA , REFLEXION, OBSESION.







Llegamos a nuestra ciudad, dejé a Beaumont en su casa y me fui a la mía. Al otro día tenía que despertarme temprano para ir a la oficina. No estaba estudiando nada. Me empecé a agobiar hasta que me quedé dormido pensando en ella.

Durante la semana me encontré a Beaumont dos o tres veces por los pasillos de la facultad  y le dije que se pasara por mi casa para organizar la siguiente visita, pero me dijo que tenía que estudiar. ¡Y eso que él no trabajaba! El jueves Don Severo me llamó a su despacho.

--Mire, Hassan, usted ha sido hasta ahora un buen estudiante, pero desde que pasó lo de la cueva ha cambiado. Comprendo que le haya afectado, aunque la culpa la tuvo usted y sólo usted, y estamos siendo más condescendientes por ello, pero es mi deber advertirle que con lo que usted está estudiando ahora, es decir, cero, no se va a ninguna parte. Sé que trabaja usted por las mañanas, y eso también se lo tenemos en cuenta, pero hasta cierto punto. Para ser un profesional hay que estar a la altura. Trabajar. Esto no es la ESO, ¿me entiende?

--Perfectamente, Don Severo.

Por supuesto me abstuve de decirle nada de mis vueltas a El Alisal; me limité a prometerle que estudiaría más, pretextando de nuevo mis obligaciones laborales. Me dio la mano diciéndome:

--Así lo espero, joven.-- y me despidió.

El jueves llamé a Beaumont y le propuse que esta vez saliéramos el viernes por la tarde, para tener más tiempo, aunque eso supusiera perdernos algunas clases. Dormiríamos en la pensión la primera noche, y saldríamos temprano el sábado, para tener tiempo de llegar  a las alturas de San Cristóbal y explorar posibles aperturas a la cueva. La idea era también llevarnos una tienda de campaña y dos sacos de dormir y pasar la segunda noche en el campo. El viernes a eso de las seis ya estaba en mi casa, mochila al hombro. A las ocho estábamos ya en El Alisal; dejamos las cosas en la pensión y salimos a dar una vuelta, aunque insistió en que no nos acostásemos tarde. Fuimos al pub. No estaba la Ricitos. Quizás era muy temprano, pensé yo, decepcionado. Pero a la media hora, cuando ya nos íbamos a ir, apareció.

--Me han dicho que estabas por aquí, guapetón, y me he venido corriendo a verte.

--Pero, aquí que pasa, ¿Hay espías vigilándole a uno o qué? -- dije yo -- y al instante temí haber metido la pata.

--Más de lo que tú te crees--, dijo ella, riéndose.-- Me invitas a un gin de esos?

Nos sentamos, Bomón con nosotros, y le conté nuestro plan.

--Uy, uy, mucho te estás acercando tú a la cueva, me parece a mí.

--¿Es malo eso?

--Puede ser….peligroso…ya sabes, te puedes perder…Pues yo voy a ir con unos amigos al campo mañana también, aunque desde luego no salimos tan temprano. Pero si queréis os apuntáis. Quedamos en un sitio y ya está. Si queréis, vamos. Nosotros vamos a salir por la fuente de la Aceña, y subiendo por un sendero se llega a un sitio que se llama el Prado de las Piedrecitas, ya bastante arriba, que es ideal para acampar. Podemos quedar allí a las cinco o por ahí. Vamos a ir cinco o seis amigos.

Al oir el nombre del sitio me dio un escalofrío. Guiñándole un ojo a Bomón, de lo que ella se dio cuenta, por supuesto, asentí en seguida, sin darle tiempo al otro ni a rechistar.

--Claro que sí. Yo he visto ese sitio en el mapa– mentí.-- Llegaremos sin problemas ¿Vale a las cinco?

--Bueno, de cinco a seis, ¿OK? tampoco es plan de fichar como en una fábrica--, respondió ella, mandona.

--Vale-- y viéndole el semblante a Bomón, me despedí con un besito en los labios. Sonrió, aunque más tibiamente de lo que a mí me hubiera gustado.

Bomón me echó la bronca camino de la pensión. Que si yo hacía lo que la tía esa me decía, que si nosotros teníamos un plan, etcétera. Yo me defendí alegando que yendo con gente del pueblo podríamos obtener más información, tanto de la cueva como del campo. El arguyó que el sitio ese nos obligaba a ir por una ruta completamente diferente a la que habíamos planeado, pero bueno, tampoco era una mala ruta, respondí yo, y Beaumont era un tío tranquilo, así que aceptó; llegamos a la pensión y lo dejamos todo preparado para salir a la mañana siguiente a las ocho en punto.  

CUATRO.

AMORIOS EN EL CAMPO.






Por una vez cumplí. A las ocho y cuarto estábamos tomando café en el único bar que encontramos abierto, y salimos por el callejón de la fuente de la Aceña; como teníamos tiempo llegaríamos al prado ese dando un rodeo, almorzando en el campo. Al poco de salir vimos a la derecha del carril una pendiente que bajaba, un viejo olivar abandonado, lleno de jaguarzos ya en flor, y, de pronto, una enorme águila levantó el vuelo a sólo 10 o 20 metros de nosotros. Podía medir dos metros o dos metros y medio con las alas abiertas, era de un color pardo, con la cola redondeada con una cinta blanca en el borde. Esas eran las cosas que nos gustaban a nosotros. Bomón se quedó extasiado.

--Es sin duda un águila real. Se supone que está extinta en esta zona desde hace por lo menos 20 años.

--Pues igual que se suponen extintas otras especies que en realidad no lo están--, contesté yo.

No le dio tiempo a hacerle una foto, pero el avistamiento ya le tendría contento todo el día. Estaba todavía amaneciendo, se estaba despejando la niebla, y todo le daba al campo un aire misterioso. Yo estaba contento porque esa tarde vería a La Ricitos.

El sendero continuaba por la ladera de un cerro. A la izquierda, la ladera se inclinaba hasta ponerse casi vertical, formando un barranco, al fondo del cual un arroyo formaba pozas lo bastante grandes como para bañarse. Las formaciones rocosas eran espectaculares. En un determinado punto, las rocas junto a la senda formaban una especie de banco natural donde se podía uno sentar y mirar el barranco y el cerro de enfrente. Decidimos almorzar allí. Había salido el sol.

--Se tiene que estar estupendamente ahí abajo en verano-- me dijo Beaumont-- te bañas, te quedas fresquito y te pones a leer a la sombra. Luego, al atardecer, con la fresquita, te vas de vuelta al pueblo.

--No es mala idea. Y pensar que la gente dice que se aburre en el campo-- comenté yo.

Arriba aparecieron otra vez los buitres. Primero veías a uno, luego a otro, y cuando te dabas cuenta había por lo menos veinte. Bomón me explicó que estos eran buitres negros, extremadamente raros, y que por ahí cerca estaba una de las pocas colonias que quedaban en España, por no decir en el mundo.  Otra cosa que me llamó la atención era el tamaño de los árboles: había tanto alcornoques como encinas, quejigos o madroños de un tamaño como yo nos había visto en mi vida. Debía ser por la abundancia de agua. Beaumont me explicó que hasta los años 80 se habían visto lobos por la zona.

--Otros que están extintos y vete tú a saber si no nos topamos con uno cuando menos nos lo esperemos-- repliqué yo.

--Qué va, tío,  ya han desaparecido de aquí, por desgracia, la gente los mataba con vacas muertas envenenadas con estricnina.

A las cinco en punto estábamos allí. Era un lugar encantado. Ahora estaba seguro de que fue allí donde me habían dejado los bandidos esos. Un río, bastante ancho, formaba un meandro, a cuyo lado había un terreno llano cubierto de hierba y rodeado por enormes castaños. Es verdad que había muchas piedrecitas, seguramente traídas por el río en sus crecidas. Estábamos sentados en una piedra cuando oímos un murmullo a eso de las 6 y a los pocos minutos llegaron. Eran cuatro chavales y dos chicas. Mala proporción; pero es sabido que a los hombres les gusta más el campo. La Ricitos venía con unas botas enormes y un pantalón corto beige, como de exploradora. Estaba atractiva, con sus robustas piernas al aire. Había un tío   algo mayor que los demás, con el pelo hirsuto y largo con un mechón blanco y barba, alto y delgado, con unos ojos achinados que me recordaron a los del viejo del primer día. Parecía como el jefe. Siempre hay un jefe. La Ricitos se nos acercó saltando, me dio un beso y nos presentó. Elena, José, Paco y Javier. Este último era el jefe.

No demasiado habladores, se pusieron pronto a montar las tres tiendas, y nosotros hicimos lo propio. Yo creo que no les hacía mucha gracia que La Ricitos hubiera quedado con nosotros, sobre todo a los tíos, pero es que esta  mandaba mucho. Cuando hubieron terminado de montar las tiendas se pusieron a hacer una hoguera. Nos dijeron que en esta época del año todavía no estaba prohibido, pero que a ellos de todas formas les daba igual. Eran rebeldes y ásperos estos nativos.

La encendieron y sacaron unos bocadillos y unas cervezas, y, a modo de postre, whisky y ginebra. Estaba oscureciendo y empezaba a verse la luna llena, que iluminaba la escena con un halo de misterio. Tenían también una baraja de cartas, pero, hablando, se olvidaron de jugar. Cuando hablaban lo hacían entre ellos, sobre todo los tíos, como ignorándonos a Bomón y a mí.





--Pues el otro día vino al pueblo la maestra esa, la Bea, la hija de la Pilar, la que se casó con un catedrático que se murió de cáncer-- dijo Javier, que cada vez me recordaba más al viejo del bar. No veáis el dinero que tiene la tía esa. Le oí decir que ella, cuando su coche tenía cuatro años, lo tiraba y se compraba otro nuevo.

--Será guarra la tía, y luego acusan de radical a ese por querer poner la renta básica, no te jode-- dijo Paco.

--Y también dijo, que la oí yo, que se había ido a Camboya  con unas amigas y que allí se podía pagar todo en euros y que el viaje le había costado nada más que 10.000 euros.

--Este país tiene demasiadas desigualdades-- dijo José, que parecía el más intelectual-- y eso que hablamos de gente de clase media, no de los ricos de verdad.

--Pues se cabreó un montón cuando alguien mentó lo de la renta básica y al Coletas, si será guarra la tía-- dijo Javier.

Las chicas hablaban poco.

--Pero si la renta básica  no es más que una puta limosna, dijo Paco-- y de todas aquí tenemos nuestra propia renta básica hace tiempo-- y echó una carcajada. Bomón me miró por encima del fuego. Rizos se dio cuenta. Javier la había llamado Rizos y a mí me había gustado. Sonaba como a griego.

De pronto se oyó un ruido “pac, pac”. Nos callamos todos y aguzamos el oído.

--Deben ser furtivos-- dijo Javier, y entonces se oyó “pac, pac, pac, pac, pac, pac”.

--Eso es un fusil ametrallador-- dijo, ingenuo, Bomón.-- Parece un Kalashnikov. Por cierto, el otro día oí en la radio que, después de la guerra de Yugoslavia, Europa está invadida de Kalashnikovs, el mercado negro de armas, digo. Que se puede comprar uno por 1.500 o 2.000 euros.

Los otros  callaban y miraban al suelo. Se volvió a oír otra descarga.

--Estos furtivos de hoy en día…-- dijo Javier, sonriendo. Tenía una sonrisa cautivadora, a pesar de su aspecto rudo.

Bueno, ¿echamos una partidita? ¿Quién quiere aguardiente?

Empezaron a jugar a las cartas. Rizos me cogió de la mano, me levantó y me llevó hasta su tienda. 

--Paso de las cartas-- me dijo-- y me besó.

Se desnudó, sin parar de besarme. La luz de la luna, a través de la fina lona celeste, iluminaba la tienda de campaña y el cuerpo desnudo de Rizos, sonriente, con sus pechos turgentes y empinados y su abundante vello púbico, recostada como una figura griega, o mejor, cretense. Sí, eso es lo que parecía. Estaba bellísima.

--¿No tienes por ahí mermelada, miel, o algo así?-- me preguntó.

--Creo que no-- contesté, sin entender.

--Espera un momento.-- Se cubrió, salió, y volvió de otra tienda con un bote de leche condensada.

--Echame de esto por todo el cuerpo y después me comes-- dijo, descarada. Estuvimos jugando toda la noche.

Al día siguiente por la mañana me despertaron los gritos de cabreo de Javier, que no encontraba la leche para hacerse su café de puchero en la hoguera. Cuando el tipo se cabreaba parecía un demonio.

--¡Quién coño ha cogido mi leche condensada, hostias!

Rizos se vistió, buscó,  encontró un bote casi terminado, y se lo dio. Esto le calmó un poco. Después de desayunar, Rizos dijo que nos íbamos a dar un paseo. Yo había olvidado al pobre Bomón, que se quedó, aguantando.



 


Una vez que me vi en el campo solo con ella, cogidos de la mano, me sentí eufórico. Caminamos a lo largo del río, que tenía un precioso bosque-galería. El sitio empezaba a sonarme de algo. “Yo he estado aquí antes”, pensé. Llegamos a un punto en que ya no se podía seguir subiendo, como no fuera escalando, pues ya todo eran riscos casi en vertical. Intuía que el boquete estaba cerca. Algo cansados de la subida, nos sentamos, apoyados en unas rocas.

--Por aquí cerca seguro que hay entradas a la cueva-- me atreví a decir.

--Deja ya el tema de la cueva, Guaperas, que pareces obsesionado. Mira, sí, en la cueva hay gente, no muchos, serán 20 o 30. Cuando mataron al “último” ese, que por cierto era mi tío-abuelo, quedaban más. Desesperados,  algunos intentaron irse a Francia, pero dudo que alguno llegara; otros a Marruecos, más de lo mismo. Y los que no tenían otro recurso, se quedaron, pegados al terreno, viviendo de los enlaces que les quedaban en el pueblo, familiares, o restos de la antigua organización. Luego ya se atrevieron a dar algunos “golpes económicos”, pero siempre lejos de aquí, para despistar a la Guardia Civil. Y, como siempre ha habido gente que se incorporaba, desesperados, fichados, o simplemente gente que no aguantaba vivir de pobres en el régimen de Franco, pues el número aumentó. Pero habían aprendido; conservaron la organización, y la disciplina, pero se iban lejos de aquí a pegar los palos.

--Esa historia es superinteresante.

--Lo será, pero no idealices. Son unos hijos de puta. Lo sé por experiencia propia. No se puede predicar la libertad y la igualdad dando palizas o matando si hace falta, con el pretexto de las normas de seguridad. Aunque lo de matar últimamente como que no está de moda.   Y con lo de la crisis se está incorporando más gente, aunque no te creas que es fácil, que vas y dices que te quieres apuntar y ya está. No, te tienen que conocer y además te ponen a prueba: tienes que dar un palo tú solo, o a lo mejor con su apoyo, pero tú de protagonista, vamos, y demostrar que tienes la sangre fría y le echas cojones al asunto. Muchos han querido entrar y no les han dejado.

--¿Por experiencia propia, dices? ¿Tú has estado ahí?

--No admiten mujeres, de nunca. Los viejos decían que sólo causaban problemas, rencillas entre los tíos. No, yo no he estado ahí. Pero tuve un novio que sí, mi Carmelo.

Ese “mi” me provocó una arcada de celos.

--¿Qué pasó?-- pregunté, intentando aparentar indiferencia.

--Era bastante mayor que yo, tenía 35 años. Yo estaba todavía en el instituto, tripitiendo, jaja. Nos conocimos un día de campo, como este, cuando apareció por el campamento. Era de una aldea que está en el lado norte del cerro. Se enamoró de mí y empezó a bajar al pueblo a buscarme. Se dejaba ver, se metía incluso en los bares, y cuando le preguntaban daba un nombre falso. “Al que mucho quiere saber, poco y al revés”, decía. Y los guardias se hacen los suecos, porque no quieren problemas, o a lo mejor están “untados” también, pero con ese descaro ya se ven obligados a hacer algo. Los jefes se lo advirtieron varias veces por las buenas, porque lo apreciaban, pero como siguió, porque estaba totalmente encoñado conmigo, le hicieron un juicio o algo así, no sé cómo le llaman. Por lo visto había algunos partidarios de ejecutarlo directamente; pero la sentencia fue una paliza y la orden de desaparecer para siempre de aquí o la ejecución. Y se fue. Sin despedirse. En el fondo era un cobarde. Mi desilusión fue tan grande que me tiré seis meses sin salir de mi casa. El primero llorando. Y entonces fue cuando me echaron definitivamente del instituto.

--Entonces tú también estabas enamorada de él.

--Sí. Mucho. 

--¿Y eso fue hace mucho tiempo?— yo ya interrogaba.

--Un par de años. Por eso te digo que no me convence el rollo de los de la cueva. Unos hijos de puta, ya te digo. Sí, presumen de vivir libres, incluso les dan dinero a sus enlaces, que no son otros que las hijas, ya viejas, de los maquis de la posguerra, o las nietas, como yo, o también a los más pobres, 500 euros al mes o algo así. Y además con enchufe. Dicen que en “las condiciones de clandestinidad” no se puede administrar bien la “solidaridad”, pero lo cierto es que quienes reciben eso son sus familiares, o los de los enlaces, vamos gente suya de toda la vida, o en todo caso gente que no les cae mal o no hace nada que les moleste. Bueno, vámonos ya, que el Javi se va a encabritar más todavía. ¿Qué? ¿Te has quedado tranquilo con lo de la cueva? Pasa de ellos y no te comas más el coco con eso. No es asunto tuyo.

Volvimos. Estaban haciendo una caldereta en la hoguera. Bomón me recibió con alivio; al parecer no le habían dirigido la palabra en toda la mañana, menos un poco Elena.

Por la tarde dimos todos juntos un paseo. Rizos no se despegaba de mí ni me soltaba la mano,  y yo estuve atento con el pobre de Bomón, que además tenía una conversación muy interesante, porque se sabía los nombres de todas las árboles, arbustos y animales que veíamos. Pero la sensación de incomodidad, de celos por lo que ella me había contado no me la podía quitar de la cabeza.

Volvimos al pueblo tras recoger el campamento. Cada cual se fue a su casa, y nosotros al coche. Rizos nos acompañó y me dio un beso de despedida, susurrándome al oído que no me preocupara. ¿A qué se refería? Era dura pero también sabía ser dulce cuando quería.

En el camino de vuelta le conté a Beaumont todo lo que ella me había dicho sobre los de la cueva. El a su vez me comentó lo suyos que eran esa gente, lo cerrados, y cómo le habían ignorado todo el tiempo. Escuchó con interés mi historia, pero sacó la conclusión de que era un tema peligroso y que además no era asunto nuestro.

--Que ellos se lo beban y ellos se lo coman—dijo --yo estoy un poco harto de esta gente.

El fin de semana siguiente no quiso ya venir. Alegó que tenía que estudiar. Pero yo no podía dejar de ir, así que por primera vez me planté solo en El Alisal el sábado por la mañana. Como con Rizos no se podía quedar, ni tenía teléfono, o si tenía no te lo daba, alquilé un cuarto individual en la pensión, me di una larga vuelta por el pueblo a ver si la veía, o si alguien me veía y se lo decía – ese parecía ser el sistema – pero no hubo suerte. Entonces me decidí a meter un bocadillo y una botella de agua en la mochila e irme a andar por el campo. Mis pasos me dirigieron al Prado de las Piedrecitas, y más allá, donde había estado con ella el domingo anterior. Busqué y miré un buen rato, y acabé viendo un agujero que muy bien podría ser una entrada a la cueva; pero no iba preparado, era tarde, y además, lo reconozco, tuve miedo. Me quedé con la copla del sitio y me volví. Llegué directo a la pensión, me duché y descansé un poco antes de bajar al pub, donde esperaba encontrarla. Tardó mucho en llegar, o al menos eso me pareció a mí, pero ella dijo que era la hora normal. Estaba un poco bajilla de ánimos. A mis preguntas, respondió que no sabía por qué, que quizás fuera la conversación que habíamos tenido el domingo. Le pregunté si aún echaba de menos al tal Carmelo y me contestó que no, que ya no. Se quiso retirar pronto. Quise quedar con ella para la mañana siguiente, pero al campo no tenía ganas de volver. Le propuse que nos fuéramos los dos a otro pueblo en el coche, a estar tranquilos, charlar. Aceptó quedar para después de comer.
   
Yo también estaba algo desanimado. Todo un viaje solo para ver a esta chica un ratito por la tarde nada más, pensé. Y encima no estoy estudiando nada, voy a perder las convocatorias de exámenes y, aunque al final apruebe, aquí no se trata sólo de aprobar; si quiero quedarme de investigador en la facultad hay que aprobar a la primera y además con las mejores notas, pensé, y eso por el camino que llevaba ni de coña.

Me levanté, desayuné  y me di una vuelta por el pueblo. En la plaza se veían algunos riquitos sentados en la terraza del casino, con jerseys de cuello de pico y chaquetas; pero en cuanto salías de ella la gente tenía un aire áspero, rudo, triste. Los ceños fruncidos, la espalda encorvada. Se bebía mucho alcohol. Salí al campo; algunas familias se iban a comer a sus montes los domingos. El tiempo seguía radiante. Me tomé un par de tapas en un barucho e hice tiempo para recoger a Rizos en la carretera de salida. A las cuatro en punto estaba yo allí, y tuve que aparcar el coche en el arcén porque ella no apareció hasta las cuatro y media. Venía muy guapa, eso sí: un vestido de tirantas muy corto, de lunares. Hasta los brazos los tenía bonitos. Y se había pintado los labios de rojo y los ojos de negro. Colores muy simbólicos; para verme a mí, pensé yo.

Me indicó la carretera a seguir y fuimos a un pueblo que se alejaba unos diez kilómetros del cerro. A la entrada había una venta con una terraza emparrada. Allí decidió que nos bajáramos. Nos sentamos en un velador, cruzó las piernas, y nos sentamos en un rincón. Le di un beso y la cogí de la mano. Pedimos café, y ella quiso también pacharán. Repitió, y ya empezó a animarse más y a ponerse más locuaz. Mis dos obsesiones eran tabú: la cueva y su ex. Y tampoco la quería aburrir con mis problemas en la facultad. Acabamos hablando del pueblo.

--Mira, Guaperas, yo soy muy de aquí y no creo que pudiera vivir en ninguna otra parte. Las pocas veces que he ido a la capital no me ha gustado nada lo que he visto: un montón de gente pija comprando, comprando y comprando, un montón de ruidos, prrrrr, racracrac, frfrfr…, de coches, de máquinas que limpian el suelo, de aires acondicionados, etc. Me gusta estar aquí; me encanta el campo este, me gusta mi gente, porque aunque algunos son unos imbéciles, son mis imbéciles, jaja. Y no hablo de los cuatro riquitos que ves siempre en el paseo, el farmacéutico, el médico y dos o tres más, porque la mayoría se han largado, sino de mi gente, gente como la que tú conociste el otro día. Eso sí, yo hago lo que me da la gana, a mí los cotilleos de las viejas me los paso por el forro, pero los de las viejas y los de los anarquistas también, vamos que yo hago lo que me da la gana y me da igual de todo. Por ejemplo, ahora estoy aquí contigo porque me gusta, porque me gustas.

--Pues yo soy de la ciudad-- le dije.

--Bueno, ¿y qué?-- Ya estaba achispadilla.

--¿Quieres que te cuente algo más de la cueva? Ya sé que te pirra eso.

--A mí la que me pirra eres tú, Rizos. Me gustas mucho.

--Vale. Gracias. Pues mira, los de la cueva, con toda y leyenda y eso, en mi opinión tienen los días contados. Porque la Guardia Civil  puede hacer como que mira para otro lado si no se la provoca mucho, son muy perros y no quieren problemas, y además, como te dije el otro día, puede que ellos también estén “untados”, y por eso los de la cueva dan los palos lejos. Pero en cuanto se equivoquen un poco, hoy en día la Guardia tiene medios para hacerlos desaparecer en un santiamén, en cuanto se lo proponga en serio, vamos. Y esta vez sí digo  “hoy en día”, porque esto sí que ha cambiado.

--Pero tienen una disciplina muy estricta, ¿no?

--Sí, pero no son tan perfectos, se le van las cosas de las manos, están medio chalaos, te lo digo yo que he aprendido a quitarles todo el aura de leyenda que tienen entre algunos.

--Toda una clase de ciencia política, Rizos, qué pena que no hayas querido estudiar, con lo lista que eres.

--No me vengas tú también con esa monserga, Guapo, que si hubiera podido ser profesora, incluso de universidad…bla, bla, bla, no quiero la mierda esa. Pijas de mierda con un montón de pasta, y que luego tienen que aguantar lo que no hay en los escritos, a los estudiantes, pero también a sus jefes, presiones de todo tipo, para luego poder comprarse unos vestiditos de marca y hacer viajes al Vietnam donde no se enteran de nada.

--Estás furiosa hoy, Ricitos. ¿Y los hippies negros? ¿Esos quiénes son?

--Ja,ja, los hippies negros. Cuentos que tenemos para acojonar a los forasteros.

--¡Venga ya!

--Bueno, hace veinte años o por ahí dicen que unos forasteros se apalancaron en la cueva y hacían magia negra. Yo creo que lo que hacían era ponerse hasta aquí de todo…

--¿No dicen que son jóvenes del pueblo?

--Es que la gente lo confunde todo. Mucha gente del pueblo en verano se van a la cueva, nos vamos, vamos, porque yo también he ido, y nos pasamos allí el verano, al fresco, bañándonos, durmiendo dentro, paseando por fuera, enrollándonos, medio en pelotas, o en pelotas del todo, con el calor que hace…

--¿Y los maquis?

--Hay que ver lo preguntón que eres. Pues claro, hay contactos, pero en general ellos nos dejan en paz y nosotros a ellos.  Venga, vamos a dar una vuelta y estiramos un poco las piernas. Por ahí se ve un camino bonito.

Empezamos a andar y en cuanto nos vimos apartados de la gente empezamos a besarnos y cuando nos dimos cuenta estábamos revolcándonos sobre la hierba.

Empezó a oscurecer, ella tenía frío, y la llevé de vuelta al pueblo. Quise quedar con ella para el finde siguiente, pero sólo conseguí sacarle que ya nos veríamos el sábado por el pub.

Conduciendo de vuelta, solo, tuve la melancólica  sensación de que una relación estable entre la Rizos y yo era imposible. Ella era demasiado del pueblo,  me encantaba su carácter algo hosco – y pasional --, pero creo que ella se aburriría pronto conmigo. ¿No la habría dejado tocada el tipo ese de la cueva?

Esa semana, ya más tranquilo, procuré estudiar más y asistir a todas las clases; de todas formas, trabajando por las mañanas en esa asquerosa oficina me iba a ser difícil alcanzar el nivel de excelencia que Don Severo exigía para poder quedarse en la facultad. Aprobé con algo más que un 5 unos cuantos exámenes. Bomón estaba recluido estudiando. Mis otros amigos habían dejado de interesarme, y yo a ellos. El sábado por la mañana ya estaba otra vez en el coche.

CINCO.

ENTRADA A LA CUEVA. MAQUIS, GUARDIAS Y EL FIN DE TODO.




Para variar, me encontré a Rizos a poco de llegar al pueblo. Yo creo que allí no pasaba nada por casualidad. Me dijo que tenía que hacer un par de recados y que en seguida estaría conmigo. Le propuse comer en el campo, ¡y me dijo que sí!

Apareció con su disfraz de exploradora y tiramos por el callejón de la fuente de la Aceña. Ella me explicaba cómo era la vida antes en los cortijos, hasta hacía relativamente poco, cómo la gente se hacía su propio pan, porque casi todos tenían horno, cómo y cuándo hacían las matanzas de los guarros, los bailes que se montaban en un cortijo y adonde acudían gentes de todos los demás, sin música ni nada, como no fuera la que ellos mismos cantaran o tocaran a la guitarra o con palmas. Y cómo los jóvenes “se iban al chopo”, o sea a enrollarse, apartados, en el campo. 

Como habíamos salido algo tarde, comimos un bocadillo sentados en un muro de piedra que hacía de linde de una finca y poco después seguimos. Por otro sendero, terminamos cerca del Prado de las Piedrecillas, y yo me empeñé en subir al boquete que había visto unos días antes. Me acompañó, y cuando lo vi de cerca comprendí que era una entrada de verdad en la cueva. Quise entrar y ahí se puso firme.

--No, Guaperas, no entres ahí. Es peligroso. De verdad.

--Seguro que no es para tanto. Y tengo una buena linterna y un montón de pilas-- y me metí por el boquete.

Había que agacharse, incluso que reptar en algunos tramos.  La cogí de la mano y le dije:

--Vente, es sólo un poquito, nos vamos a enrollar ahí dentro; y tiraba tanto de ella que se dejó.

Pasamos por un sitio que estaba inundado. El agua tendría unos cinco centímetros de altura, y nos mojamos los zapatos. Luego seguía el túnel un poco más. Ella estaba seria. De pronto, el túnel se abría y daba a una sala impresionante, enorme. La iluminé con la linterna y me quedé extasiado observando la sala; de pronto un haz de luz potente me deslumbró; cuando puede acostumbrar mis ojos al foco vi la figura de un tipo barbudo y con el pelo largo, que sostenía una lámpara de carburo y un fusil en las manos, y nos apuntaba.

“ALTO A LA GUARDIA CIVIL”, se oyó por detrás y sonó un disparo que rebotó en el techo. Todo muy de prisa, vi la lámpara de carburo pasar por encima de mi cabeza formando una curva perfecta e ir a estrellarse contra la cara de un guardia que estaba detrás, estallar, y apagarse. El guardia dio un alarido de dolor y de repente vimos el destello de al menos tres armas automáticas   escupiendo fuego con gran estrépito. Me abalancé instintivamente sobre Rizos para protegerla, pero ella ya había caído; aún así, la cubrí con mi cuerpo. Se hizo de nuevo la oscuridad más absoluta. Al cabo de un rato, unos segundos sólo quizás, se encendió una linterna. Un guardia civil se aproximó a su compañero herido, que seguía rabiando de dolor, tapándose con las manos la cara quemada; y luego nos alumbró a Rizos y a mí. Ella estaba inconsciente, y un hilillo de sangre le salía por la boca.

--¿Está usted bien?-- me preguntó. --Sí, yo sí, pero mire la chica….

--Ya veo, cállese y ayúdeme a sacar a los heridos de aquí, rápido. ¡Malditos hijos de puta!

Con mucha dificultad sacamos al guardia y a Rizos por el túnel, por la parte inundada y, lo que fue más difícil, por la parte por donde había que reptar. En cuanto llegamos fuera, el guardia llamó por el móvil y dio la alarma, avisando de que se presentara también una ambulancia. Pronto la ladera del cerro se llenó de figuritas verdes. 

Se llevaron al guardia herido y a Rizos al hospital, y a mí al cuartel. Estaba detenido. Durante tres días me tuvieron encerrado y me hicieron infinidad de interrogatorios, hasta que por fin me llevaron a un juez, que me puso en libertad provisional. No se dignaron informarme del estado de Rizos, que era mi principal preocupación, mi obsesión, aún cuando les pregunté insistentemente.

Una vez de vuelta, tuve que recurrir al enchufe del tío de un amigo, a su vez amigo del concejal de Tráfico, para que no me echaran del trabajo. Cuando me reincorporé, lívido y con varios kilos menos, parecía un zombi. Al poco de llegar y empezar a cambiar los papeles de sitio –pues ese y no otro era mi trabajo -- el jefe de sección me pasó una llamada:

--Es la Guardia Civil-- me dijo, serio.

Cogí el auricular. 

--Aquí el sargento Romero, de la Guardia Civil del cuartel de El Alisal. ¿Hablo con Hassan Alaui?

--Sí, señor-- respondí, abatido.

--Bien. Le llamo para comunicarle, aunque ya recibirá la orden por escrito, que mañana sin falta debe usted personarse en el cuartel  a las 11 en punto de la mañana. Es un asunto de la máxima gravedad.

--No se preocupe. Así lo haré, señor.

--Muy bien. Por cierto, le comunico que la señorita Fructuosa Pérez Pérez falleció esta madrugada. ¿Conoce usted a un individuo llamado Carmelo?

--No, señor.-- Se puede decir que mentí.

--La señorita pronunció reiteradas veces su nombre antes de fallecer-- y noté claramente la sonrisa malévola del sargento a través del hilo telefónico.

--No lo conozco.
       



 
  

  





  

  






  




 





  





  

  







  

  




 




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1 comentario:

  1. Me ha parecido un relato muy entretenido, y con muy buenas descripciones del campo, del pueblo,de su ambiente, etc.
    Mejor si la historia hubiera sido un poco más larga y con alguna historia de alguien del pueblo, de una forma paralela.
    Espero que sigas escribiendo.
    Lelo.

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