MI EXILIO INTERIOR

jueves, 25 de diciembre de 2014

I. La Escapada de Salvador, o Por Fin la Libertad.



I.  POR FIN LA LIBERTAD.



Llevaba meses dándole vueltas en la cabeza a la idea. En las últimas semanas las cosas se precipitaron, y el finde lo preparó todo. Sacó toda la pasta de la libreta de ahorro que el abuelo Germinal le había abierto cuando nació, que ya tenía unos cuantos, no muchos, miles de euros, más lo que le pudo sisar a la Bruja y al Gordo (poco); el domingo por la noche metió unos vaqueros, algo de ropa interior, cepillo de dientes y avíos de afeitar en la mochila, en vez de los libros, y lo dejó todo preparado. A la mañana siguiente, lunes, después de que los otros se hubieran ido al trabajo, simuló dirigirse al instituto, a la misma hora de siempre, pero en su lugar se fue a la parada del autobús. Allí compró un billete para la capital de la provincia, Puerto Santa Fe, a la que se tardaba una media hora en llegar. Era bastante probable que se encontrara a algún conocido preguntón en el autobús, lo tenía previsto; si así fuera lo trataría de eludir, y si no tenía más remedio le diría que iba al médico, o mejor aún, a la universidad para informarse de las carreras que se podían estudiar. La mochila la dejaría en el porta-equipajes y era fundamental aparentar una calma total. No notarían su ausencia hasta que no volvieran del trabajo, a última hora de la tarde, y eso le daba tiempo: por eso había elegido el lunes en lugar del fin de semana. 

No pasó nada en el autobús. El sol de primavera estaba radiante iluminando las lomas de almendros y olivos. ¡Qué ganas de vivir! ¡La libertad! Siempre mezclada con el temor, lo que le daba un matiz más excitante si cabe. 

A la media hora llegó a la parada de la capital: ajetreo, caras desconocidas, anonimato, más libertad. El aire estaba frío pero el sol  calentaba  si se arrimaba uno a él. El plan consistía en buscar algún trabajo, en el puerto por ejemplo, para ahorrar más dinero y ya pegar el salto del charco hacia la libertad total; pero no había prisa: tenía el dinerito en parte en el bolsillo trasero del vaquero y en parte en el calcetín. El abuelo le había contado que si se iba uno al puerto bastaba con hablar con el primero que se encontrase, ofrecerse a trabajar de estibador y ya estaba. Luego había que buscar una pensión, pero había tiempo. Tenía ganas de andar, de pasear, de mirar a las chavalas descaradas de la ciudad, sobre todo a las estudiantes (algunas lo miraban sin tapujos) y también a las cuarentonas casadas, de perderse por las calles del centro y de la ciudad vieja. ¡Había tiempo para todo!

Sabía, sin  embargo, que el Gordo y la Bruja empezarían a dar por saco en cuanto volvieran a la casa y vieran que tardaba en llegar. La Bruja, histérica, primero llamaría a las madres de los amigos y a la directora del instituto; era probable que no llamara a la policía hasta el día siguiente. Ya había sembrado algunas pistas falsas: les había dicho a algunos del instituto que se pensaba largar a la Sierra unos días con una tía; sin duda eso llegaría a oídos de la Bruja, que lo buscaría por allí. Mientras tanto él estaría perdido en la  ciudad y, por si acaso, no se afeitaba y se ponía unas gafas de sol: estaba completamente seguro de que nadie lo reconocería. El móvil lo mantenía apagado. 

Además, pronto cumpliría los 18. 

Andando sin rumbo se encontró en la ciudad vieja. Las calles eran estrechas y tortuosas, y los comercios, antiguos; al revolver una esquina apareció de pronto un gran edificio con un  rótulo de cerámica: “Gran Teatro Cervantes”, (le recordó a la de Lengua, pero desechó el pensamiento en seguida) y justo detrás el mercado de abastos. Las tiendas exhibían la fruta en la calle, de mil colores, y las aceitunas de mil clases; del interior de otras salía un olor profundo a chacina, que colgaba de las vigas de madera del techo. Le entró hambre y se comió una inmensa ración de churros con café. Había gente muy variopinta, de diferentes países, entre ella grupos de moros; casi sin darse cuenta se vio charlando con un grupo de ellos. “Hola, quieres hashís? Tengo bono, bono, recién traído de Morroco, barato, primera calidad.” “No, no fumo, gracias”. “No problema, amigo, no problema, con Karim nunca problema”. Los demás se reían. Habló un ratito con ellos. Le parecieron amables, sonrientes, al contrario de lo que había oído en Zutaija; no era la primera vez que lo que había oído en Zutaija o en su casa resultaba ser mentira; al final iba a resultar que todo era mentira. 

Cuando se cansó de los moros siguió andando y se topó con el mar y su olor y su brisa; al fondo se veía el gran puerto, las grúas, los barcos, los malecones con enormes cargamentos. “Mañana iré allí y buscaré trabajo. No hay prisa”. La brisa le dio un hambre atroz y comió en un pequeño restaurante económico llamado “Frente al Mar”, donde anunciaban un menú por 5.50 euros: Lentejas y salchichas con papas, cerveza, pieza de fruta y café todo incluido. Comió con gula entre el bullicio de trabajadores, la televisión a tope. Luego salió y se tumbó contra un viejo muro de piedra a ver el mar. Estaba de color gris allí, con suaves olas; unas misteriosas escaleras de piedra se sumergían en el agua. Olía fuerte a brea. El sol, ya más débil, le daba en la cara. Se quedó dormido.

Cuando despertó, casi caía la tarde. “Es hora de buscar donde pasar la noche”, se dijo. Mientras más barato y cutre el sitio, menos preguntas y menos dinero. De ese tipo los había a docenas. Entró en uno; por una escalera empinadísima se llegaba a un pequeño rellano de la escalera donde habían puesto un minúsculo mostrador con un viejo detrás. “¿Cuánto vale una habitación?” “25 euros. Primero el carnet”. Se lo dio y el viejo se puso las gafas de culo de vaso. “Usted es menor de edad. Lárguese si no quiere que llame a la policía. ¡No quiero problemas en mi casa!” Salió corriendo escaleras abajo como alma que lleva el diablo y no paró de correr un buen rato, hasta que volvió una esquina y se sintió a salvo. “No pasa nada, coño, se dijo”. Siguió andando, todavía jadeante; la gente, que seguía siendo mucha, ni se fijaba en él. “Y dónde voy a pasar la noche ahora? Fue entonces, y no antes, cuando se acordó de Nora.

NORA

Se acordaba de memoria de la dirección de Nora, aunque no del teléfono. Vivía en una barriada pobretona,  fea, de pisos de pobre calidad construidos en los años 70. Preguntó cómo ir hacia allá, y le dijeron qué autobús tomar; pero prefirió ir andando: llegaría antes; y efectivamente, en un cuarto de hora estaba en el barrio, y cinco minutos después en la puerta del bloque. Ya era de  noche, aunque no demasiado tarde, serían las nueve, la hora todavía era razonable, pensó. Pulsó el timbre. “¿Sí?” oyó la bonita voz de Nora. “Soy Salvador”, respondió él con voz de poker. “¡Salvador, tío, qué haces tú aquí! ¡Sube!”

Nora era encantadora, además de inmensamente atractiva, por lo menos para él. Habían tenido un romance – para Salvador el único  – el verano pasado, en la playa cerca de Zutaija donde Nora fue a veranear el año pasado con sus padres. Era algo mayor que él, estaba ya en la universidad, y no era de Puerto Santa Fe, sino de la capital, pero aquel año había convencido a sus padres de que le pagaran un pisito en la ciudad provinciana con la excusa de que lo que quería estudiar – Ciencias del Mar – sólo se podía hacer allí. 

Cuando le abrió la puerta y apareció, sonriente, con sus labios ligeramente pintados de rojo y sus ojos ligeramente de negro, sus leotardos que cubrían unas piernas esbeltas, le pareció más guapa que nunca. Le dio dos fuertes besos en las mejillas y le invitó a pasar. “¿Qué haces aquí,? ¡Ja, ja, qué alegría de verte! Pasa, siéntate, estaba comiendo algo, ¿quieres algo? ¿Una cerveza?” Salvador asintió, sonriendo, algo tímido, “Vale.”

Nora tenía un sofá bajo con tapicería de arabescos. También se podía uno sentar sobre unas alfombras con cojines, como los moros, y apoyarse uno en la pared, cubierta de tapices de estilo persa, baratos pero bonitos. Salvador le contó su odisea: se había largado de Zutaija, no podía aguantar más en aquel agujero, en aquel triple agujero, la casa, el instituto, el pueblo en sí. 

“Pues yo en el instituto no es que estuviera en la gloria, pero lo medio soporté bien, dijo Nora”.

“Ya sabemos, Nora, que somos distintos.”

Nora no era de las que soltaban la moralina en seguida, era demasiado inteligente como para eso. “Pues mira, ¿sabes lo que te digo? Que dadas tus circunstancias has hecho bien. Y ahora ¿qué planes tienes?”

Trabajar en el puerto, como me contaba mi abuelo Germinal, tú no lo conociste, pero era el tío más de puta madre que he conocido nunca, te lo juro. Y luego ahorrar para saltar el charco y allí trabajar duro y hacerme rico, o por lo menos acomodado.”

“Ja, ja, Salvador, eres la hostia, y allí dónde es?”

“Pues no sé, Argentina, Méjico, Venezuela, un país de esos”.

“Bueno la cosa por allá no está como en los tiempos de tu abuelo, pero estoy segura de que lo conseguirás. De todas formas por aquí está todavía peor”.

“Y estudiar no sirve para nada, replicó Salvador”.

A eso Nora calló.

“Nora, ¿me puedo quedar aquí esta noche? Es que he ido a una pensión y el tío me ha echado cuando ha visto en el carnet que era menor de edad.”

“Claro, aquí hay sitio de sobra, tío, aunque en mi cuarto, no, ya sabes el acuerdo al que llegamos….”

“Sí, sí, no hace falta que me lo recuerdes”, contestó Salvador, algo irritado.

“Mira, te voy a enseñar el cuarto, ven.”

Siguieron charlando un buen rato, aquella noche, a la luz de una vela – a Nora le gustaba -. Le contó que tenía un “medio novio”; Salvador prefirió  no inquirir en detalles de eso. 

“¿Y cómo te va en Puerto Santa Fe, en la universidad?”

“Bien, tío, me encanta cambiar de sitio, y esto tiene mar, tiene ambiente de mar, de puerto, es relativamente cosmopolita, y la universidad, pues la verdad es que no es nada del otro mundo, ni yo lo esperaba, así que me conformo. La mayoría de los compañeros son majetes, y la mayoría de los profesores unos jilipoyas creídos que encima saben bien poco, pero yo me lo tomo a cachondeo, hasta les hago un poco la pelota y luego cuando salgo del despacho me harto de reír….soy más práctica que tú, ja ja…y Rubén pues también es majete.”

El medio novio, pensó Salvador. “¡Qué guapa y qué buena gente es esta tía, joder! Y qué manos más blancas y más bonitas tiene, con esos dedos largos y delgados que tan bien sabían acariciar! Mejor que piense en otra cosa.” 

Habían tenido un romance el verano pasado; parecía que hacía mil años. Para Salvador había sido el único de su vida, aparte de algunos escarceos sin importancia antes con niñas tontas del instituto. Le había encantado Nora desde el primer día, y era la primera vez que había hecho el amor de verdad. Habían flipado andando por la orilla de la playa por las tardes cogidos de la mano, a veces hablando de mil cosas, interrumpiéndose, alucinando al ver cómo coincidían en gustos, musicales, literarios, de cine,  en formas de ver la vida;  otras en total silencio, cogiendo conchas y piedrecitas, mirando y oyendo las olas y el cielo, mojándose los pies. Fue un largo verano, de tres meses, en el que se vieron prácticamente a diario. 90 días de felicidad, sólo empañada a ratos, en lo que a Salvador se refiere, por el temor de no dar la talla, ni en la cama, ni intelectualmente. Nora era algo mayor que él y él sabía que había tenido novios antes; Nora estaba ya en la universidad, y era muy lista, leía muchísimo, y en ese terreno Salvador se sentía inseguro. En los momentos más depres llegó a pensar que él era para ella sólo una diversión veraniega, producto del aburrimiento de aquella playa hortera. Pero Nora era tan entusiasta, demostraba tanto lo a gusto que estaba con él, que él olvidaba esos pensamientos, a veces incluso durante días enteros. Además, ella le enseñó cómo hacer el amor sin pornografía. Lo que él había aprendido en sus charlas con los amigos, en las películas de la televisión yen los videos de internet habían hecho que  sus fantasías sexuales hasta entonces hubieran  sido muy fuertes, muy eróticas, y muy pornográficas. Con Nora sin embargo, aprendió, sin hablar de ello, que se podía sentir una atracción brutal por una mujer, y sin embargo  no haber pornografía por medio. Nora había puesto el listón muy alto. A veces pensaba que nadie podría volver a gustarle tanto. Pero eso no le preocupaba gran cosa ahora. Y lo más curioso del caso es que terminaron  por su culpa, porque al final él quería estar solo con sus pensamientos muchas horas, incluso días; en fin que no le echaba cuenta y eso a Nora le dolió. Un día, a finales del verano, le dijo que mejor que lo dejaran, pero que no pasaba nada, que comprendía su necesidad de aislamiento, y que había sido superbonito todo, pero que se iba a su ciudad y que ya no era bueno ni tenía sentido seguir juntos. Amigos. Cuando Nora se fue a vivir a Puerto Santa Fe, ya entrado octubre, le mandó un mail con su dirección.  Y también le dijo que el contacto físico se acababa, porque unía mucho, y luego despegarse costaba. Y él estuvo totalmente de acuerdo.  

HUMILLACION

Ya tarde, exhaustos, se retiraron. Salvador se  quedó dormido en quince segundos, vestido y todo, cuando se despidió de Nora – ella le dio un besito en los labios – y se metió en su cuarto. Cuando se despertó, ella ya se había ido, pero le dejaba las llaves en la encimera de la cocina con una nota: puedes entrar y salir cuando quieras. El piso desprendía sabor a Nora, hasta olor; pero necesitaba andar, moverse; bajó, le entró hambre y se tomó una enorme tostada de manteca colorá con café. Era una hermosa mañana.  Luego se dirigió al puerto, pasando por la plaza de abastos. Karim le saludó, “Adiós paisa”, pero él no se paró. Llegó al muelle y vio a un tío montado en una máquina enorme que descargaba palés. Le gritó, “Hola, sabe dónde hay trabajo?” El tío no le echó ni cuenta. Insistió, “Hola, sabe dónde dan trabajo?” “¿Qué?” “¡Que si sabe dónde dan trabajo!” El tipo se le quedó mirando con la boca abierta unos segundos y luego dijo, “Mira tú, estoy trabajando, vale, déjame en paz que pareces tonto”. Y siguió con la máquina. Salvador apretó los dientes, “hijo de puta”. Le dieron ganas de pegarle una patada en la barriga al cerdo aquel; pero se las tuvo que tragar y se fue con el rabo entre las piernas. Había bares entre las oficinas y los hangares. Entró en uno. Varios obreros tomaban café. Pidió uno él también. Al rato le entró a uno de ellos: “Oiga, ¿sabe donde dan trabajo por aquí?” El tío soltó una carcajada y respondió, “el trabajo no está tan abundante como para darlo, chaval”. Los otros se reían también. Se sintió profundamente estúpido. Cuando se iba, alguien gritó, “pregunta al final de la calle, en la esquina” y los demás soltaron todos una carcajada al unísono. En la calle se sintió miserable, pero por si acaso se fue hacia el final de la calle. La esquina era un bar. Entró a mirar. Cuatro pares de ojos se clavaron en él. Eran todos travestis.  

Salió de prisa y continuó andando, sin rumbo, a grandes zancadas; de pronto vio a alguien sucio, sin afeitar, desgarbado, encorvado, con cara de idiota; pegó un salto cuando descubrió que era él mismo, reflejado en el espejo del escaparate de una tienda de electrodomésticos.   “Soy un imbécil, ¿a quién se le ocurre hacer lo que a mí?” Y con ese pensamiento obsesivo anduvo y anduvo, hasta que se topó con Frente al Mar. Entró; de nuevo los trabajadores, de nuevo el televisor a todo volumen, sólo que esta vez le parecían todos unos cabrones. Todo había perdido el encanto. Aún tenía hambre, sin embargo; estaba devorando lo que le pusieron, sentado solo en una mesa, cuando al mirar descuidadamente al televisor lo vio: “Sin noticias del joven desaparecido en Zutaija. La madre hace un desconsolado llamamiento a su hijo para que vuelva.” Aparecía la Bruja llorando, haciendo un numerito melodramático: “Hijo, te queremos, sabes que siempre serás bien recibido, vuelve, por favor, si aún puedes escuchar mis palabras” y no pudo seguir. El Gordo estaba al lado, callado. “Hasta como actriz es mala”, pensó Salvador. Luego aparecía una foto suya; afortunadamente no se parecía en nada a su aspecto real de ahora. De todas formas tenía que afeitarse y arreglarse un poco, si no iba a tener problemas, no por ser el fugado de la tele, sino simplemente por su mala pinta. Y, curiosamente, le preocupaban más los problemas que le podía acarrear a Nora – la policía se podía presentar en el piso en cualquier momento – que él mismo. Debía irse de ese piso, pero ¿adónde ir?

Desde luego aquel no era su día; pero al menos la noticia de la televisión le hizo salir de la obsesión. Tenía que hacer algo ya.

Al salir se dirigió de prisa al piso, “tengo que llegar antes que ellos”, con la intención de recoger lo poco que había dejado allí y dejarle una nota a Nora en el caso de que no estuviera. Por el camino compró un saco de dormir barato en una tienda de deportes.

Llegó sin ningún problema. El piso estaba intacto, Nora no había vuelto. Le escribió en un trozo de papel de cocina. “Nora, me tengo que ir. Muchas gracias por tu hospitalidad. Un beso, cariño." Se duchó y afeitó, recogió todo y lo metió en la mochila, dejó las llaves en la encimera y salió. 

Fuera todo parecía normal. “Tengo que tranquilizarme y tomar una decisión, se dijo. Dormir, puedo dormir en cualquier parte, el tiempo no es malo. Pero, ¿qué hacer a partir de mañana? Esos cabrones del puerto no me lo están poniendo fácil”.

Aquella noche durmió en la estación de autobuses. Era mejor que hacerlo solo en un parque, donde llamaría más la atención: en la estación había un montón de gente durmiendo, desde indigentes viejos y borrachos con su tetrabrik de vino tinto malo, otros igual pero no tan viejos,  hasta inmigrantes, la mayor parte marroquíes y subsaharianos, e incluso algún turista mochilero demasiado pobre como para pagarse una pensión, o simplemente por el gusto de dormir allí. Pero nadie molestaba a nadie. Y Salvador volvió a dormir de un tirón. 

Amaneció en su tercer día de libertad. Se lavó un poco en los servicios de la estación y se fue a desayunar a un bar. Esperaba no tener demasiada mala pinta. Esta vez iba ya obsesionado con lo que diría la televisión. Efectivamente, volvieron a poner las mismas imágenes del día anterior, pero añadiendo, “la policía investiga activamente el paradero del joven, menor de edad; no se descarta ninguna hipótesis”.

Bueno, si en el puerto no podía encontrar trabajo tendría que ir a otro sitio. Dinero tenía por ahora; y no creía que lo de la televisión fuera un verdadero problema; se había ido y ya está; eso no estaba prohibido, creía; ahora, si no daban con él, mejor, menos preguntas y menos problemas. Pero, ¿dónde ir? No tenía amigos, ni enchufe, y se volvió a acordar de Nora: ella le podría aconsejar, ella era siempre tan cabal, tan rebelde también, pero al mismo tiempo tan centrada, y tan comprensiva. Ahora bien, no debía causarle el más mínimo riesgo apareciendo por el piso. Iría, pues, a la universidad.  

Llegó, andando y preguntando.  Había una cafetería para varias facultades y decidió esperarla allí; no quería preguntar por ella para no crearle problemas. Pidió un café y se sentó; se dio cuenta de que con su pinta desentonaba entre tanta niña pija – las había del tipo progre y del tipo clásico. Para su sorpresa, vio aparecer a Nora al cabo de no más de quince minutos, y además iba sola. Se dirigió a la barra y pidió un desayuno. Salvador se le acercó y le dio unas palmaditas en la espalda; ella se dio la vuelta, sorprendida,  y cuando lo vio casi pegó un brinco, mostrando su más bella sonrisa, de oreja a oreja."Tan amable y cariñosa como siempre", pensó  él. Pero en seguida creyó ver un aire de tensión, o quizás de molestia, en ella. “¿Qué haces tú aquí?”, dijo, riéndose.  

Le contó, brevemente, porque no quería dar pena, sus dificultades en encontrar trabajo en el puerto, la aparición de su nombre en la televisión y su intención de no volver a aparecer por su piso; sólo quería que le asesorara en cuanto a la busca de empleo. “La cosa está muy difícil para eso, Salvador, eso lo sabe todo el mundo, y yo no soy ninguna experta, nunca lo he hecho. De todas formas ahora no tengo tiempo, tengo clase.” “No tiene por qué ser ahora mismo, Nora, cuando tú quieras”. “Bueno, entonces pásate por casa mañana por la tarde y charlamos un rato, que el otro día apenas nos dio tiempo.” ¡Mañana por la tarde! ¿Y qué iba a hacer él mientras tanto?

Entonces apareció un tipo con una coleta y un pendiente bastante hortera, algo mayor que ellos, con unas carpetas bajo el brazo y pinta de chulo (o por lo menos eso le pareció). Le dio un beso a Nora en la boca. Nora se puso   roja como  un tomate. “Hola, Rubén, mira te presento a un amigo, Salvador.” El tipo le dio la mano con cara de asco, sin sonreír siquiera, y no dijo nada. “Este es Rubén, mi profesor de Oceanografía”. Debe ser el medio novio,  que es su profesor, pensó Salvador. “Bueno, Nora, me voy, quedamos en eso. Ciao.” “Ciao, Salvador”, contestó Nora, con una sonrisa forzada. 

De modo que el chulo ese del pendiente era el novio de Nora. Bastante mayor, y encima su profesor. No perdía el tiempo la niña, no. La culpa es mía, ¿qué pinto yo en esta universidad de mierda? ¿Y qué sabe Nora de buscar trabajo?  

Para colmo de males el tiempo había empeorado y estaba empezando a llover. Se decidió a pasar la noche en una pensión, aún a riesgo de que no lo admitieran, o, aún peor, de que llamaran a la policía. Se dirigió al barrio de la plaza y del puerto. Allí estaba Karim, como siempre; le saludó, y Salvador se puso a hablar con él. Se sentía solo y desgraciado. Se puso a diluviar de pronto y le dijo a Karim que lo invitaba a un café en cualquier barucho de los alrededores. Allá fueron.   Le habló de su busca de trabajo. “La cosa está mu mala mu mala”, dijo Karim. “¿Y si voy a la oficina de empleo?, preguntó Salvador. “Eso no vale pa ná, tío, parece mentira que digas eso, colega, eso lo sabe tor mundo”, se reía Karim. “No sé qué decirte, tío, pregunta por ahí, pero te advierto que te van a decir muchas veces que no, y eso jode, suponiendo que al final alguien te diga que sí pa algo. Mira, toma esta bola de hashís y véndela por ahí y luego me das la mitad; ahora no me tienes que dar ná”. “No, Karim, gracias, pero a mí no me gusta eso,  no sirvo para eso”. “Vale, coleguita, lo entiendo. Bueno, ahora me marcho, que me están esperando.”

Hasta Karim se despega de mí, pensó. Se fue a buscar la pensión, esperando lo peor. Pasó por un pequeña placita que tenía un puesto de periódicos; al mirar de reojo vio que todos, absolutamente todos, tenían su foto en la portada, y los titulares eran más o menos el mismo: “Sin noticias del joven desaparecido en Zutaija”. Empezó a alarmarse; aunque la foto no guardaba gran parecido con su pinta de ahora, lo iban a acabar reconociendo. 

No obstante, vio una pensión un poco menos cutre que la otra y se decidió a entrar. Estaba mojado, tiritaba, tenía frío, y estaba muy agobiado. Para su sorpresa, le pidieron el carnet, pero no le pusieron ninguna pega. Le enseñaron el cuarto y le hicieron pagar por adelantado: 35 euros. Se duchó y se metió en la cama. 

Pese a estar cansado, no podía dormir. La imagen de Nora besando en la boca al chulo ese le atormentaba, y no se la podía quitar de la cabeza. Ahora sólo pensaba en que llegara mañana por la tarde para poder verla. Se dio cuenta de que estaba enamorado de ella, y lo peor es que ahora no tenía absolutamente nada que hacer; si por lo menos Nora estuviera sola, pero tiene su parejita, y quién era él para competir con el chulo ese, profesor de la universidad, con dinerito, trabajo, mundo, y seguridad en sí mismo. No sabía ni la hora que era, pero el hambre le hizo levantarse y salir a comer algo. Todos los restaurantes estaban cerrados, eran las cinco y pico de la tarde y se tuvo que comprar un bocadillo de chope en una tienducha que vendía comida barata a inmigrantes y alumnos de por la tarde de un instituto cercano. No sabiendo qué hacer, entró en un bar, pidió una caña, y al rato le preguntó al camarero si sabía del algún sitio, un bar o algo, donde le pudieran dar trabajo. El hombre sonrió con compasión: “Qué va, chaval, la cosa está fatal. Lo siento. No conozco ningún sitio”. Pagó y salió. No quería volver tan pronto a la pensión, pues sabía que ahí se iba a comer el coco más todavía. ¿Había hecho bien en largarse? ¿No hubiera sido mejor esperar un poco, por lo menos acabar el curso? ¿Pero eso, en qué cambiaría las cosas?

Acabó topándose con el mercado y con Karim. “Hola paisa”, sonreía Karim, aunque con menos entusiasmo que las otras veces. Había otro moro con él, que se presentó como Abdula. Hablando, salió a relucir que acababa de llegar de Burux, donde había estado trabajando en la aceituna. A las preguntas de Salvador, le dijo que se cobraba muy poco, 30 euros al día por un montón de horas, desde luego más de 8, y luego tenían que dormir en un barracón para todos. "Y ni se te ocurra ponerte malo. Además la temporada ya había terminado. Pero te puedes ir al norte. Ahora empieza allí lo de la pera y la manzana, y eso está un poco mejor, sólo un poco, eh!, jaja. Yo me vuelvo a Nador. No merece la pena esto, para que encima te traten como a una mierda.” 

Cuando se fueron, Salvador, de vuelta a la pensión, comprendió que se había ido de Zutaija con un montón de pajaritos en la cabeza. Estaba seguro de que la culpa no la tenía el abuelo, era sólo que los tiempos habían cambiado.  Si había estado agobiado allí en Zutaija, ahora no lo estaba menos aquí. Llegó a la pensión. El día estaba frío y lluvioso, no funcionaba la calefacción, y el aire frío se colaba por las rendijas de la ventana. Sólo se oía el viento y un reloj de pared que, fuera en el pasillo, daba las horas y las medias horas. Se echó encima todas las mantas que encontró en el ropero empotrado y se quedó allí encogido; para colmo le dolía el estómago. Se quedó dormido pensando dulce y tristemente en Nora. 

A la mañana siguiente el tiempo había mejorado algo, se duchó y se afeitó y salió corriendo a matar el hambre. En la puerta de la pensión, enfrente, había una furgoneta de la policía nacional aparcada. Se quitó de en medio a prisa tratando de aparentar normalidad. ¿Estarían ahí por casualidad, o buscándolo a  él? No volvería en todo el día, por si acaso, y cuando volviera, antes de entrar se cercioraría de que no había más policía. Aún así, se agobió, no lo pudo evitar. Anduvo hasta lejos y entró en un bar a desayunar. Creía notar que todos, el camarero, los clientes, le observaban. Desayunó y se lanzó a la calle. No tenía nada que hacer hasta la cita con Nora por la tarde. Bueno, pues le echaría cara al asunto y preguntaría por un trabajo. Vio un supermercado, entró, preguntó por el encargado, le preguntaron que qué quería, contestó que era una cuestión de trabajo, y de mala gana le hicieron pasar a un despacho. Un tío encorbatado le recibió correcta pero fríamente. “¿Qué se le ofrece?” “Busco trabajo” “¿Tiene usted experiencia?” “No, la verdad es que no, pero puedo hacer cualquier cosa”. “Está bien, déjele su curriculum  a la empleada, pero ya le aviso que no está en nuestro planes contratar a nuevo personal, más bien al contrario. Ya le llamaríamos.” Se levantó, dando por terminada la conversación y acompañó a Salvador a la puerta, le dio la mano y las gracias por el interés. No había nada que hacer, pensó Salvador.  
   
Vagando  por la ciudad se encontró en un barrio más moderno que parecía de un nivel económico más alto. Vio una ferretería grande. Entró. Tras el saludo, y un poco demasiado bruscamente, preguntó, “mire estoy buscando trabajo, puedo hacer cualquier cosa, incluso recados.” Se puso colorado al notar lo mucho que se rebajaba. “No, gracias, le contestó una chica amablemente, sonriendo, pero no nos hace falta personal en este momento.” “Ya. Gracias, eh”. Salió hecho un guiñapo de la tienda. 
 
Mató el tiempo de aquí para allá hasta que llegara la hora de visitar a Nora. Esperó cinco minutos más de las 6 para que no pareciera que estaba demasiado ansioso; pero en la esquina de la calle, es verdad que algo apartada de la puerta del bloque de Nora ¡había también una furgoneta de la policía nacional! Estuvo a punto de darse media vuelta e irse, porque por nada del mundo le quería crear problemas a Nora; pero no pudo: las ganas de verla eran aún más fuertes. Entonces se acercó a la puerta, entrando en la calle por la otra esquina, sin mirar a la policía, yendo incluso demasiado despacio para aparentar normalidad, y llamó al porterillo electrónico. Nora tardó un poco en contestar, no mucho, pero a él se le hizo eterno. “Sube, Salvador, te estaba esperando.” Ella, siempre, siempre, era cariñosa. 

AMOR

No le quiso decir nada de lo de la policía para no alarmarla. Ella le dio un beso nada más entrar y, toda calidez, le dijo que pasara y se sentara y le puso una caña por delante. “Estás pálido, Salvador, ¿tienes frío?, pero si estás casi temblando, voy a poner la calefacción en seguida.” Y se sentó en el sofá junto a él. 

Le sonreía. “Dime qué te pasa, venga, que te veo agobiado”. “Nada, Nora, si tú ya lo sabes, que me fui de Zutaija porque no aguantaba aquello, pero resulta que no hay trabajo ni nada y sí, la verdad, me estoy agobiando un poco.” No mencionó ni a la policía ni al noviete.

“Mira Salvador” – le hubiera dicho Salva, pero sabía que a él no le gustaba ese diminutivo para nada – “te entiendo perfectamente. Pero es que has actuado por un impulso, hombre, y las cosas hay que pensarlas y planificarlas mejor”.

“Pero si llevaba meses dándole vueltas en la cabeza al tema, Nora.”

“Ya, ya lo sé. Pero te voy a decir una cosa, aún a riesgo de que me mandes a la mierda.”

“Yo a ti no te mandaría a la mierda nunca, vamos aunque me escupieras en la cara, Nora”.

Entonces Nora le sonrió y le cogió la mano. “¿Sabes? Creo que debes, por ahora, volver” – y le acariciaba la mano. “Sé lo de la televisión, he visto lo de la policía. Pero si vuelves por iniciativa propia, quedas mejor; entonces aguantas un poco, acabas el curso, y les dices a tus padres que quieres estudiar cualquier cosa en Puerto Santa Fé. Ellos se lo pueden permitir. Ahora, les tienes que seguir un poco el rollo, hacerles un poquillo la pelota.”

“No sé si voy a poder hacer eso, Nora.”

“Claro que sí puedes, tío, y cuando vengas aquí por lo legal, vamos, pues nos vemos, y te presentaré a unos amigos, y tendrás tiempo de buscar trabajo tranquilamente. Puedo hablar con mi padre, a lo mejor….no sé, pero una de sus empresas tiene una sucursal aquí.”

Ahora fue Salvador el que le apretó la mano a ella. Y se la acarició.

“Es muy fuerte eso de volver con El Gordo y La Bruja.”

“No los llames así más, hombre, son tus padres, ellos también tendrán sus problemas, la vida los habrá vapuleado, qué sé yo, nadie es perfecto, estoy segura de que lo han pasado mal, y desde luego de que lo están pasando fatal ahora.”

“Y pensar en lo cojonudo que era el abuelo Germinal. Tenía una dignidad y unos cojones que no veas. Estuvo en la guerra en Barcelona, ¿sabes? Siendo un chaval, como yo ahora, supongo, y luego se tuvo que volver porque allí lo tenían fichado, pero con todo y con eso montó su taller en Zutaija y era el mejor mecánico de la comarca, y hasta los fachas le traían el coche, aún sabiendo que era anarquista – nunca se lo calló -. Y pensar que le salió una hija como….mi madre.”

“Salvador, a tu madre, y a tu padre, les tocó vivir unos tiempos de comedura de coco que no veas. Son el fruto de su época, ¿no te das cuenta? Pero dejando eso, tienes que volverte, y el curso que viene, dentro de unos meses vamos, podrás casi seguro estar aquí, y nos veremos, ya verás lo bien que vas a estar.”

En ese momento Salvador la miró, y la vio tan guapa, que ya no se pudo aguantar. Torpemente, con inseguridad, pero con decisión  a la vez, le cogió la cara con las dos manos y la atrajo hacia la suya y la besó arriba de los labios. Y, sorprendido al ver que ella no se apartaba, la abrazó y la atrajo hacia él. Ella apoyó la cabeza en su hombro y se quedaron callados. Había puesto una música de guitarra clásica muy bajita, de Andrés Segovia; era lo único que se oía, como a lo lejos. La abrazaba y le acariciaba el brazo derecho. Ya estaban como acurrucados, la pierna de ella tocaba la de él.
Así estuvieron un buen rato. 

“No debería estar aquí así”, dijo sin embargo ella de pronto. 

“Ya. Entiendo lo que dices. Es por el chico ese, ¿no?”

“Claro.”

“Mira Nora. Yo te quiero a ti.” Y la besó en la boca por un segundo. Y luego por otro segundo. 

Y Nora dejó su cuidado entre las azucenas olvidado. 

LA VUELTA

Pasaron la noche juntos, desnudos y abrazados. Cuando Salvador despertó, Nora ya no estaba, pero había dejado una pequeña notita en el espejo del cuarto de baño: “¡Adelante, ánimo. Todo saldrá bien!” Una sensación de felicidad lo envolvía como un líquido amniótico. Se sentía con fuerzas para cualquier cosa. Bajó, desayunó opíparamente, y decidió no volver a la pensión. Lo que tenía allí no valía nada y sin embargo se arriesgaba a encontrarse con el furgón. No lo iban a detener, no era ilegal lo que había hecho, eso Nora se lo había confirmado – ella se había encargado de preguntar -- pero sí le podían agobiar con un montón de preguntas, llevarlo a la comisaría, etc.

Decidió irse directamente a la estación de autobuses. En el camino prepararía la trola que iba a contar. Si todo salía según lo previsto, llegaría a Zutaija al mediodía y se iría directamente a su casa, donde seguramente estaría su madre. Se impuso a sí mismo llamarla Aurora, que era su verdadero nombre, en sus pensamientos. La trola se la inventó en cinco minutos: se había ido a la Sierra a hacer senderismo o escalada y se había perdido; había dormido en el saco y en zahúrdas que había encontrado. Y si alguien decía lo contrario, y afirmaba haberlo visto en la ciudad, pues estaba equivocado o mentía.

De todas formas, a medida que el autobús se acercaba a Zutaija, una sombra de duda,  le pasó por la mente, fugaz. ¿Cambiaría Nora de opinión? ¿La convencería el del pendiente de algo, de volver con él, por ejemplo? Casi arcadas le entraron de sólo pensarlo. No habían hablado de ello. Ni siquiera sabía qué tipo de relación tenía Nora con él exactamente. ¿Lo dejaría de inmediato, tardaría algún tiempo en dejarlo, o no lo dejaría en absoluto? La actitud de Nora, su entrega, no deberían dejar lugar a dudas, pero nunca se sabe, al fin y al cabo tenía un novio.

Pero, imbuido de energía como estaba, decidió que merecía la pena llevar a cabo el plan urdido, y, sobretodo, la que merecía la pena era Nora. Tenía claro que iba a intentar por todos los medios estar con ella. Tenía, creía él, muchas  posibilidades de ganar. Se puede perder, pero hay que intentarlo, ¿no? Y con el apoyo de ella, era capaz de todo.






  




martes, 23 de diciembre de 2014

Una Breve Amistad.








UNA BREVE AMISTAD


Esta es  una de las historias que me contó mi amigo Salvador sentados junto al fuego de la chimenea de su pequeño refugio de la Sierra. Era una pequeña casa de monte, que él había rehabilitado sólo a medias, lo cual te hacía sentirte como un maqui de hace 50 años. Dos o tres sillas de enea, una vieja mesa de madera, y un aparador constituían todo el mobiliario de la habitación; en los dos dormitorios no había mucho más. De noche, en invierno, sólo se oía el crepitar del fuego, el sonido del viento en los pinos, la lluvia, a veces el cárabo.


A menudo lo acompañaba; si su  mujer prefería quedarse en Sevilla para ir al Corte Inglés, él, a veces, se iba solo, y entonces me invitaba. Dábamos una buena caminata por esos senderos tan verdes, cruzados por arroyos, donde abundan los castaños y los alcornoques, los madroños y los durillos, y, junto a los riachuelos, los chopos y los alisos. Luego, tras la cena, nos sentábamos a charlar con un whisky en la mano. En esas ocasiones hasta me permitía fumar. 

 
Le importaba mucho esta historia porque decía que situaciones como ésta habían marcado mucho su carácter.


Cuando Salvador era adolescente, su familia solía ir a veranear a un pueblo de la costa, donde pasaban todo el verano mientras el padre se quedaba de Rodríguez trabajando en la ciudad. Cada año alquilaban una casa. El lugar todavía conservaba su carácter de pueblo pesquero, de casas encaladas, con un pequeño puerto donde los pescadores se sentaban a remendar sus redes, hablando una jerga que, según Salvador, no entendía nadie. 



Aquel verano la casa que habían alquilado daba al mar; tenía una azotea enorme, adonde se subía por una escalera empinada; justo antes de entrar en la azotea había una pequeña alcoba, un antiguo trastero, que Salvador, siempre tan peculiar, se apropió y convirtió en su dormitorio. Allí pasaba muchas horas solo, leyendo, saliendo a la azotea de vez en cuando a mirar el mar,  mientras que el resto de la familia pasaba la vida abajo. 


Y fue así que, no recordaba cómo - tendría unos 15  años - conoció a un chico de Madrid que también veraneó aquel año en ese pueblo. Vivía solo con su madre, viuda de un militar. Al principio se encontraban por la mañana en la playa, donde ya había mucha gente – aunque sin llegar ni de lejos a las aglomeraciones de ahora. Entonces se iban dando un paseo por la orilla hasta un hotel para extranjeros, una antigua almadraba,  que había a varios kilómetros. A Salvador siempre le había gustado leer, pero no había encontrado nunca a nadie que compartiera esa afición, y a este chico era el primero, toda una aguja en un pajar.  Me parece recordar que me dijo que se llamaba Rodrigo. Poco después descubrieron que al otro lado del pueblo había otra playa, donde no iba nadie porque en una punta de ella había un caño que tiraba al mar toda el agua sucia del pueblo. Pero en una zona apartada del caño, un hombre había montado un chiringuito de cañas, lo más rústico del mundo, con un techo de paja que te resguardaba del sol, y allí empezaron a citarse Salvador y Rodrigo. El hombre sólo vendía un producto: Coca-cola, que enfriaba en un cubo de lata lleno de “nieve”. De tapa te ponía unas aceitunas gratis. Es posible que el hombre tuviera alguna botella de aguardiente oculta bajo la barra, pero Salvador nunca la vio.  Normalmente Rodrigo y él eran los únicos clientes. Era bonito estar allí, solos, frente al mar, en las mañanas de verano, charlando.  Rodrigo le hablaba a Salvador de Chateaubriand, un escritor francés que tenía una finca donde se refugió, y que le había puesto nombre a todas y cada una de las encinas que había en ella, sus únicas compañeras de paseo y de retiro. Estas cosas fascinaban a Salvador. Estaban un rato en el chiringuito y luego se iban a comer cada uno a su casa y era raro que se vieran por la tarde. 


Poco tiempo hacía que se habían conocido cuando un sábado por la tarde  llegó el padre de Salvador desde la ciudad. El domingo Salvador había invitado a Rodrigo a que viera su azotea, desde donde se veía el mar justo delante, y, sobre todo los fines de semana, se oía el clamor de la gente  abajo. El sol del sur abrasaba, sólo moderado por la brisa marina. Hay que decir que el padre de Salvador era bastante estricto; cuando vio a Rodrigo bajar de la azotea ni lo saludó; lo miró serio, frunciendo el ceño, y se fue a otro cuarto. Esa noche, en la cena, y sin importarle que estuvieran sus dos hermanas y su madre presentes, le dijo: “No me hace ninguna gracia que te juntes con maricones. ¡Vaya pinta la del tipo ese que has traído a casa hoy! Que sea la última vez que veo a ese tío por aquí, o que me entero de que te ves con él.” Salvador, indignado una vez más por los comentarios del padre,  sabía sin embargo que era inútil rechistar, y ni lo intentó. La madre, tensa, le dijo con la mirada  de todas formas que ni se le ocurriese abrir la boca. El resto de la cena transcurrió en silencio, y todos en cuanto acababan salían disparados hacia sus cuartos. 


Mientras daba sorbitos a su whisky, Salvador, ya algo achispado, seguía hablándome sin parar y se iba alterando al recordar aquellos hechos de su adolescencia. “Me fui a mi alcoba de la azotea con una mezcla de tristeza, cabreo e indignación. ¿Qué había hecho yo para merecer aquello? Menos mal que al día siguiente era lunes y mi padre tenía que volver al trabajo en la ciudad.”


“Mi carácter ya se había hecho rebelde, o quizás es que nací así”, me contaba cada vez más locuaz, “pero al día siguiente me levanté decidido a quedar con Rodrigo lo antes posible, aunque solo fuera por desobedecer”.


Siguió viéndolo, claro; total el padre, desde la ciudad, poco podía controlar. Pero un pensamiento se fue forjando lenta, insidiosamente, en su interior: “¿Y si Rodrigo verdaderamente fuera maricón? ¿Y si todas estas conversaciones literarias fueran sólo un pretexto para luego meterme mano y tener sexo conmigo?” Y fue así como, en una lucha interior entre su rebeldía y su duda, se fue despegando poco a poco, inconscientemente, de Rodrigo. Ya no escuchaba   sus historias con tanta fascinación: una sombra de sucia duda lo empañaba todo. Incluso cuando Rodrigo le quiso dar su dirección de Madrid para que le escribiera o fuera a visitarle, pues el verano ya  llegaba a su fin,  la anotó pero perdió el papel  en seguida. 


Pronto  llegó septiembre, los veraneantes empezaron a marcharse, el mar pasó de tener un color azul intenso a un verde oscuro, estaba casi siempre picado, con oleaje y espuma, los días amanecían nublados y soplaba el viento de poniente.  El verano se acababa y el pueblo se quedaba como vacío. No tuvo oportunidad de despedirse de Rodrigo, pues este desapareció tan sigiloso como había aparecido.


Al año siguiente Rodrigo y su madre no aparecieron por el pueblo. Salvador no volvió a saber de él.


“¿Tú crees, Luis, que con estas historias a mis espaldas yo puedo ser normal? Vamos a retirarnos, anda, que ya estoy medio borracho y mañana tenemos que andarnos ese sendero. Y no podemos volver tarde que si no Lola se enfada.”


Y mientras me dirigía a mi cuarto subiendo las escaleras de madera de aquella casa silenciosa, aislada en medio del bosque, pensaba en Salvador y en cómo siempre, de una forma u otra, dependía de los pensamientos de algún otro.