MI EXILIO INTERIOR

martes, 23 de diciembre de 2014

Una Breve Amistad.








UNA BREVE AMISTAD


Esta es  una de las historias que me contó mi amigo Salvador sentados junto al fuego de la chimenea de su pequeño refugio de la Sierra. Era una pequeña casa de monte, que él había rehabilitado sólo a medias, lo cual te hacía sentirte como un maqui de hace 50 años. Dos o tres sillas de enea, una vieja mesa de madera, y un aparador constituían todo el mobiliario de la habitación; en los dos dormitorios no había mucho más. De noche, en invierno, sólo se oía el crepitar del fuego, el sonido del viento en los pinos, la lluvia, a veces el cárabo.


A menudo lo acompañaba; si su  mujer prefería quedarse en Sevilla para ir al Corte Inglés, él, a veces, se iba solo, y entonces me invitaba. Dábamos una buena caminata por esos senderos tan verdes, cruzados por arroyos, donde abundan los castaños y los alcornoques, los madroños y los durillos, y, junto a los riachuelos, los chopos y los alisos. Luego, tras la cena, nos sentábamos a charlar con un whisky en la mano. En esas ocasiones hasta me permitía fumar. 

 
Le importaba mucho esta historia porque decía que situaciones como ésta habían marcado mucho su carácter.


Cuando Salvador era adolescente, su familia solía ir a veranear a un pueblo de la costa, donde pasaban todo el verano mientras el padre se quedaba de Rodríguez trabajando en la ciudad. Cada año alquilaban una casa. El lugar todavía conservaba su carácter de pueblo pesquero, de casas encaladas, con un pequeño puerto donde los pescadores se sentaban a remendar sus redes, hablando una jerga que, según Salvador, no entendía nadie. 



Aquel verano la casa que habían alquilado daba al mar; tenía una azotea enorme, adonde se subía por una escalera empinada; justo antes de entrar en la azotea había una pequeña alcoba, un antiguo trastero, que Salvador, siempre tan peculiar, se apropió y convirtió en su dormitorio. Allí pasaba muchas horas solo, leyendo, saliendo a la azotea de vez en cuando a mirar el mar,  mientras que el resto de la familia pasaba la vida abajo. 


Y fue así que, no recordaba cómo - tendría unos 15  años - conoció a un chico de Madrid que también veraneó aquel año en ese pueblo. Vivía solo con su madre, viuda de un militar. Al principio se encontraban por la mañana en la playa, donde ya había mucha gente – aunque sin llegar ni de lejos a las aglomeraciones de ahora. Entonces se iban dando un paseo por la orilla hasta un hotel para extranjeros, una antigua almadraba,  que había a varios kilómetros. A Salvador siempre le había gustado leer, pero no había encontrado nunca a nadie que compartiera esa afición, y a este chico era el primero, toda una aguja en un pajar.  Me parece recordar que me dijo que se llamaba Rodrigo. Poco después descubrieron que al otro lado del pueblo había otra playa, donde no iba nadie porque en una punta de ella había un caño que tiraba al mar toda el agua sucia del pueblo. Pero en una zona apartada del caño, un hombre había montado un chiringuito de cañas, lo más rústico del mundo, con un techo de paja que te resguardaba del sol, y allí empezaron a citarse Salvador y Rodrigo. El hombre sólo vendía un producto: Coca-cola, que enfriaba en un cubo de lata lleno de “nieve”. De tapa te ponía unas aceitunas gratis. Es posible que el hombre tuviera alguna botella de aguardiente oculta bajo la barra, pero Salvador nunca la vio.  Normalmente Rodrigo y él eran los únicos clientes. Era bonito estar allí, solos, frente al mar, en las mañanas de verano, charlando.  Rodrigo le hablaba a Salvador de Chateaubriand, un escritor francés que tenía una finca donde se refugió, y que le había puesto nombre a todas y cada una de las encinas que había en ella, sus únicas compañeras de paseo y de retiro. Estas cosas fascinaban a Salvador. Estaban un rato en el chiringuito y luego se iban a comer cada uno a su casa y era raro que se vieran por la tarde. 


Poco tiempo hacía que se habían conocido cuando un sábado por la tarde  llegó el padre de Salvador desde la ciudad. El domingo Salvador había invitado a Rodrigo a que viera su azotea, desde donde se veía el mar justo delante, y, sobre todo los fines de semana, se oía el clamor de la gente  abajo. El sol del sur abrasaba, sólo moderado por la brisa marina. Hay que decir que el padre de Salvador era bastante estricto; cuando vio a Rodrigo bajar de la azotea ni lo saludó; lo miró serio, frunciendo el ceño, y se fue a otro cuarto. Esa noche, en la cena, y sin importarle que estuvieran sus dos hermanas y su madre presentes, le dijo: “No me hace ninguna gracia que te juntes con maricones. ¡Vaya pinta la del tipo ese que has traído a casa hoy! Que sea la última vez que veo a ese tío por aquí, o que me entero de que te ves con él.” Salvador, indignado una vez más por los comentarios del padre,  sabía sin embargo que era inútil rechistar, y ni lo intentó. La madre, tensa, le dijo con la mirada  de todas formas que ni se le ocurriese abrir la boca. El resto de la cena transcurrió en silencio, y todos en cuanto acababan salían disparados hacia sus cuartos. 


Mientras daba sorbitos a su whisky, Salvador, ya algo achispado, seguía hablándome sin parar y se iba alterando al recordar aquellos hechos de su adolescencia. “Me fui a mi alcoba de la azotea con una mezcla de tristeza, cabreo e indignación. ¿Qué había hecho yo para merecer aquello? Menos mal que al día siguiente era lunes y mi padre tenía que volver al trabajo en la ciudad.”


“Mi carácter ya se había hecho rebelde, o quizás es que nací así”, me contaba cada vez más locuaz, “pero al día siguiente me levanté decidido a quedar con Rodrigo lo antes posible, aunque solo fuera por desobedecer”.


Siguió viéndolo, claro; total el padre, desde la ciudad, poco podía controlar. Pero un pensamiento se fue forjando lenta, insidiosamente, en su interior: “¿Y si Rodrigo verdaderamente fuera maricón? ¿Y si todas estas conversaciones literarias fueran sólo un pretexto para luego meterme mano y tener sexo conmigo?” Y fue así como, en una lucha interior entre su rebeldía y su duda, se fue despegando poco a poco, inconscientemente, de Rodrigo. Ya no escuchaba   sus historias con tanta fascinación: una sombra de sucia duda lo empañaba todo. Incluso cuando Rodrigo le quiso dar su dirección de Madrid para que le escribiera o fuera a visitarle, pues el verano ya  llegaba a su fin,  la anotó pero perdió el papel  en seguida. 


Pronto  llegó septiembre, los veraneantes empezaron a marcharse, el mar pasó de tener un color azul intenso a un verde oscuro, estaba casi siempre picado, con oleaje y espuma, los días amanecían nublados y soplaba el viento de poniente.  El verano se acababa y el pueblo se quedaba como vacío. No tuvo oportunidad de despedirse de Rodrigo, pues este desapareció tan sigiloso como había aparecido.


Al año siguiente Rodrigo y su madre no aparecieron por el pueblo. Salvador no volvió a saber de él.


“¿Tú crees, Luis, que con estas historias a mis espaldas yo puedo ser normal? Vamos a retirarnos, anda, que ya estoy medio borracho y mañana tenemos que andarnos ese sendero. Y no podemos volver tarde que si no Lola se enfada.”


Y mientras me dirigía a mi cuarto subiendo las escaleras de madera de aquella casa silenciosa, aislada en medio del bosque, pensaba en Salvador y en cómo siempre, de una forma u otra, dependía de los pensamientos de algún otro.


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