MI EXILIO INTERIOR

martes, 9 de febrero de 2016

Cuernos.

CUERNOS

La noche del día en que Paula se enteró de que Juan Carlos le había puesto los cuernos con una alumna – era profesor del Taller de Teatro de la Junta – se armó la marimorena.

--¡Hijo de puta! ¡Cerdo machista! ¡Cabrón!--  Y se oían platos y vasos estrellarse contra la pared, incluso objetos metálicos. Dos ingleses que pasaban unos días en el segundo piso, dando por perdida la noche, se apuntaron al linchamiento, y gritaban en su bárbaro dialecto:

--Bastard! Son of a bitch!  Fuck him off! Come on, go ahead, kill him once and for all!

La batalla duró horas - toda la noche. A Juan Carlos ni se le oyó rechistar.

Inocencio vivía solo en el ático, desde donde también se oía todo. Tampoco podía dormir, y en su insomnio empezó a atar cabos. Llevaba dos años viviendo alquilado en ese cuchitril con techo de uralita – un antiguo lavadero, eso sí, con una azotea inmensa – y siempre que se había cruzado con Paula por las escaleras el saludo había consistido apenas en un seco “hola”; sin embargo, desde hacía unas semanas, ella se paraba en el rellano y le daba conversación; incluso un día en que Inocencio se había comprado una chaqueta nueva le dijo que estaba muy guapo. Además, desde la ventana que daba al patio de luces interior de pronto empezó a verla  pasar en pelotas, y estaba buena, ya lo creo que lo estaba, con dos pechos duros y empinados. Y no cerraba la ventana del baño cuando se duchaba o hacía sus necesidades, con lo que Inocencio, que era un poco voyeur, lo veía todo.

Ahora empezaba a comprender.

Al día siguiente estaba hecho polvo de cansancio cuando se levantó temprano para ir a trabajar a la oficina. En el pequeño zaguán vio las maletas de Juan Carlos.

La cosa llegó al no va más cuando la tarde siguiente, ya algo repuesto tras una larga siesta, llamaron a la puerta. Era Paula, y le dijo que por favor bajara a ayudarla a no sé qué. A Inocencio le gustaban los libros y en la casa de Paula ¿y Juan Carlos? había bastantes. Se paró un momento a ver los estantes, y cuando estaba mirando  la balda de abajo, Paula se acercó y se agachó, con las piernas abiertas, dejando ver sus partes sin bragas.

--Estos son los libros de viajes. Algunos muy buenos-- y sonreía pícaramente.
Cuando hubo terminado e Inocencio, que era muy tímido, iba a subir,  Paula le dijo:

--Muchas gracias por tu ayuda. ¿Me invitas a una copita arriba?

“Esto ya no puede ser más descarado. A esta me la tengo que tirar”, se dijo, aunque estaba más acobardado que otra cosa.

Una vez arriba, sentados en el sofá que ocupaba la mayor parte del escaso salón, tomando un gin-tonic, y en vista de que el chaval era algo apocado, Paula se le echó encima y le besó en la boca largo rato.  Entonces se fueron a la cama, que estaba justo al lado, y Paula se desnudó entera y se fue directamente a ….hacerle una felación furiosa.

Y se acostumbró a plantarse en casa de Inocencio todas las tardes.

Una tarde Inocencio tenía visita. Era un amigo alemán que había conocido en un viaje a Marruecos y que, de vuelta, iba a pasar una noche en su casa – en el sofá. Apareció Paula  cuando Inocencio le estaba contando a Claudio su aventurilla, justo en el momento en que le decía, en su mal inglés:

--I can´t support two women!

Quería decir que no podía aguantar a dos mujeres a la vez –tenía una novieta – pero claro Claudio entendió lo que la frase realmente significa: “No puedo mantener a dos mujeres”. Y se meaba de risa para sus adentros pensando lo machistas que eran los españoles.

Paula, ni corta ni perezosa, se sentó con ellos y se pusieron a charlar. Pero el colmo fue cuando llamaron otra vez a la puerta.

--¡Esto es la hostia! – gritó Inocencio --. ¡Aquí o no viene nadie o viene un regimiento! 

Y abrió. Y era Juan Carlos. Y se acojonó. “Este me va a dar un navajazo”.

Pero qué va, el otro, tímidamente, le dijo que si podía hablar un momento, sólo un momento, con él. A todo esto, Paula se había escondido en el cuarto de baño – que mediría 3 metros cuadrados -. Pero ellos no se habían percatado y salieron a la azotea.

--Por favor, Inocencio, no lo hagas más. Estoy hecho polvo, destrozado. No puedo soportar que te folles a Paula todos los días. Te lo suplico.

--Te comprendo, Juan Carlos, te comprendo de verdad – respondió, aliviado Inocencio– pero creo que con quien tienes que hablar es con ella, y arreglaros, si aún os queréis y si no….pues joderte.

Entonces salió Paula y se fue para abajo sin decir nada. Quizá ya era demasiado, quizá simplemente es que estaba allí Claudio y de todas formas no iban a poder hacer nada. Claudio callaba. No entendía español, pero no hacía falta.

Pero Paula siguió yendo, y pasaba allí muchas noches. Una que se quedaron sin tabaco se fueron a comprarlo al único sitio que había abierto: el puesto de la Chester. La Chester era una transexual vieja que tenía una cestita llena de tabaco de contrabando y lo vendía en la calle. En el puesto de la Chester había cola a las dos de la mañana.  Y en la cola, dos o tres sitios detrás estaba Juan Carlos, con cara de cordero degollado, pero sin quitarle los ojos de encima a Inocencio.

Se fueron y se volvieron a acostar. Pero Inocencio al poco oyó la puerta del piso de Paula abrirse, y comprendió  que Juan Carlos ya dormía otra vez en su casa, aunque quizás fuera en camas separadas.

Llegó el verano y todos se largaron de vacaciones. Inocencio se medio olvidó del tema. En otoño parecía que las cosas habían vuelto a su cauce: incluso le invitaron (los dos) un día a bajar y tomarse algo. Había otro amigo de la pareja, también actor, y los cuatro hablaban como si nada, mientras veían la televisión y tomaban un café o un té.  Cosas de progres. Ahora era Inocencio el que se sentía mal porque los otros dos hacían ostentación su condición de actores, mientras que él era un simple administrativo de banca. Cuando hablaban de lo mucho que les apasionaba su trabajo, decían:

--Como a ti Marruecos— Pero Marruecos era solo un hobby, no se podía comparar,  ellos lo sabían, y Juan Carlos esbozaba una ligera y cínica sonrisa.
Entonces llamaron a la puerta. Paula fue a abrir. Cuando volvió, le dijo a Inocencio:

--Preguntan por ti.

--¿Por mí? ¿Aquí?

Salió a la puerta y vio a María José, su novieta – que con el verano se había convertido en su novia, a pesar de que ella le daba pares y nones – blanca y lívida como el mármol.

--Te he oído al subir las escaleras. En esta casa se oye todo.

--¡Ya lo creo! – fue lo único que se le ocurrió decir a Inocencio.

--¿Subimos? Me gustaría hablar contigo.

Hubo bronca, aunque no tan escandalosa. Al fin y al cabo María José no era ninguna santa, y no precisamente porque le pusiera los cuernos a Inocencio, sino por sus altibajos emocionales, que tenían amargado al pobre chaval.

Todo el mundo parecía reconciliado y aquí paz y después gloria.
  
Pero Inocencio se mudó a un piso mejor, cerca, y cuál no sería su sorpresa cuando un día llamaron y era Paula. Otra vez quería rollo; por lo visto el castigo infringido a Juan Carlos no había sido suficiente para compensar su furia.  Lo malo es que Inocencio esperaba a María José aquella tarde. Estaba en ello con Paula, aunque con problemas de erección por los nervios – bueno, y porque  de quien estaba enamorado era de María José -  cuando sonó el timbre de abajo. Decidió no abrir, hacer como si no estuviera. Pero el timbre sonaba y sonaba, y siguió así durante por lo menos una hora. No consiguió hacerlo con Paula.

Después de esta vez Paula ya no volvió. ¿Había visto poco interés en Inocencio? ¿Le defraudó su impotencia? ¿Pensó que ya había castigado bastante a Juan Carlos y lo había perdonado por fin? Lo único cierto es que cuando al cabo de unas semanas se topó con ella por la calle, se hizo la loca.
Y su noviazgo con María José duró sólo unos meses más; los altibajos emocionales de ella eran  cada vez peores, y lo acabó dejando (ella a él). No se molestó en dar explicaciones, o si las dio se notaba claramente que eran excusas.

E Inocencio se quedó solo. Con su inocencia.