MI EXILIO INTERIOR

domingo, 17 de enero de 2016

Beatus Ille.

BEATUS ILLE

El cadáver apareció junto al carril, en la curva que había antes de entrar en la finca. La curva estaba en un alto, y a él siempre le gustaba, cuando conducía camino de su casa, mirar su pequeña casa de piedra y el techo de teja vieja allá abajo.
Frenó en seco. ¿Podía ser cierto lo que veía? Entre las altas jaras y las encinas, no había duda, había un cuerpo tumbado boca abajo. Se acercó; el cráneo hecho trizas de una pedrada había dejado derramar sangre y sesos sobre la arcilla rojiza. Le dio la vuelta y, aunque sólo quedaba la mitad de la cara,  reconoció con horror a Milú, “el Chispas”, el que no había querido, a pesar de ser electricista, ir allí para ayudarle con  las placas solares – y eso que estaba en paro.
Ese carril sólo conducía a su casa; aparte de él mismo, apenas si algún cazador o senderista despistado lo usaba  muy de tarde en tarde. Le echarían la culpa; o al menos la policía le molestaría con infinidad de  interrogatorios, citaciones, etcétera. No sintió, por lo demás, compasión alguna: tenía motivos para detestar a Milú. Y lo peor es que eso lo sabía mucha gente.
Bueno, cogió el móvil y llamó a la Guardia Civil. El los esperaría allí. Se entretuvo mirando los alcornoques, los brezos blancos, los madroños. Hubo interrogatorios, allí mismo, al cabo de media hora. Luego se lo llevaron al cuartel y se levantó el cadáver. Esa noche fue puesto en libertad.
Cuando al día siguiente fue al pueblo a comprar comida  notó que lo miraban mal, peor incluso de lo habitual. No había podido dormir en toda la noche. “¿Qué pintaría ese imbécil allí? No por haber muerto iba a ser menos imbécil”, se dijo.
El se había ido a vivir al campo, a aquella casa de piedra antigua con su pequeña finca hacía unos años, influido por sus lecturas sobre la vida en el campo, con un Don Quijote que se cree lo que lee en los libros de caballerías, y por su incapacidad  para adaptarse al ruido,  a la  vida en la ciudad: cervecitas, tabaco, pandillas de gente diciendo tonterías y tópicos, amistades si no peligrosas, sí falsas, abusones, por no hablar del horrible trabajo en la oficina, cambiando los papeles de sitio día tras día y soportando jefes chulescos.   Allí, por el contrario, había sido feliz, sobretodo mientras Amparo aguantó; pero sólo había conseguido  hacer amistad con dos guiris, que se acabaron yendo, y  algún que otro borrachín. Y, como le dijo Amparo antes de marcharse, lo importante no es qué es lo que haces, sino con quién lo haces.
El pueblo se convirtió en un hervidero de rumores, algunos de ellos completamente inventados. Todos, en los bares, en la calle, en las tiendas, de una forma u otra, insinuaban, cuando no afirmaban, su culpabilidad. ¿Se iba a tener que ir de ese lugar, con la ilusión que le había hecho buscar la casa, comprarla, arreglarla, plantar los frutales? Le había llevado años, incluyendo el tiempo que tuvo que trabajar en la odiosa compañía de seguros para ahorrar dinero.
Recordaba, por ejemplo, el día en que le abrió dos ventanas a la fachada delantera, de piedra seca, a las que les puso dintel y marcos de madera de castaño, y desde las que se veía, si se sentaba uno dentro, junto a la chimenea, los perfiles  de las montañas que formaban el horizonte. ¡Qué contenta se puso Amparo! Y además se había acostumbrado al lugar de tal manera que le resultaba imposible imaginar la vida en Madrid de nuevo.
A los dos largos días recibió una llamada de la Guardia Civil: debía presentarse en seguida en el cuartel, pues había un vecino que lo inculpaba directamente, y además afirmaba tener pruebas. Se trataba de un individuo apodado “El Kenia”. Albañil y ladrón a tiempo parcial, El Kenia afirmó, sentado frente a él y al sargento, que lo había visto discutir con Milú, la noche anterior a la aparición del cadáver, en la puerta de una taberna; él había amenazado de muerte a Milú, y si no habían llegado a las manos, fue porque él, el Kenia, lo había impedido.
Se indignó ante tal mentira; no comprendía además por qué, puesto que entre el tal Kenia y él no había nada, y juró y perjuró que  no era cierto; pero el sargento le dijo que se veía obligado a detenerle y que pasaría la noche en el cuartelillo, a la espera de ser llevado a la cárcel del juzgado del distrito el día siguiente.  Observó con asco la cara de satisfacción del Kenia. Por otra parte, el testimonio de un tipo como ese no podía tener demasiado valor, dado su estilo de vida; pero, eso sí, era “hijo del pueblo”.
Bueno, otra noche  sin dormir, y además entre rejas. No comprendía nada. ¿Qué clase de conspiración era aquella? ¿Quién se había cargado de verdad a Milú? ¿Por qué lo acusaban falsamente a él?
Fue puesto en libertad provisional al día siguiente, con cargos. A la vuelta al pueblo no pudo evitar la tentación de entrar en el bar de la carretera a tomar un café, que necesitaba, y también un poco a palpar el ambiente. Un borrachín se le acercó y le dijo con voz aguardentosa:
--Sé que odiabas a Milú porque no había querido ir a ponerte la luz en el cortijo.
No le hizo caso; pero percibía claramente el odio en las miradas, algunas esquivas, otras muy fijas, hostiles; sintió de pronto con claridad que no era, ni había sido nunca, bienvenido en ese lugar; estaba incluso el Farruco, el que  presentó con unos cuantos más una candidatura a la alcaldía diferente a lo de siempre,  que en las reuniones iba de jefe, pero en cuanto salían, se desmarcaba del grupo para que no lo vieran con ellos. Recordaba la reunión a la que él mismo había asistido.
Se fue al cortijo. Anduvo hacia el pozo, deleitándose en mirar las cumbres de las montañas en el horizonte, y pensó en relajarse allí un rato, allí,  donde tantas risas había compartido con Amparo cuando ella aún estaba con él, en los frescos veranos, a la sombra de la gran encina.   Llamó a Lars, el único amigo que le quedaba, a desahogarse un poco y ver qué opinaba; Lars tenía su casa a pocos kilómetros, aunque sólo iba algunos fines de semana; quedó con él y decidió esperar allí hasta que llegara la hora de ir a verlo.
Ya atardecía cuando cogió el coche para ir a su casa. Alguien le hizo señas desde la cuneta de la carretera, cuando pasaba junto al pueblo. Era Pepe “el Enchufes”, el otro electricista. Metió la cabeza por la ventanilla y le dijo:
--Estate tranquilo, dicen que el Chispas tenía deudas de drogas y que por eso se lo han cargado.
--Gracias-- respondió Ignacio, sonriéndole-- ¡Menos mal que alguien se dignaba hablarle  con humanidad!
Mientras conducía se acordó de aquella noche, hacía ya cinco años, cuando, sentado con Amparo en la terraza de un bar,  vio llegar a Milú, solo. Compasivo, le ofreció sentarse con ellos. Al poco tuvo que ir al servicio y pensó que el loco aquel, en quien ya había notado ciertas miradas lascivas, aprovecharía para tirarle los tejos a Amparo. Cuando volvió a los cinco minutos, la mirada de ella le confirmó que su intuición había sido correcta. “Cabrón”, pensó, “encima de que le invito a sentarse con nosotros”.
Pensando esto llegó a la cancela de Lars. Dejó aparcado el coche bajo el olivo; los faros iluminaron el suelo, alfombrado de pequeñas aceitunas negras. Lars le esperaba con una cerveza en la mano, que le ofreció; había encendido la chimenea.  Hablaron un poco fuera, mirando la Vía Láctea y la miríadas de estrellas - ya había anochecido - pero hacía frío y entraron pronto.
--¡Vaya lío! ¿No?-- dijo Lars, sonriendo, tratando de quitarle hierro al asunto.-- Hay muchos alcahuetes en este pueblo, ya lo sabemos, pero están las huellas de las pisadas, las del coche, las dactilares, el ADN quizás, no habrá problema, hombre.--
--Sí, estoy casi seguro de que no me llegarán a enchironar, aunque ¿quién sabe?, pero que me tendré que ir de aquí, eso es casi seguro, y abandonar todo un proyecto. No sé qué voy a hacer.--
--Bueno, desde que Amparito se marchó eso estaba cantado, Ignacio.-- replicó Lars.
--Yo creía que aún tenía posibilidad de encontrar otra compañía. Sé que era puro voluntarismo, pero me lo quería creer. No sé por qué hablo en pasado. Aún no lo he decidido…
--Es difícil encontrar una mujer por aquí, y menos en este rincón, y por muchas hippies que haya, hay que ir vestido con su uniforme, etc. ya sabes, lo hemos hablado muchas veces.
--Es que esas cosas, que no te devuelvan el saludo  en la calle, día tras día, la frialdad con la que te reciben en el bar, los chismorreos en voz baja a tus espaldas,  es fuerte ¿no? Dicen, no te lo pierdas, que tomo drogas - todo el que no lleva una vida convencional es sospechoso aquí - y ahora encima esto. Habladurías y más habladurías…
Así acabaron cayendo cinco cervezas por barba. Por un rato se olvidó del problema. La emisora portuguesa seguía poniendo pop británico, el de su juventud, y era bonito estar allí, con el amigo, escuchando aquella música en el silencio total del campo, saliendo a veces a mear y a ver las estrellas, charlando.
Decidió quedarse a dormir. ¡Lo que faltaba era que ahora lo pillase la policía por conducir borracho! Y eso que eran sólo dos o tres kilómetros.
Se levantó antes que Lars y se dio unas cuantas vueltas por los alrededores de la casa mientras amanecía. ¡Qué hermoso era aquello!   Al fondo, a la izquierda, el castañar; enfrente, el pueblo y el castillo, y detrás de ellos, el cielo de la aurora, rojo. Y los árboles que Lars había plantado con tanto esmero: los olivos, los almendros, el limonero.
Al rato Lars asomó la cabeza por la puerta.
--¿Café?— le ofreció.
Desayunaron en el porche, bajo la parra, aún sin hojas, al sol invernal. Lars le propuso hacer dar un paseo por el campo, como solían hacer a veces.  
--Tengo que estar localizable por la Guardia Civil, tío. Mejor que me vaya al cortijo.
Recién llegado sonó el móvil.
--Aquí del puesto de la Guardia Civil de Riofrío. Hemos detenido a un individuo que ha reconocido ser el autor de los hechos. Un ajuste de cuentas por drogas. Comparezca en seguida; mientras antes se le dé carpetazo a esto, mejor.  Es un conocido camello de Valdemoro, aunque de poca monta.
--¡Uf!—Suspiró, aliviado. Ahora empezaba el otro problema: inventarse un nuevo proyecto, y un nuevo lugar en el mundo.