MI EXILIO INTERIOR

martes, 9 de diciembre de 2014

Historias de la Sierra de Aracena. La Tragedia de Romero.






  LA TRAGEDIA DE ROMERO






La muerte de un hombre es una tragedia; la de un millón, sólo una estadística.”


 Kurt Tucholsky (atribuida por algunos a Iósif Stalin).





“Me largo García, ya no aguanto más”, dijo Romero.

“Y dónde coño vas a ir, te van a matar!” 

“Dónde me van a matar seguro es aquí! ¿Es que no os dais cuenta? Nos creímos que era cuestión sólo de los jefes, pero estos van a matarnos a todos.  En dos meses ya se han llevado con los pies por delante a unas cuantas docenas."

Estaban en el olivar de García, junto al manantial de Aina,  era ya octubre, hacía frío y lloviznaba. García había salido de su monte a cavar en la huerta y de pronto había aparecido Romero, al que no veía desde hacía meses, desde antes del 23 de agosto desde luego. Era uno de los que estaban escondidos. 

“Ayer, anoche mismo, fusilaron a tres en la tapia del cementerio de Montemoro. Yo mismo lo vi con este y con este desde un pinar en lo alto – se señaló los ojillos --. Llegaron con el camión, bajaron a los tres, las manos atadas con alambres, los pusieron contra el paredón, con las luces del camión encendidas, y ya está. No duró más de cinco minutos. Se largaron en seguida, dejando los cuerpos allí mismo, para que lo viera la gente. Uno de ellos era el Mula, de eso estoy seguro, aunque no se veía bien, otro creo que era el Saltacharquitos y el tercero ni idea”.

“Pero si esos dos desgraciaos no pintaban ná!”

“Por eso te digo, García, coño, ¿es que no te enteras? Ni escondido en el campo como yo está uno  a salvo, porque además por ahí anda el niñato ese de Fulgencio con su pistolita buscando gente, y cuando los encuentra les pega un tiro y se va y ya está, el muy hijo de puta”.

“Sí, pero a ti no te encuentra el mierda ese ni loco”, replicó García.

“Pero me muero de frío, y ahora encima está empezando a llover…. ¡Y lo que queda! Y la Juliana no puede estar trayéndome la comida eternamente….¿de dónde la va a sacar la pobre, si yo no trabajo? Voy a coger una pulmonía por estos cerros de Dios. Me largo, me largo.

“¿Y dónde vas a ir andando? ¿A Madrid?  Tú estás loco.   ¿Y cómo vas a comer?   Eso si no te pierdes o te cogen los fachas y te pegan un tiro como si fueras un guarro. Anda que un tío solo por ahí, como están las cosas”.

“Me da igual García, cualquier cosa menos quedarme aquí esperando que me lleven al matadero como una borrega. Le diré a la Juliana que me llene un macuto de chorizos y un pan grande, que me traiga un par de mantas y una navaja, y si puede la pistolita que el Moscardón tiró al pozo.”

“Como tú veas, Romero. No te falta algo de razón. Y ahora hazme el favor de irte que incluso aquí, en medio del campo nos pueden estar viendo u oyendo desde el pinar de ahí arriba. Toma este cacho de queso, para que pases el día.”

“Gracias García. Pero antes de irme te quería pedir algo. Es sólo un momento.”

“Tú dirás.”

“Quiero ver a los niños antes de irme. Ni siquiera sé si los volveré a ver alguna vez. Y se me ha ocurrido una idea. Le dices a la Dolores que se ponga de acuerdo con la Juliana para traer a los niños aquí a tu monte, como si fuera una merienda. Tú no tienes por qué estar. Sólo mujeres y niños. Entonces yo me subo a tu doblado, me escondo allí y miro a los niños por las rajas que hay entre las alfajías. Es que tampoco quiero que ellos me vean a mí, porque después pueden hablar por ahí y estos se enteran de todo. Después me tiro un rato con la Juliana y me largo.”

“Eso está hecho, Romero, no tengas cuidado. ¿Cuándo sería?”

“El domingo que viene, si no te viene mal. Y le dices a la Juliana que se traiga todo eso que te he dicho, el pan, los chorizos, las mantas, la navaja y si puede la pistolita. Ya me encargaré yo de buscar munición. Me puede hacer falta en el viaje.”

“Estamos. Se lo diré. Y ahora vete ya.” Y siguió cavando, a pesar de la llovizna. Arriba, a unos cien metros, estaba la casa de monte donde vivía con la mujer y los dos niños, sin ventanas, menos una sin cristales que cuando se abría entraba el frío y el aire, durmiendo los cuatro en la misma cama.

Al domingo siguiente se celebró la merienda tal y como habían planeado. Por lo menos hizo buen tiempo; aunque el día amaneció nublado, luego salió el sol. Los cuatro niños jugaron, tomaron una malta calentita, calentada en el trébede la chimenea, y mientras las mujeres hablaban, Romero estaba arriba, quieto, mirando, y, a ratos, llorando. Cuando empezó a refrescar, la Dolores sacó a los niños fuera y cerró la puerta, Romero bajó, le dio unos besos a la Juliana, le levantó la falda y se pegaron unos revolcones en la cama. Ná; cinco minutos. 

Entonces Romero recogió el morral y ya se largó, andando, cuesta arriba, entre los pinos. La Juliana lo acompañó un poco, llorando. Era mejor caminar de noche, y él se conocía el camino, por lo menos la primera parte,  hasta a diez leguas de Aláquime.

No era conveniente andar por la carretera, desde luego, ni fumar de noche; y era mejor dormir durante el día, si se podía, y avanzar por la noche. Y esquivar los pueblos y las aldeas, y a los desconocidos, a no ser que fueran de total confianza, los cuales eran muy pocos, y menos ahora.

Mientras andaba, pensaba. Pensaba en el Evangelista, que había ido a ver a su hermano mayor al calabozo de la aldea de Valdelhalcón, y este le había dado la pitillera, lo único de valor que tenía, porque sabía que no duraría hasta el día siguiente. Y pensar que le contó que se había puesto de acuerdo con los otros tres que estaban allí encerrados, para darle una patada en la espinilla al centinela, y cuando se doblara pegarle con una piedra en la cabeza; fue idea del hermano de Evangelista, y cuando el centinela entró, ¡ninguno tuvo cojones de hacerlo! Y a la mañana siguiente sacaron a los otros tres y los fusilaron allí mismo, contra la pared de piedra de un corral que había justo a la salida del calabozo. ¡Y el hermano del Evangelista fue el único que se salvó! Por lo visto la madre había estado desesperadamente buscando un enchufe y encontró a un falangista que vivía en la capital y al que ella le había hecho de nodriza cuando era un niño de teta, “¿Vas a dejar que maten a tu hermano de leche, que encima no ha hecho ná?” Y el otro la echó de allí, pero luego se apiadó y dio orden de que no lo mataran, ahora, eso sí, estaba en la cárcel de la ciudad pasándo hambre. 

Pensando esto se lió un cigarro y llegó donde ya se veían las pocas luces de Santa Brígida. Habría andado una legua y pico. Ahí conocía a mucha gente, pero quién sabe qué habría sido de ellos. Se sentó, se recostó contra un pino, se bebió un trago del vino aguado que llevaba en la bota –había que ahorrar - y se puso a pensar, mientras se fumaba el cigarro, qué iba a hacer. 

De entrar en  el pueblo, nada. En realidad debería dar un rodeo y seguir, pero estaba cansado. Había sido un día de muchas emociones. Pasando el pueblo, ya camino de Alarús, conocía un cortijo donde eran de toda confianza. Se acercaría y a lo mejor le dejaban pasar la noche en el pajar. El viento del norte traía fresco y algunos lejanos ruidos del pueblo: una campana, un perro que ladraba, algún grito. De pronto, una descarga de fusiles, más cerca; se levantó de un brinco, asustado; y entonces, uno, dos, tres, cuatro tiros: los de gracia, el motor de un camión que se alejaba, y luego el silencio más absoluto. El cansancio le invadió de pronto, se tuvo que volver a sentar, rabioso de impotencia. El ulular del viento en los pinos le llenaba de un honda melancolía.  

Por un sendero muy estrecho que iba por la ladera de un cerro desde el que se veía abajo  una ribera que venía con mucha agua por las últimas lluvias,  ya algo más tranquilo,  siguió una media legua más. Refrescaba, pero se veían las estrellas, y entre las mantas y la caminata el frío se iba. El último tramo era una pendiente cuesta arriba bastante jodida. Por fin llegó a una pequeña loma desde la que se veía el cortijillo, en medio de una dehesa grande; era raro que los perros no ladraran, y que no saliera humo de la chimenea. Se acercó con sigilo. Sólo se oía el cárabo. La puerta estaba abierta y dentro todo patas arriba, las sillas y la única mesa caídas, rotas;  y no había un alma. Un gato maullaba lastimero. Nada más. Otro al que se habían cargado. Pero ¿y la mujer, la madre y los niños del Gorrión?

 Rebuscó en la cocina y encontró en un chinero una botella con un cuartillo de vino, que echó en la bota. Nada más de provecho. Decidió que se echaría un rato, estaba agotado, mejor en el pajar y seguiría por la mañana.  

Se acomodó en la paja y se echó al coleto tres tragos de vino – más de lo que le tocaba por noche. El viento seguía susurrando; le entró la tristeza otra vez. ¡Si por lo menos todos estos muertos sirvieran para algo! Pero no, por más ganas que le echaba no conseguía convencerse de que iban a ganar; esto estaba perdido de antemano, con estos asesinos; pero la verdad – pensó – es que habían sido unos irresponsables. Veremos lo que hay en Madrid, si llego. A ver si allí está la cosa mejor organizada y me lo creo.

En Aláquime el Moscardón, que así le decían al alcalde,  el Valverde y sus otros tres o cuatro incondicionales no se habían cargado a nadie; eso sí, tonterías muchas. El Valverde había ido armado con siete más al cortijo de Don Gonzalo, uno de los ricos, donde éste se había refugiado, y lo habían arrestado y hecho volver andando,  atadas las manos, mientras el Valverde iba en el caballo del señorito. ¡Toda una humillación para el Don Gonzalo!  Luego lo habían metido en la cárcel del ayuntamiento con diez más, pero con la orden explícita de que no se les tocara a ninguno y que se dejara a la familia llevarles  comida, a pesar de que más de una – las mujeres eran a veces las peores – gritaban que se los cargaran; las mismas que en la manifestación del primero de mayo anterior habían gritado “¡Abajo el Te Deum!” al pasar por la iglesia. Romero no entendía eso del Te Deum - él nunca iba a la iglesia - pero aún así no entendía qué beneficio se podía sacar de tales consignas. Romero apenas había ido a la escuela, sólo un año o dos, a la casa de un maestrillo que apareció por Aláquime y arrendó un local bajo; los niños iban todos los días con una silla y una peseta, que era el sueldo del maestro. A los doce años ya se puso a trabajar, llevándoles el agua y la comida a los que construían la carretera. Pero había leído algo, era uno de los más leídos del pueblo, aparte de los ricos, claro. 

Habían metido a los ricos en la cárcel y allí los tuvieron siete u ocho días y luego los soltaron. También fueron a sus fincas y les quitaron las vacas e hicieron una gran comilona en la iglesia, que habían convertido en "cocina popular". Es verdad que ya se oía por la radio que los fascistas se acercaban inexorablemente y pensarían que así no les pasaría nada, o en todo caso que les pasaría sólo a los jefes; por eso el Moscardón y el Valverde habían salido pitando unos días antes del 23 de agosto. Lo que nadie, pero nadie, se podía imaginar – ni los ricos – era la masacre que vendría luego: en dos meses ya habían caído unas cuantas docenas. Y el método casi siempre era el mismo: aparecían de madrugada para llevarse a uno, diciendo que iban a ser sólo unas cuantas preguntas. Y el susodicho no volvía a aparecer.

El gato seguía maullando lastimero y lo estaba poniendo nervioso. La pena no se le quitaba del corazón, el estómago lo tenía encogido, y se hincó otros dos sorbos del vino aguado y se fumó un par de cigarros. Por fin se quedó dormido.

A la mañana siguiente se despertó y no se acordaba de dónde estaba; los rayos de sol entraban por las rajas de la puerta del pajar. Tenía hambre y se comió un cacho de tocino con pan. El tiempo seguía bueno; pero ya era 30 de octubre y él sabía que más o menos para Tossantos – primero de noviembre - siempre llovía a mares. Eso iba a ser un problema.

Se puso a andar camino de Los Alijares, cogiendo y comiéndose todas las castañas que se encontraba por el camino. Este año por lo visto nadie las recogía. En Los Alijares no conocía a nadie de confianza; rodeó pues el pueblo y siguió por una vereda de carne en dirección a Aguas Calientes, saltándose Melonares. Normalmente se veían muleros que traían el pescado salado desde Huelva, o gente en burro o andando que iba o venía de las huertas a las aldeas; ahora no había ni un alma, y los huertos parecían abandonados. 

Decidió ir paralelo a la vereda, a unos cien metros, por si acaso. Esto le hacía ir mucho más lento y era mucho más fatigoso. Al atardecer se iba ya acercando a Aguas Calientes; el tiempo seguía bueno. Era el último pueblo antes de la carretera nacional, que tenía que cruzar, y tenía que descansar bien, pues al otro lado de la carretera ya no conocía el terreno ni a nadie. Se acordó del Barberino, un viejo que conocía, monárquico y muy católico pero buena persona, que tenía un cortijillo poco antes del pueblo. Decidió intentarlo allí. 

Se acercó al cortijo y miró desde un lomero cercano. Había ropa tendida en el corral, y gallinas todavía picoteando; el perro empezó a ladrar: había gente. Vio a la Encarna, la mujer del Barberino, salir de la casa. Siguió un rato en su puesto de observación; no se veía a nadie más. Extraño. Pero  la Encarna no vestía de negro.

Le echó valor y se acercó. El perro empezó a ladrar fuerte. Se plantó en la portera de un muro de piedra que rodeaba el cortijillo a unos cincuenta metros de la puerta y desde allí llamó.

“¡Encarna, Encarna!”

Salió ella. 

"Soy Romero, el de Aláquime!” 

 “¿Qué haces aquí? ¿Qué coño quieres? ¿No sabes lo mala que está la cosa?”

“Encarna, vengo andando desde Aláquime y necesito descansar un poco, estoy hecho polvo”-- se comió el orgullo Romero-- no está Paco?"

 “Paco está en la cárcel, y mi Juan, el muy zorollo se ha ido” -- replicó la Encarna.

“¿Paco en la cárcel? "La hostia!"

“No blasfemes, cabrón, que por culpa de los tuyos se ha puesto esto así. ¿Qué coño quieres?”

“Ya te lo he dicho, Encarna, vengo andando desde Aláquime, estoy hecho polvo y tengo hambre. Voy para el otro lado”.

“Otro zorollo como mi Juan. Pasa, anda, porque me recuerdas a él, si no…”

Se sentaron en dos sillas bajas de enea junto a la chimenea y la Encarna le hizo una tortilla y le dio pan, chorizo y aguardiente. A pesar de lo católica que era la Encarna también, y de lo vieja, tenía fama de calentorra, y empezó a contarle allí mismo cómo cuando estaba el Barberino y se sentaban los dos junto a la lumbre le ponía los pies en la barriga. Romero callaba. 

Al Barberino – le llamaban así porque su padre era de un pueblo que se llamaba Pela  – lo habían metido en la cárcel porque habían ido a buscar a Juan y no estaba. La Encarna iba todos los días a llevarle de comer, y todos los días se temía lo peor. Y eso que ya había hablado con Don Eustaquio, el cura, para que lo enchufara, pero el cura se había como transformado, y de bonachón que era antes, ahora se había vuelto cabrón, y le había echado una bronca a la Encarna por lo de Juan. 

Romero trató de tranquilizarla, diciéndole que seguro que no le pasaría nada, y luego le dijo que si podía pasar la noche en el pajar, que a la mañana siguiente seguiría y tenía que cruzar la carretera.

“Como si quieres dormir en mi jergón”, le contestó la otra, riéndose. “Anda, vente”, y le agarró la mano y tirando de él lo metió en la cama y se le echó encima, y aunque la Encarna tiraba para vieja Romero no era de piedra. Y se estaba a gusto en una cama con colchón y manta y todo, y el calorcillo de la Encarna. 

A la mañana siguiente hizo café -- café café -- le dio un pan y un par de cebollas y le llenó la bota de vino. Y le deseó suerte, que falta le iba a hacer, y lamentó que se tuviera que ir y que se quedara sola otra vez…

Romero, cruzando unos lomeros  donde sólo crecían unos pocos chaparros enanos, jaras y brezos,  llegó a un tramo de la carretera que estaba lejos de cualquier pueblo y que por tanto era más difícil que estuviera vigilado. Se apostó, escondido entre unas jaras altas, observando. Echó de menos tener una escopeta en las manos. Pasó una hora y por allí no pasaba absolutamente nadie. De pronto oyó el motor de un camión.  Era el coche de línea que venía de Sevilla una vez al día, a veces con los  pagadores con el sueldo mensual del personal en un morral de cuero. Buen sitio para un golpe, pensó Romero. Y también pensó que una vez que hubiera pasado la camioneta, un ratito después por si venía alguien escoltándola, era el momento ideal para cruzar corriendo.  

Eso fue lo que hizo. Y en seguida se metió entre los jaguarzos como un conejo y cuando vio un sendero se apartó cincuenta metros de él y siguió avanzando en paralelo; siempre en dirección norte-este, guiándose por el sol. Confiaba en que pronto ya entraría en zona republicana. 

Pero por esa parte no se veía nada habitado, ni cortijo, ni monte, ni majá, ni zahúrda. Y se estaba haciendo tarde y el cielo se estaba empezando a nublar. Empezó a comer bellotas para reservar lo poco que le quedaba en el morral. Al anochecer, empezó a llover; vio entonces a lo lejos, apartada de la trocha, un montecillo de piedra, se acercó, la manta de arriba ya se estaba mojando, y vio que era una vieja majá abandonada, con el techo caído en parte. Allí se decidió a pasar la noche. Olía mal, a mierda de guarro; pero cayó dormido en seguida. 

A la mañana siguiente le dolían todos los huesos del cuerpo, y lo peor es que seguía lloviendo. Dudó entre quedarse allí o avanzar y las dos opciones eran pésimas; por eso, en cuanto escampó un poco se puso en marcha. Llevaría dos o tres leguas desde que cruzó la carretera. De pronto oyó algo en la distancia; no sabía lo que era, pero a medida que se acercaba lo reconoció: eran las campanas de un pueblo, que sonaban a rebato. Ese pueblo lo habían tomado, y además hacía poco. ¡La raya estaba cerca!

Siguió andando. Seguía lloviendo, aunque no fuerte. Agotado, hambriento y desesperado, se metió otra vez en la primera majada que vio en cuanto anocheció – lo de andar de noche en zona desconocida lo había dejado. Se comió un puñado de bellotas que peló con la navaja,  se hincó tres sorbos del aguardiente de la Encarna y se quedó dormido. 

A la mañana siguiente el dolor de huesos era más fuerte. Aguardiente y a andar. Ahora llovía fuerte, y como se mojaran las mantas estaba perdido. A eso del mediodía vio, por fin un cortijillo. Estaba habitado. Se veía a una mujer lavando  ropa en un pilón fuera y a unos niños correteando. No había seguridad alguna, pero se lo jugó el todo por el todo. Se acercó y llamó.

“Señora, buenos días, voy camino de Peñanera, se me ha acabado la comida y estoy pingueando. Por favor, ¿podría descansar un rato aquí a cubierto?”

La mujer lo miró de lado, desconfiada. 

“Pase usted”, le dijo sin embargo, compadeciéndose. “Siéntese ahí."

"Que conste que si le dejo entrar es porque sé cómo están las cosas y porque mi marido es el primero que tiene que estar como usted ahora. Tome, coma algo”, y le dio tocino y pan. 

Le informó que el siguiente pueblo no era más que un villorrio, La Navilla, y que si no lo habían tomado ya sería porque estaban demasiado ocupados organizándose en Navagrande, el pueblo de las campanas. “Pero llegarán mañana o a más tardar pasado, ahí no queda casi nadie. Peñanera es otra cosa; es un pueblo grande y ahí se han concentrado todos los que vienen huyendo de otros sitios; además han llegado soldados de la República, dicen que con un cañón y todo. Mi marido debe estar ahí. Por aquí no ha venido nadie todavía; pero no tardarán, y cuando vean que no está no sé qué pasará conmigo y con los niños. Pero él ha hecho bien en irse; se lo iban a cargar seguro, estaba muy significado, era del Comité.”

Esas noticias alegraron a Romero. ¡Estaba a un paso! Ahora había que tener cuidado y no meter la pata, no fuera a ser que la jodiera en el último momento. Pero la mujer estaba preocupada, porque era verdad que podían aparecer en cualquier momento, si no el ejército, cualquier cuadrilla de falangistas del pueblo, que ahora de pronto había muchos (por algo le decían “el salvavidas” a la camisa azul). Y como lo vieran allí, bueno mejor no pensarlo. La mayoría eran vejetes barrigones  con muy mala leche y algunos con ganas de demostrar que no eran rojos; los muy jóvenes, si eran de los ricos se habían apuntado voluntarios, y si no, los habían reclutado a la fuerza para el ejército. 

Los niños le miraban con odio porque se estaba comiendo parte de su ración, ya de por sí escasa.  La mujer se debatía entre mantener la decencia y ofrecer solidaridad, y Romero se daba cuenta y trató de ponerle las cosas lo más fácil posible. Acordó con ella que pasaría la noche en un pajar que tenía un postiguillo que daba a un corral trasero y por donde podría intentar escapar si la cosa se ponía fea. 

Apenas estaba empezando a clarear el día cuando oyó un ruido de gritos en la casa. Se depertó y en seguida comprendió que habían llegado. Agarró un cabucho viejo y medio roto que había por allí tirado, y en seguida vio entrar a dos tíos con fusiles y la bayoneta calada, que clavaban en la paja para buscar al hombre al que suponían escondido allí; apenas se veía en la oscuridad del pajar, y saliendo súbitamente de su rincón le arreó un golpe en la cabeza con el cabucho al que tuvo más a mano, que lo hizo caer inconsciente; el otro disparó, pero sin saber muy bien adónde; aprovechando la sorpresa, y que él veía mejor por estar acostumbrado a la oscuridad le dio con el cabucho en la misma cara. El tipo cayó hacía atrás con la cara ensangrentada. Romero se apresuró a coger el fusil y, justo en el momento en que el primero se incorporaba, le disparó, dándole de lleno en el pecho. El segundo, con la cara destrozada, ni hacía ademán de levantarse. Enfurecido por la lucha, le disparó también. Se había bautizado. 

La mujer y los niños estaban aterrorizados en la casa. No podía dejarlos allí; les ordenó que subieran al coche que habían traido esos dos y, con lo puesto más los fusiles, arrancó y, como alma que lleva el diablo salió pitando de allí. La mujer apenas podía hablar, pero fue capaz de indicarle el camino hacia el villorrio.   Entre dehesas, por un carril de tierra, llegaron a una carretera secundaria; oyeron entonces acercarse un camión viejo con una carga de tíos  gritando, con fusiles, y las siglas CNT / AIT pintadas; prefirió esconder el coche tras un vallado de zarzas espeso, pensó que esos serían de gatillo fácil y además estaban  más seguros solos que en un grupo grande; al primer enfrentamiento  a esos se los cargarían a todos, incluyendo a los prisioneros, si hacían alguno. 

Donde pernoctó Romero.


























Llegaron pronto al villorrio. Era sólo una calle larga, llena de casas encaladas con tejados de tejas viejas y muy humildes, solo con una puerta y un ventanuco al lado; algunas, ni eso. El suelo era de tierra y sólo en algunos tramos había un cacho de acera empedrada. Al comienzo de la calle había una barricada de sacos terreros y tres tíos apostados: la impresión que daban era ridícula. Uno tenía una escopeta, otro, una pistolita, y el tercero ¡una espada vieja y oxidada! Paró el coche a una distancia prudencial y bajándose con las manos en alto se acercó a ellos  gritando, “¡Compañeros, venimos huyendo de los fascistas!”. El de la escopeta le apuntaba mientras el otro miraba el interior del coche. Encontró los fusiles. 

"Nos persiguen los fascistas, y esta señora ha perdido al marido". 

La conocían. Ella dijo que prefería quedarse con su cuñada, que vivía allí, a pesar de las advertencias de Romero, después de lo que había ocurrido. Ella le contestó que ya buscarían la manera de esconderse. 

"A este llévaselo a Don Pedro”, dijo el jefecillo. Se quedaron con los fusiles. 

 El de la espada le dijo que le acompañara calle arriba. La pinta del tío no podía ser más patética: un gorro cuartelero,  una casaca vieja y raída de guardia de asalto, pantalones remendados y alpargatas. Parecía algo falto. Llegaron a una pequeña plaza al final de la calle y entraron en el ayuntamiento. Uno de guardia llevó a Romero al alcalde. 

“¿De dónde viene usted?” 

“De Aláquime”. 

Romero no dijo nada de lo del pajar.

“Bueno eso está lejos. Sea bienvenido, compañero; pero le advierto que esta misma tarde nos largamos todos de aquí. Si quiere se sube al camión. Puede pasar el rato que queda en el calabozo. Diré que le den algo de comer”. 

“Gracias”, fue todo lo que acertó a decir Romero. 

Poco después de comerse las lentejas y el chusco que le dieron, el centinela le avisó. Había prisa. Se fue con otros al camión; eran por lo menos cuarenta, la mayoría armados, aunque mal. No vio a los tres milicianos  de la mañana. 

En media hora larga llegaron a Peñanera. El pueblo era grande. Vio una gran trinchera semicircular que lo rodeaba a unos 200 metros, y luego otra igual a unos 100 metros de distancia de los primeros corrales. Donde la carretera las cruzaba había un control, y cuando el camión pasó vio por la parte trasera, que estaba abierta, que las trincheras estaban llenas de milicianos con algunos fusiles y la mayoría con escopetas de caza. Eso le gustó, pero no fue suficiente como para entusiasmarle: con un solo cañón se iban todos esos al carajo.

El camión entró en el pueblo ya de noche. A pesar de la pobre iluminación pudo ver que había casas grandes, de dos plantas, con zaguán y balcones, algunos con cierres y todo, sobre todo a medida que se acercaban a la plaza; pasaron también por un enorme edificio antiguo, casi en ruinas, seguramente un  convento o colegio de curas, de donde entraba y salía mucha gente, algunos armados. La plaza era grande, rectangular, y en cada una de sus cuatro esquinas había una tasca, y eran grandes también. Estaban a rebosar. El camión aparcó junto a otros tres. Cada uno se largó a donde pudo, pero Don Pedro le dijo al que había sido su centinela que llevara a Romero al teniente coronel Gómez Casas. Este, enviado por el gobierno,  había establecido su cuartel general en el ayuntamiento, un edificio imponente, con reloj y torre de tejado de pizarra, y en cuyo balcón principal ondeaba la bandera de la República. Como no era hora para que el teniente coronel recibiera a nadie, le volvieron a meter en el calabozo, donde había dos o tres más, y le dieron una lata de sardinas. Esos dos o tres no eran presos; eran tipos como él, pero llevaban allí varios días y alguna información le dieron. Dos de ellos se llamaban Juan y eran de la parte de Córdoba. Se enteró de que los presos de verdad eran por los menos 50, los señoritos del pueblo, y esos estaban en un convento y se los iban a llevar, seguramente a Madrid. 

Se enteró también de que Gómez Casas era un artillero de primera, y que la república le había dado el mando de la plaza con dos brigadas, más otras dos que estaban intentando formar con los fugitivos como ellos. Además esperaban a los internacionales, y buen armamento, recién llegado de Rusia. “Pero la cosa va lenta. Llevamos aquí tres días y no nos llaman para la brigada, ni llegan los refuerzos. Como sigamos así nos comen los fachas en un santiamén.”

Al día siguiente por la mañana, sin embargo, llevaron a los tres al despacho de Casas. Era un tipo enjuto, faroto, con gafas, viejo, serio y antipático, pero con fama no sólo de buen artillero, sino de tener dos cojones y de ser totalmente leal.  Corría el rumor de que durante un bombardeo aéreo se había paseado tranquilamente por la calle, como si nada, con su pitillo.  Les preguntó los nombres y de dónde venían. No se demoró más, y con unas pocas palabras los despachó: “Van a ser asignados a la Brigada XII. Confío en su lealtad. A partir de ahora están bajo disciplina militar. Ya les explicarán lo que es eso; pero yo se lo adelanto y resumo: obediencia ciega al oficial de mando, bajo pena de muerte, y valor.  Pueden retirarse.” Y les dio la mano a los tres. Un apretón que casi hace caer a Romero.

Fueron conducidos, a pie, al edificio viejo, que había sido en efecto un colegio de jesuitas. Allí les tomaron la filiación, les dieron un carnet con su nombre, un número y el de la brigada, sin foto, y los llevaron a una gran sala donde habían puesto literas, llena de gente. Allí todo el mundo hablaba, gritaba, había nervios, y acercándose a un grupo y  a otro se enteró de que en efecto los internacionales estaban al llegar, que se alojarían en el mismo edificio, y que con ellos venían al menos tres cañones y ametralladoras nuevecitas. También se esperaba a brigadas españolas de la zona de Levante. 

Sin desayunar, llegó un sargento y les hizo formar de pie dentro del dormitorio. Un comisario político les soltó un discurso, en el que hizo hincapié en la necesidad de la disciplina. Después desfilaron por el patio. Y más tarde, por fin, les dieron de comer, en el mismo cuarto: lentejas y chusco otra vez, pero que a Romero les supieron a gloria. 

Esa misma tarde, cuando anochecía, llegaron los internacionales al colegio. 

Eran 200 tíos, bien armados, con fusil y bayoneta, casco y uniforme, y parecían bragados. Algunos eran grandes y rubios. Se alojaron en otros dos cuartos grandes que daban al otro lado del patio. 

Ya había intimado algo con los Juanes, que no se separaban de él. Tras unas sardinas enlatadas y un poco de vino había que irse a dormir.  

A la mañana siguiente, tras el café aguado y el chusco, les empezaron a darles un remedo de uniforme, incluyendo botas, aunque gorro en lugar de casco, y el armamento, y a explicarles cómo funcionaba. Entonces fue cuando ya empezaron a oír tiros, incluso traqueteos de ametralladora. Debía ser a la entrada del pueblo. Ya estaban atacando, ¡y llevaban sólo diez minutos con el fusil en la mano! “Tranquilos, calma”, dijo el comisario, “hay gente encargada de eso. Ustedes a lo suyo.”

Los moros habían roto el primer cinturón en un asalto: Los moros nunca se volvían, por mucho fuego que recibieran, porque si lo hacían les venía más fuego aún de atrás; entonces habían llegado a la primera trinchera y habían degollado a todo el que se habían encontrado; había cundido el pánico y los supervivientes habían corrido hasta la segunda trinchera, donde se repitió la escena. Entonces, los moros, ya algo mermados, se habían lanzado a por el pueblo. Unos 30 o 40 avanzaron por la calle larga, y detrás venían los reclutas españoles, y más detrás aún, los falangistas; pero a estos no les dio tiempo a entrar. Un contraataque bestial de los internacionales, con la bayoneta calada,  apoyados por dos nidos de ametralladoras, y por pacos que disparaban desde las azoteas, acabó con todos ellos. Los reclutas y los falangistas se retiraron a la desbandada.  Los internacionales, más una brigada española, reocuparon los cinturones defensivos y, ahora sí, instalaron allí las ametralladoras, cuatro. 

Romero sólo oía el jaleo desde el colegio. No supo de todo esto hasta que se lo contaron. Al día siguiente tuvieron una hora de permiso y se fue con los Juanes   a una de las tascas. Dos chatos de vino eran gratis si eras soldado de la República. Le impresionó ver por lo menos diez camiones, modernos, aparcados en fila en la plaza, más tres cañones, con grandes ruedas incorporadas, arrastrados por mulos. Empezaba a entusiasmarse y no pensaba más que en el momento de entrar en acción. Se decía que la aviación intervendría también.

Al día siguiente se ordenó a la compañía de Romero que reocupara las trincheras defensivas y que llevaran hasta la más alejada del pueblo  los cañones y las ametralladoras. Vio personalmente a Gómez Casas ir de cañón a cañón, dando instrucciones a los artilleros sobre el tiro.   Súbitamente, los cañones empezaron a hacer fuego; a lo lejos se veía en la línea enemiga cómo saltaban hombres y ametralladoras, amén de un montón de fango y humo, donde caían las bombas. El cañoneo duró lo menos media hora, y parecía corroborar la fama de buen artillero de Casas. Terminado el bombardeo, se le dio orden a más de 300 hombres, entre los que estaba Romero, de lanzarse al asalto de la línea enemiga. Romero saltó y corrió y corrió entre piedras y barro y aulagas, sin saber muy bien lo que se iba a encontrar cuando llegara, si llegaba. Cerca de él corrían los dos Juanes; tropezó, se cayó, se reincorporó y siguió corriendo; empezó a oír silbido de balas cerca, pero no se arredró: la adrenalina podía más. Cuando llegó, lo único que vio fue un gran cráter hecho por un bombazo, los cuerpos destrozados de dos o tres moros, y los fusiles tirados en el suelo junto a las ametralladoras destrozadas. Le llegó la orden de parar allí. Los pocos supervivientes habían huido.    Jadeante, se reunió con los demás: allí no quedaba nadie vivo, y si alguno aún respiraba, le quedaba poco. El sargento les ordenó parapetarse en los restos de la trinchera. 

No había habido heridos, al menos de gravedad. Al rato recibieron un rancho. Ante ellos se erigía la mole de un cerro llamado Riscales, a una distancia de unos 500 metros y con una subida de unos 300. Se veía la bandera fascista. Era el siguiente objetivo, y este no iba a ser tan fácil. 

Pero las cosas, por una vez, estaban funcionando bien. Llegaron dos aviones, recibidos con hurras y aplausos - era la primera vez que Romero veía uno -  y sometieron la cumbre del cerro a un duro castigo. Luego les explicaron que, tras otra pasada de la aviación iban a asaltar la cumbre del cerro, mientras los internacionales harían lo mismo por el lado oeste.

No habían terminado de escuchar la explicación cuando aparecieron los aviones de nuevo; dejaron soltar todo un cargamento de bombas sobre el cerro, de donde salía fuego y humo; la bandera desapareció. Entonces recibieron la orden de asaltarlo. Se lanzaron y al poco empezó una terrible cuesta arriba, toda la pendiente llena de piedras, rocas y riscos. La gente se caía y se reincorporaba. Ahora sí que empezaron a oírse balas en cantidad: algunos caían, pero para siempre.  Pero Romero corría y corría, imbuido de una especie de locura; cuando el fuego arreciaba se tiraba al suelo y aprovechaba para recuperar aire. Y a los gritos de ¡adelante, adelante! del sargento, uno que había sido legionario, llegaron a la cima. Sólo unos pocos moros y reclutas resistían. Los reclutas se rendían tirando el arma y levantando las manos en cuanto los veían llegar, los falangistas corrían en retirada y los moros intentaban resistir, en algunos casos luchando cuerpo a cuerpo y degollando a alguno que otro antes de caer ellos mismos. En una zona en la que parecían resistir mejor se vio llegar de pronto a los internacionales corriendo desde un lado; estos utilizaban la bayoneta tan bien como los moros la gumía. Se tomó el cerro. Sin prisioneros.

Allí tuvo Romero que pasar la noche. Estaba entusiasmado y a la vez exhausto. Alguien alzó una bandera tricolor. Los internacionales cantaban una canción extranjera mientras bebían vino en abundancia, que les ofrecieron. Pero para Romero la juerga duró poco, porque cayó dormido en seguida. 

Al día siguiente los relevaron. Volvieron al pueblo, donde se respiraba entusiasmo, las calles, la plaza y las tascas estaban abarrotadas, con mujeres forasteras que identificó claramente con lo él llamaba “mujeres de la vida”. La radio decía que Madrid había resistido también. El entusiasmo le desbordaba; a lo mejor era verdad que los muertos iban a servir para algo. Pero Romero era lo bastante listo, a pesar de su mentalidad aldeana y de su carencia de mundo y de estudios, como para comprender que la batallita de Peñanera era sólo una anécdota, un detalle decía él, en aquella guerra más grande. De hecho, aparte de un pequeño pelotón de internacionales que retomó al día siguiente el villorrio de La Navilla, los republicanos se habían instalado en el cerro de Riscales sin la aparente voluntad de continuar, y así no se iba a ninguna parte. 

Romero quería, seguía queriendo ir a Madrid, que era donde se jugaba el futuro de todo aquello; pero ahora dependía de la disciplina militar, estaba encuadrado en una división, y no podía ir donde quisiera. 

El frente pareció estabilizarse en Peñanera. Allí estuvieron varias semanas sin hacer nada, salvo desfilar por la calle de vez en cuando y hacer ejercicios de tiro, con muy poca munición. Se esmeraba en mantener limpio su fusil, en cuidarlo, engrasarlo y aprender bien su funcionamiento. Hablaba poco, y casi únicamente con los dos Juanes, que, estos sí, parecían dos cotorras.  Su moral decrecía por la inactividad y volvía a tener pensamientos pesimistas. Un día, camino de una de las tascas de la plaza en la hora libre, vio a la mujer del cortijo; iba de negro. Se acercó a saludarla; dentro de su seriedad, ella pareció alegrarse. Charlaron un momento; sí, le contó que en efecto el marido había muerto; ella y los niños se alojaban en casa de una cuñada. 

"Resistiremos aquí", le dijo él, no muy convencido.

"Ojalá", respondió ella, triste, y se despidió, dándole las gracias.

Volvió a verla dos o tres veces más, de lejos. Ella también lo vio, pero hizo como si no. Una noche, gratando de dormir en su litera, se empezó a acordar de ella: le pareció más hermosa, el negro la hacía parecer más delgada, y también más digna, más decente...y más triste. Normal, se dijo, estaba de luto. Pronto notó que cada vez que salía en su hora libre miraba a todas partes esperando verla.

Sin embargo, al mes casi, le sorprendió la grata noticia de que se necesitaba a la división en Madrid, donde se esperaba un inminente ataque enemigo, y de que marcharían para allá.    Por fin iba a llegar a su meta. Partieron a los pocos días, una hilera de camiones, y él se sorprendió recordándola. Se dio cuenta de que no sabía ni su nombre. Pero se acercaban a Madrid, y eso es ya otra historia. 

 


¡





No hay comentarios:

Publicar un comentario