MI EXILIO INTERIOR

sábado, 6 de diciembre de 2014

Tres Menos Con Quien Lidiar.





TRES MENOS CON QUIEN LIDIAR



Aquella tarde se pegó un siestón de por lo menos cuatro horas. Después del palo del martes con el Cigarra estaba como cansado. Se despertó abotargado, se dió un duchazo y se hizo un café fuerte, al que acompañó con la rayita inicial del día. Todavía eran las ocho. Una vez que se entonara se daría una vuelta por la manzana a ver cómo iba la cosa. Había alguna cuenta pendiente. Luego ya se iría al Kelly’s a tomarse unos gin-tonics con la Rosie.



La Katy se estaba poniendo impertinente y eso había que cortarlo de raíz; habían estado liados, sí, pero de eso hacía ya mucho tiempo y qué se creía la muy zorra, que eso le daba derecho a la esquina para ella solita y protegida de la competencia, de matones y borrachos, a cambio de nada? Demasiao que la dejaba retrasarse en el pago cuando la cosa iba mal, demasiao incluso que la dejara seguir ahí cuando ya estaba gorda y vieja y no rentaba casi ná. 

Había que dejarle las cosas claras. 

Se esnifó otra raya que, esta sí, lo entonó bien. Directa al cerebro. Era buena la coca del Cigarra. Se puso el gabán y se metió la navaja en el bolsillo. Se miró en el espejo del hall y se vio guapo. Salió, tranquilo, pensando que había que lucir cool.

Cuando llegó a la esquina eran ya las nueve. Buena hora para el rapapolvo, hostia incluida si hacía falta.

Pero se puso farruca. Iba  a tener incluso que sacar la navaja. Le discutía, le gritaba; pero él no se iba a rebajar a discutir con una puta vieja. Sacó la navaja a ver si la acojonaba, pero como siguió insistiendo, se la clavó.

De pronto oyó un “pac” y sintió un escozor en la barriga; en seguida se le nublaron los ojos y le flaquearon las fuerzas. Cayó al suelo. Notaba como si el aliento se le fuera por el agujero que se palpó. ¿Qué coño había pasado? ¿La Kati con una pistola? ¡Pero si siempre había sido medio tonta! 

La Kati había caído al suelo dando media vuelta sobre sí misma y disparando como loca el cargador entero del revólver. 

El Navaja deseó que apareciera el coche de la policía sin letras y que el gordo del teniente Johnson lo recogiera, lo arrestara y llamara a una ambulancia. ¿Quién le iba a decir que llegaría un momento en que anhelara con desesperación que apareciera nada menos que el gordo Johnson!

Pocos minutos después por todo el barrio se oyó el estrépito de una sirena policial. Los chulos se escondieron en los portales y los camellos tiraron su mercancía por las alcantarillas; los servicios de los bares se llenaron de gente. De un frenazo paró un coche, pero con señales y hasta una sirena azul intermitente. Un energúmeno y tres agentes salieron a toda prisa. Tumbados en la acera había un tío desangrándose, una mujer – sin duda una prostituta – muerta de un navajazo en el corazón y, a pocos metros, un viejo sentado en el suelo y apoyado en la pared que echaba sangre por la boca y olía a alcohol.  Murió mientras lo reconocían. Había recibido un disparo en los genitales. 

Los hombres de Johnson metieron al Navajas en el coche. “Llévenlo al hospital”, ordenó Johnson, “pero no se den mucha prisa. No se va a perder gran cosa”. Fue lo último que oyó el Navaja. 

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