MI EXILIO INTERIOR

viernes, 30 de octubre de 2015

Vida de un Bastardo, Contada por él Mismo.

VIDA DE UN BASTARDO, CONTADA POR EL MISMO.

Desde que está Francisco las cosas han mejorado algo por aquí; tenemos una hora más de patio, y hasta nos dan papel y lápiz, si lo pedimos, entre las sesiones de fuego; por eso me he decidido a escribir estas líneas,  aunque sé que ya nada tiene remedio, y como manifestación de amor a quienes no se lo di, aunque ya no les pueda llegar.

Yo fui un bastardo. Incluso algo más: mi madre, en una visita a Madrid para ver a su hermana, que se había casado con un hombre rico, general del ejército, mantuvo relaciones con  él, su cuñado; no conozco los detalles, si fue seducida,  violada, o al contrario. El caso es que yo fui el fruto de esa relación. Mi madre era una persona ultra-católica y muy conservadora,  y quizás haga falta recordar el estigma que ser hijo bastardo suponía hasta mediado el siglo pasado.

Yo era el símbolo viviente de su pecado. Los de Madrid no quisieron saber nada de nosotros nunca más, y sólo algunas tías de aquí se compadecieron de nosotros. Mi madre se casó años después con un hombre mayor que ella, comerciante, mi padre legal, que le dio seis hijos varones más. 

Desde el principio destaqué de forma excepcional en el colegio: los maestros insistieron en que debía estudiar una carrera, y fui el único de la familia que lo hice, lo que provocó la envidia de mis hermanastros; por supuesto luego me engañarían  con la herencia.  Estudiaba mientras atendía la tienda. Recuerdo que Ava Gardner pasó por allí, e incluso me piropeó, diciéndome que me parecía a Anthony Queen. Eso me sorprendió muchísimo, pues aunque  era muy moreno, yo me veía feo, renegrido, agitanado; de hecho en la mili los pijas de las milicias universitarias me llamaban “el alférez gitano”.

En la Andalucía de aquellos años un químico sin pedigrí ni enchufe  lo tenía muy duro para encontrar trabajo: sólo conseguí uno en una fábrica de cemento que me duró un mes. Luego me tuve que dedicar, cómo  no, a la enseñanza. Fue entonces cuando conocí a una chica  bondadosa y guapa, muy cándida, retoño de una familia adinerada venida a mucho menos; fueron los años más bonitos.

De ahí paso a recordar una escena que simboliza el resto de mi vida madura: estoy sentado en el sofá para almorzar, acabo de llegar de trabajar y tendré que volver a salir dentro de una hora. En total eran entre 10 y 12 al día. Mi mujer me pone las papas con arroz por delante, pero olvida el agua: doy un palmetazo en la mesa y grito “¡Agua, por favor!”, a lo que ella acude corriendo. Oigo el ruido de mis siete hijos menores (sí: “hijos, los que Dios quiera”) jugando y peleándose; no me dejan escuchar las noticias. Cuando me levanto para subir el volumen veo a mi mujer llorando en la cocina,  abrazada por mi hijo mayor, que la intenta consolar; sí, el que luego salió maricón, perdón, gay.

Así pasaron años y años, durante los que no paré de hacerme buenos propósitos, que luego nunca podía cumplir; pues aunque estas situaciones eran más o menos comunes entonces, yo intuía que algo no estaba bien, aunque la autoridad había que mantenerla. Desde luego di de comer, vestí y eduqué a mis cinco hijos y tres hijas por igual; me han achacado que no los quise, porque de todo se entera uno, incluso aquí,  y si a lo que se refieren es a que no los besaba continuamente, les decía lo cojonudos que eran, ni les compraba todos los caprichos, pues tienen razón, es más, me pasé echándoles broncas, incluso insultándoles; pero yo ni podía ni sabía hacerlo de otra manera. Sin duda  desahogaba con ellos las humillaciones de la vida cotidiana de aquellos años, que me crearon ese carácter atrabiliario. 

Lo que sí hice fue lo siguiente: Siendo profesor de un colegio de monjas, una niña de bachillerato se quedó embarazada. Las monjas decidieron expulsarla. ¡Cómo iba a aparecer por clase una niña con una barriga! La niña vino a mí, suplicándome un certificado de tener aprobadas las matemáticas.  Le pregunté: “¿Cuánto son dos más dos?”. “Cuatro”, respondió, sin  entender. Bien, aquí tienes tu certificado. Le puse un sobresaliente, que le sirviera adonde la fueran a admitir. Nobleza bastarda.


Morí joven, sólo un año después de jubilarme. Sé que mi mujer me lloró durante mucho tiempo (aunque luego probablemente fue más feliz que si yo hubiera vivido),  y que la mayor de las niñas, Loli, tiene un retrato mío en su salita. Los demás, no, especialmente el mayor. Pues que sepan que no los culpo, y que, en el fondo de mi corazón, siempre los amé a todos, aunque no supiera demostrárselo.

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