MI EXILIO INTERIOR

viernes, 30 de octubre de 2015

La Mala Fama

LA MALA FAMA

A mis 20 años mi padre, harto ya de tener en casa a “un inútil y un botarate”, me buscó un enchufe en la compañía de seguros “Northwind & Hell”, donde su tío político, Richard Winston Jr., magnate del transporte, tenía mucha mano. El único consejo que me dio antes de echarme fue: “Y recuerda que la primera impresión es la definitiva. Si te creas mala fama desde el principio, luego es casi imposible quitársela de encima”. No sabía bien la razón que tenía.

El día señalado me presente en la planta 15º del Illinois Empire, uno de los muchos rascacielos del centro empresarial de la ciudad de Chicago. Al entrar se veía un mostrador, donde dos empleados atendían al público; detrás, tres mesas, seguidas de otras tres, donde seis empleados no levantaban la cabeza de sus papeles; a la izquierda estaba la mesa, más grande, del interventor y a la izquierda el despacho del director. Las paredes estaban llenas de fotos en blanco y negro enmarcadas donde se veían siniestros:  un barco que se iba a pique en un naufragio en una, un tren que descarrilaba en otra, un avión que caía en picado envuelto en fuego en otra, etc.

El interventor, Sr. Marlborough,  me recibió cordialmente y me presentó al personal; todos sonreían y me decían “ya verás lo bien que vas a estar aquí” y cosas así. Sólo había una mujer, la Srta. Chesterfield, ya mayorcita, larguirucha, con cara de búho y gafas de culo de vaso, que hizo un esfuerzo por esbozar una sonrisa, aunque se notaba que eso no era lo suyo. Yo estaba acojonado por caer bien, recordando el consejo de mi padre; porque yo sabía que era un inútil, y que mi padre ya se había quedado con la conciencia tranquila enchufándome allí, de modo que si me creaba mala fama y me echaban no tendría adonde ir.

Estaba mal visto levantar la cabeza de los papeles mientras se trabajaba, por no mencionar lo de hablar con los compañeros; de modo que hasta que al mediodía  nos sentamos en el archivo a comernos nuestros sandwiches de pan de molde con café de máquina no abrí el pico; pero una vez allí me empezaron a preguntar cosas, y yo estaba agobiado, porque si respondía con monosílabos me crearía fama de antipático, pero si me enrollaba demasiado  me la crearía de charlatán. De todas formas capeé el temporal más o menos.    

Fue por la tarde cuando metí la pata. Al fondo había un pasillo que llevaba a los servicios, el mismo que llevaba al archivo. Ninguno de estos tenía ventanas. Pedí  permiso para levantarme para ir a orinar y cuando volvía por el pasillo, arremetiéndome la camisa en el pantalón, con la bragueta abierta (aunque no se me veía nada), me topé de bruces con la Srta. Chesterfield, que me echó la mirada más asesina de mi vida.  Me puse a sudar y el corazón empezó a latirme desenfrenadamente; y encima el pasillo era muy estrecho, de modo que cuando me crucé con ella con los pantalones aún abiertos no pude evitar rozarla un poco.

Ya durante el almuerzo habían comentado que la Srta. Chesterfield, aunque fea, soltera y cincuentona, tenía un hijo “medio tonto” con el que convivía; que, aunque fuera la única mujer del personal, era la más veterana, íntima del director, y que lo que ella dijera iba a misa en la oficina. Todo ello no hacía sino aumentar aún más mi agobio: “Ya verás cómo de aquí a mañana a mediodía a lo sumo empezarán a no saludarme, a no contestarme, a mirarme con mala cara, etc.” me decía.

Aquella noche no paré de dar vueltas en la cama. Estaba seguro de que acabarían echándome, no sin antes haberme hecho pasar por un ninguneo y un vacío terribles. ¿Qué sería de mí? No soy fuerte para trabajar de albañil, en la escuela había sido de lo más mediocre, mi inglés no daba para más que una carta comercial o el relleno de un formulario y desde luego mi padre se negaría a admitirme en casa otra vez. Todo esto tenía lugar en el sofá-cama del “estudio” que mi madre había alquilado para mí cerca de la oficina (había que hacer transbordo sólo dos veces). Agobiado, a eso de las dos o las tres llamé a mi único amigo, el negrito Billy, a ver si me vendía una pastilla de la risa de esas que él tenía. Tuve que ir y meterme en un bar de negros – todo el mundo en Chicago odia a los negros – pero la conseguí.

Me la tomé por la mañana con el café de la máquina. Entonces empezaron a ocurrírseme un montón de cosas graciocísimas, y se las contaba a los de al lado cuando el Sr. Marlborough o la Srta. Chesterfield se escaqueaban: pero ninguno se reía lo más mínimo. Yo ya sabía de qué iba esto, porque lo mismo me había pasado con las niñas que me gustaban en el colegio: cuando decía jilipolleces y se reían, es que querían rollo; cuando decía cosas cachondísimas pero se quedaban serias es que pasaban olímpicamente de mí.  Eso era precisamente lo que estaba ocurriendo.

En los almuerzos del archivo de los días siguientes nadie me dirigía la palabra, y, si podían evitar contestarme si yo hablaba, pues lo hacían, o me respondían con un monosílabo. También ponían cara de asco al hablarme. 

“Tengo que darle la vuelta a esto como sea”, me dije. Y en la cuarta noche de insomnio se me ocurrió que lo mejor era hacerle la pelota al Sr. Malrborogh (a la Srta. Chesterfield y al director, Sr. Pallmall, ni eso se podía) y ofrecerme como voluntario para trabajar por las tardes fuera de horario. El interventor acogió mi propuesta con entusiasmo; pero para ello las horas que yo echara de más tendría que quedarse el botones, Jimmy, conmigo, para cerrar cuando me fuera. Una idiotez, porque podría cerrar yo mismo, pero Jimmy llevaba allí mucho tiempo y se fiaban de él; por cierto era muy pelota y muy mariquita. Yo decidí dedicarme por entero al trabajo y pasar de él, aunque no pude evitar enterarme de la que la Srta. Chesterfield había tenido ese hijo “medio tonto” con el que vivía y al que mantenía con el director anterior, que luego había pedido el traslado lo más lejos posible y la había dejado tirada, causa ésta, sin duda, de su mala leche.

Yo sé que me acusaban de pelota y de lameculos, pero me daba igual. “Si de todas formas no me habláis, pedazo de cabrones”, pensaba. Trabajaba y trabajaba, cambiando los papeles de sitio más que nada, y luego cogía mi autobús y mi metro y me metía   en el antro que mi madre me había alquilado, cuya ventana daba a un viaducto altísimo por donde pasaba el tren cada quince minutos, formando un gran estrépito y vibraciones que una vez llegaron a tirar un vaso.  Antes de entrar me compraba una hamburguesa gigante con patatas fritas y me las comía viendo la televisión. De tarde en tarde llamaba al negrito Billy y, con el pretexto de comprarle una pastilla de la risa, me tomaba una cerveza o dos con él, eso sí, en el bar de los negros, que me miraban, ellos también, con odio, o me empujaban al pasar, etc. Lo típico. Pero Billy es buena gente; bueno, es que no es negro del todo.  

Tras varios meses así  – esto fue hace poco – me dice el interventor que el director me llama a su despacho; que él me acompañaría. Me recibe el cabrón con una sonrisa de oreja a oreja, me da un apretón de manos que por poco me tira al suelo, y me dice que he sido ascendido, gracias a sus informes, por supuesto, por la superioridad a “auxiliar administrativo de tercera”, con un incremento aparejado en la paga de un 0,53%. (“Y entonces ¿qué era yo antes?” pensé) “Siga usted así y llegará lejos. En esta vida es más importante la tenacidad y el trabajo que la inteligencia”. O sea que me estaba llamando imbécil.  Al salir, la Srta. Chesterfield me miró de reojo, seria, aunque no tanto. ¿Querría rollo?

Y aquí y así sigo. He conseguido demostrar que lo que decía mi padre no era verdad. Me va bien, dentro de lo que cabe.


 





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