MI EXILIO INTERIOR

martes, 6 de enero de 2015

II. El Diario de Nora.







EL DIARIO DE NORA.





Desde el verano me han pasado tantas cosas que dejé de escribir mi diario. Es una pena, porque lo venía haciendo sin interrupción desde que tenía 10 añitos. Voy a retomarlo; pero primero voy a contar lo que ha pasado desde entonces.



El verano pasado Papá y Mamá decidieron alquilar un chalecito para veranear en una playa del Sur que se llamaba Cañaverales. Alguna amiga le había hablado bien de ella a Mamá, y además estaban deseando cambiar de sitio, porque en el norte hacía mucho frío para la mala salud de Papá. Yo pensaba pasarme una semanita con ellos allí y luego irme a Londres para pegarme dos meses de inmersión lingüística total y darle por fin la puntilla al inglés. Pepe también estaría unos días con nosotros.



Jardín de la casa (Sorolla).




Entonces pasó lo del amago de infarto de Papá y yo decidí que quería pasar el verano entero con él. Yo sé que mi presencia  alegra a Papá; ¡siempre ha sido tan cariñoso conmigo! Desde que era pequeñita, desde que tengo memoria vamos, siempre que venía  a casa me traía algo, un regalito, por nimio que fuera; y desde que aprendí a leer, siempre libros, y todos los miércoles fascículos de la Enciclopedia Estudiantil, que me encantaban, y con los que aprendí mucho más que en el colegio.



Papá es tan buena gente – Pepe dice que es tonto, que se pasa de bueno – que en cuanto la empresa va un poco bien, y sin tener por qué, les da una paga extra a los empleados. Mamá misma a veces no lo entiende, dice que tampoco hay necesidad de eso, y que con ese dinero nosotros (y ella) podríamos estar mucho mejor. Pero a mí me gusta Papá así. 



Por eso, cuando le dio el infarto en seguida decidí que pasaría el verano entero con ellos en Cañaverales.  El primero de Biología lo había aprobado sin problemas, así que metí en una maleta un montón de novelas clásicas que tenía pendientes de leer, más unas cuantas revistas de Biología en inglés – Nature, The Ecologist, el inglés leído lo controlo bien – y nos metimos en el coche. Conducía Mamá. 




Llegamos el dos de julio. La playa en sí era preciosa, de arena finísima, ¡y el mar tenía un azul tan diferente al del norte! El chalet tenía delante un pequeño jardín, algo abandonado, de estilo antiguo, como de los años 20, con alberca incluida - era uno de primeros que se construyeron allí -  y yo en seguida empecé a hacer planes de cómo restaurarlo. El barrio era tranquilo, aunque no podían faltar las inevitables casas de pésimo gusto que tanto abundan en las playas españolas, muchas de ellas propiedad de arquitectos, y luego estaba la parte más humilde, y allí los pisos eran decididamente feos. Pueblo en sí no había; aquello era un “resort” que había surgido tímidamente en los años 20 y luego se había desarrollado brutalmente en los 70, cuando a la gente de la zona, más la de la capital, Puerto de Santa Fe,  les dio por  tener una casa en la playa para no ser menos. Lo peor era un hotel faraónico que había al final, que encima estaba sin terminar porque a última hora los ecologistas lo habían denunciado. 



Pero bueno, yo pensé en organizarme leyendo, jugando al ajedrez con Papá, restaurando el jardín y dando largos paseos por la playa: si se iba uno hacia el este entraba en una zona que era parque natural y aquello era una maravilla, totalmente virgen, el mar a la derecha, las dunas y los pinares a la izquierda, y la playa sin fin delante. ¡Y más para una bióloga!



Al tercer o cuarto día, mientras estaba tumbada bajo la sombrilla en la playa leyendo  tras un chapuzón, me puse a hablar con dos chicas de mi edad que había en la sombrilla de al lado. Lo primero que me llamó la atención fue su acento, de un andaluz muy diferente al que yo había oído hasta ahora, más bien feo, y a veces hasta ininteligible; pero eran muy amables y alegres y me dijeron que por qué no me pasaba esa noche por La Proa, un bar donde por lo visto se reunía la juventud que veraneaba allí. 



Total, que aquella tarde me arreglé un poquito, me puse el vestido de tirantas y lunarcitos blancos sobre fondo rojo, con un poquito de escote, y le dije a Mamá que iba a salir. No le quise decir nada a Papá porque está muy delicado y cualquier cosa le puede agobiar, especialmente si se refiere a mí. 



Cuando llegué las vi en seguida, me llamaron con la mano para que me acercara a su mesa, y me dieron un montón de besos, que si lo guapísima que estaba, que si qué bien que había venido; yo estaba un poco abrumada, pero bueno mejor eso que lo contrario ¿no? Me presentaron a otras chicas. Todas me hablaban a la vez, me preguntaban de dónde era, que si qué estudiaba, que si tenía novio, etc. El sitio no estaba mal: pretendía imitar a un barco, el suelo era de madera y en las paredes había anclas, maromas, timones, y cosas así; pero lo mejor eran los grandes ventanales   que daban a la playa, y desde los que se oían las olas, sobre todo cuando la música era “lenta”.



No me sorprendió la cantidad de alcohol que se bebía allí porque ya en Madrid había visto lo mismo. A mí me sienta fatal. Pero las niñas estaban empezando a animarse y con ello a gritar y ya me estaba cansando un poco de aquello; entonces llegaron los chicos. Eran un grupo de cinco o seis, y entre ellos destacaba uno, porque les sacaba por lo menos  una cabeza de altura a los demás. Era muy delgado, tenía el pelo revuelto, un poco a lo James Dean, más bien serio y con cierta tristeza en los ojos. Desde que me vio se me quedó mirando, fijamente, por la cara, vamos que no me quitaba el ojo de encima. A mí no me molestaba, porque no lo hacía con borderío ni mala educación, y además era guapo, así que le sonreí; en seguida se cortó y bajó la mirada. Estaba yo pensando lo tímido que era cuando me lo encontré a mi lado sentado. “Este debe ser de los llamados “tímidos audaces”, como los llama mi amiga Paloma”, pensé yo. Se autopresentó, y al sonreír se le iluminó la cara. Tenía el acento de la zona muy suavizado, incluso con algún deje que me pareció catalán. Me preguntó de dónde era, etcétera, lo típico. El era estudiante de primero de bachillerato, pero tenía sólo un año menos que yo, porque había repetido 4º de la ESO; pero que era muy espabilado se notaba en seguida. No se quitó de mi lado en toda la noche, pero yo al poco rato dije que me quería ir porque el ruido de la música, más el de la gente ya totalmente borracha me resultaba insoportable. Se empeñó en acompañarme a casa, decía que de noche si era la primera vez me iba a perder, y a mí no me importó, pero ya oí, a pesar del tumulto, el primer cotilleo. Siempre me pasa cuando voy a estos sitios, en Cañaverales o en Pekín. Estrella, una de las chicas de la sombrilla de al lado, le dijo a otra que yo no conocía: “No pierde el tiempo la madrileña, no.” Y la otra contestó: “Pues con ese va aviada.”



Salvador me acompañó al chalet, la verdad es que de noche no se veía casi nada. Fuimos hablando tranquilamente, y me dijo que al final de la playa, muy cerca de donde terminaba el barrio de mi chalet, había una zona que era parque natural y era un bosque de pinos muy espeso donde había cantidad de pájaros de las más diversas especies,¡y también linces! Casi todo eso lo sabía yo ya, pero él me lo contaba con tanto entusiasmo que le dejé seguir. Cuando llegamos me dio un besito y me dijo que un día teníamos que dar un paseo por esa playa.


Me acosté contenta. Me había caído bien el chico ese.


A la mañana siguiente desayuné con Papá fuera, junto a la alberca,  regué y podé un poquito el jardín y bajé a la playa con The Ecologist  a darme un chapuzón y leer un poco. La temperatura era ideal; soplaba una ligera brisa, el mar estaba casi en calma, y era bonito mirar el resplandor del sol en él, así como oir el rítmico sonido de las olas rompiendo en la orilla. Vi la sombrilla de Estrella, pero como estaba con sus padres encontré la excusa perfecta para colocar la mía lejos. 



Alberca. Sorolla.

Lo más alucinante es que no habían pasado tres cuartos de hora cuando apareció Salvador, solo. Iba andando por la orilla, miró, me vio y se vino hacia mí. 


Yo estaba en bikini y esta vez no me miró solamente a la cara, sino que me dio un buen repaso algo lascivo. Normal. Mejor. Se puso en cuclillas y empezamos a hablar. Al rato me propuso dar el famoso paseo. Me acordé de lo que siempre me decía Mamá, que a los hombres no hay que darles demasiada confianza, porque en seguida se creen que todo el monte es orégano, y además los primeros que te pierden el respeto son ellos. Yo creo que esa teoría está totalmente anticuada, pero bueno de todas formas la gente también está totalmente anticuada, y yo no sabía por esa zona, pero si lo estaban en Madrid no lo iban a estar menos por allí. De todas formas le dije que aquel día no podía, porque tenía que jugar al ajedrez con Papá – era verdad, me lo paso pipa jugando con él, y más sentados en el jardín - pero que me encantaba la idea y que ya lo haríamos….dejé un poco de misterio con respecto al cuándo. 




Pero él seguía allí, no se iba. A mí tampoco es que me importara, vaya. Bueno, hablamos un rato más; yo notaba las miradas de la sombrilla de al lado, por muy lejos que estuviera, y hasta me parecía oir los comentarios. De pronto Salvador, algo bruscamente, dijo que se iba, me dijo adiós y siguió adelante, hacia la playa solitaria. 


Al día siguiente bajé a la misma hora y yo creo que inconscientemente estaba esperando que apareciera, pero no, no vino. La que sí se acercó fue Estrella, toda amabilidad; le tuve que seguir un poco el rollo, pero ya la tenía calada; intentó zorramente sacar el tema de Salvador, pero me hice la tonta. En cuanto pude me subí al chalet a seguir arreglando el jardín y a estar con Papá.



Tuvieron que pasar tres o cuatro días más antes de que Salvador volviera a presentarse. Bueno, entremedio estaba el fin de semana, la playa se ponía de bote en bote de domingueros, y esos días era mejor ni bajar. 

Cuando por fin se presentó, me volvió a decir lo del paseo, y yo estaba deseando, pero aún así lo postergué hasta el día siguiente. Esta vez quedamos a una hora, tempranito, para que nos diera tiempo a andar un buen rato y volver para comer. A las nueve de la mañana del día siguiente allí estábamos los dos, yo con una blusa celeste que me sentaba super bien encima del bikini, para no quemarme, y él son un sombrero de paja, jaja. Estaba gracioso, parecía un náufrago, o un Robinson. Anduvimos y anduvimos. Al principio todavía había algo de gente, pero a partir del segundo o del tercer kilómetro, nadie. El mar estaba tranquilo, y de un azul intenso. Bandadas de pájaros caminaban a saltitos por la arena mojada de la orilla; a la derecha se veía el mar lleno de reflejos del sol, y a la izquierda, detrás de las dunas,  la inmensa mancha verde del pinar. La brisa nos daba en la cara. Mirábamos, en silencio, nuestros pies hundiéndose un poquito en la arena, dejando huellas, y cómo las olas nos los mojaban. Los de Salvador eran grandes, huesudos, bien formados; los míos, más pequeñitos y regordetes: me dijo que los tenía muy bonitos, y que se parecían a mis manos. “¿Te has fijado?” “Claro. En las manos es en lo primero que me fijo en una mujer”.   Pues yo no me iba a cortar y le dije, “Pues tú lo que tienes bonito son los ojos y la sonrisa”, jaja y el valiente se puso colorado como un tomate. 







Al cabo de un rato nos dimos un chapuzón. ¡Qué bien se estaba dentro del agua! Estaba un poquito fría al principio, pero nada que ver con las playas del norte. Seguimos andando todavía algo más. Me acuerdo que me contó que el primer libro que había leído había sido Robinson Crusoe, iluminado sólo por una vela,  una noche de tormenta en que se fue la luz, cuando el tendría unos once años. “Pues un Robinson es lo que pareces justo ahora”, le dije yo. “¿Eres muy solitario? ¿Te identificas con él?” No se cortó nada y fue sincero. “Pues sí, la verdad es que sí. Hay muy poca gente en la que encuentro buen rollo. Contigo por ejemplo, sí.” Y ahora me puse colorada yo.






El hubiera seguido andando hasta el fin del mundo, creo yo, pero le dije que ya habíamos andando lo menos dos horas y media, y que era hora de volver. “Bueno, me dijo, pero primero vamos asomarnos encima de esas dunas para que veas un poquito la espesura del pinar.” Subimos, la arena seca quemaba mucho los pies, tuvimos que correr hasta lo alto de la duna y allí, en lugar de pararnos a ver el mar, seguimos corriendo hasta la sombra de un pino  para que la arena no nos quemara. Estábamos igual de solos que en la playa, o sea que seguía sin haber nadie, pero de alguna manera allí se sentía uno más recogidito. Salvador se quitó el sombrero de paja y se enjuagó el sudor de la frente, y yo me pegué a él porque la sombra era pequeña, y mi brazo rozó el de él, y entonces me cogió la cara con mucha, mucha delicadeza y me dio un beso.  Mi cuerpo entero se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica.   El beso, o mejor dicho los besos, se prolongaron un buen rato. 



Volvimos cogidos de la mano. Por supuesto, llegué tarde a comer. Nos dijimos adiós con un besito en los labios y ya no hacía falta decir más. Mamá me riñó; decía que le había tenido que contarle un embuste a Papá para que no se agobiara y que no podía desaparecer así, sin más, y más teniendo el móvil. Lo que le pasa a Mamá yo sé lo que es: que tiene celos de mí, porque soy el ojito derecho de Papá. De todas formas lo lleva bien la mujer, ¡y además a ella le pasa lo mismo con Pepe! Lo que pasa es que Pepe es un atolondrado que no se entera de nada, casi nunca aparece por casa y le echa a la pobre muy poca cuenta. De todas formas es una santa en comparación con lo que me han contado mis amigas de sus madres y familias.  




Total, para resumir, lo importante es que había estado super bien y que estaba deseando volver a ver a Salvador. Era su delicadeza al besarme lo que más me había gustado. Nadie me lo había hecho nunca así; y su timidez, que a lo mejor en otro me hubiera producido, no sé, desprecio, o rechazo, en él me enternecía. La compensaba con algo muy varonil.




Yo ya bajaba a la playa todos los días deseando verlo, y ya no faltó  ni un sólo  día. Tampoco volvimos por La Proa, porque para aguantar cotillas siempre hay tiempo. Siempre íbamos por esa playa y algún que otro día hasta nos llevamos una tortilla para poder comer a la sombra de los pinos. Recuerdo un día en que nos dedicamos a coger piedrecitas y conchas, tantas que nos hicimos con una buena colección. Había piedras negras que tenían la forma exacta de un corazón. El cogió la más bonita y me dijo que me la regalaba. Muchos días no hablábamos casi nada durante horas: mirábamos al mar, al cielo, a nuestros pies andando por la orilla, o el uno al otro, y nos sonreíamos. Siempre nos besábamos desde luego, y ya no hacía falta que subiéramos al pinar, aunque un día nos internamos en él para explorarlo. Vimos un arroyo muy pequeñito y muy bonito, bordeado de adelfas, y Salvador me dijo que desembocaba un poco más lejos, donde había un promontorio rocoso, formando una pequeña cascada. “¡Yo quiero verlo!”, dije, entusiasmada. 




Nada, lo planificamos todo para el día siguiente salir aún más temprano y poder llegar a las rocas. Se tardaba, pero era precioso. Era como estar en medio de una naturaleza que no había cambiado en miles de años, aquello debía estar igual que en tiempos de los fenicios, o de los romanos, o incluso antes. En estado puro. Pasadas las rocas había una calita, y después más rocas, pero estas ya tan altas que hubiera hecho falta un equipo de escalada para cruzarlas. Nos sentamos en la cala, nos dimos un baño, nos comimos la tortilla, y nos tumbamos al sol, muy cerca el uno del otro. El tiempo pasaba volando y le dije que teníamos que volver; aceptó un poco de mala gana, pero cuando intentamos cruzar las rocas la marea había subido, el mar se había encrespado, y al pegar un salto de una roca a otra una ola estuvo a punto de tumbarme y arrastrarme mar adentro con la resaca; menos mal que Salvador me agarró del brazo. “¿Y por dónde cruzamos ahora?”   dije yo, y Salvador me contestó: “Me temo que no se puede, tenemos que esperar a que baje la marea, bueno se puede intentar pero es muy peligroso.” La marea tardaría en bajar por lo menos dos o tres horas, así que nos quedamos atrapados en aquella playa, los dos solos, aislados. Y, claro, ya hicimos el amor. Y luego nos bañábamos y lo hacíamos otra vez. Probamos todas las posturas que conocíamos, más otras que nos inventamos. No sé cuántos orgasmos tuve aquella tarde: incontables. Salvador acabó agotado.¡ Al otro día no apareció, porque se quedó dormido de cansancio!




Yo era feliz. Estaba encantada con este chaval. Ya lo he dicho: nadie hasta entonces había tenido la delicadeza de él, sin tener menos masculinidad por eso. ¡Ni mucho menos! Vamos que empecé a plantearme cosas quizás impropias de mi edad, 20 años, para estar con él siempre. 


Lo único que enturbiaba un poco la cosa era su dichosa timidez. Yo creo que él pensaba que como yo era mayor que él – un año nada más – pues había estado con un montón de tíos y tenido un montón de experiencias sexuales, y que habría conocido un montón de intelectuales de Madrid en comparación con los cuales él se veía muy poquita cosa. ¡Qué equivocado estaba si pensaba eso! Por si acaso, yo me hartaba de darle besos y de decirle lo guapo que era: y casi siempre lo conseguía; se le quitaba la melancolía y volvíamos a estar bien. Eso sí, me enteré que su vida familiar era horrible; su padre bebía y se llevaba fatal con su madre, que estaba mala de los nervios y se atiborraba de pastillas,  y los dos mal con él: vamos que hacía tiempo que no se dirigían la palabra, o lo justo. Yo ahí no podía hacer nada. Me daba mucha pena y mucha impotencia, pero no podía hacer nada.




Vivíamos como en una nube. Hasta abandoné un poco a Papá. Un día contamos una trola, ya no me acuerdo  ni cuál y nos fuimos en el autobús a Puerto Santa Fe, donde alquilamos una habitación en un hotelito y nos pasamos el día entero allí, haciendo el amor sin parar; sólo bajamos para comer. ¡Teníamos un hambre atroz!


Pero el verano se acercaba a su fin, la gente empezaba a marcharse y el tiempo a empeorar; y lo peor es que Salvador empezó a cambiar: faltaba algunos días, otros el paseo lo dábamos más corto, y además lo notaba raro, ausente. Ya no hacían efecto apenas mis zalamerías. Sólo conseguí que me dijera que la situación en su casa había empeorado más todavía. Yo había intentado hacer planes para seguir viéndonos después del verano, pero la verdad es que ninguno era realista ni hacedero, y por otra parte mis padres comentaban que Cañaverales había estado bien para un año, pero no tanto como para repetir. Y encima Salvador cada vez peor. El penúltimo día bajé deseando que apareciera y no lo hizo. Aquel día me encerré en mi cuarto y estuve llorando toda la tarde.



Fui a buscarle. Lo encontré. Lo único que conseguí sacarle era que se sentía mal, deprimido, y que necesitaba estar solo. Yo le dije que al día siguiente nos marchábamos, y que si iba a estar así mejor que lo dejáramos; que había sido la historia de amor más bonita de mi vida, pero que las cosas se acaban. Echó una lágrima, una sola; yo le di un abrazo muy fuerte, le pedí que al menos quedáramos como amigos y me volví dando un rodeo al chalet, porque lloraba como una magdalena y no quería que nadie me viese.

Los primeros días del regreso fueron tristes; pero tomé la determinación de que la vida continuaba y no podía dejarme llevar por la melancolía. Por otra parte el cambio de aires, el arreglo de los papeles del nuevo curso, el reencuentro con mis amigas, Paloma, Almudena, me hizo más fácil el olvido.  




Empezó el curso. No lograba motivarme. Alguien me presentó a un chico que me dijo que iba a estudiar Ciencias del Mar, me contó de qué iba y me pareció muy bonito e interesante. Me dijo que eso sólo se podía estudiar en tres sitios en España, los tres desde luego en la costa: uno de ellos era Puerto Santa Fe. Convalidaban asignaturas de biología y viceversa, de modo que si me arrepentía podía volver; me obsesioné con la idea de estudiar Ciencias del Mar en Puerto Santa Fe; cambiar de aires, salir de Madrid; estar cerca del mar; ah!  Y se me olvidaba decir que encima me encontré a Juan Carlos en el pasillo de la Facultad y con una enorme frialdad me dijo que ya se había enterado de mis “folleteos” (eso dijo, lo juro) con catetos de la playa. Que bien podía haber esperado un poquito después de romper con él para empezar de nuevo a….Aquel día volví a llorar y me decidí a irme. No podía soportar la idea de encontrarme a ese asqueroso un día sí y otro también en los pasillos o en el bar de la Facultad. 




Mi padre estaba mucho mejor y, aunque me costó, logré convencerle de que mi vocación estaba en esa carrera. Me apenaba apartarme de él, pero pensaba también que tiene que haber un día en que una eche a volar; además los vería – también a la pobre Mamá – en Navidad y ellos también podían visitarme cada vez que quisieran, porque Pepe ya era en realidad quien llevaba las riendas de la empresa. 




En pocos días arreglé los papeles. Me matriculé por internet en Puerto Santa Fe, llené un par de maletas con lo imprescindible, y ya estaba a punto de comprar el billete del autobús cuando Mamá se empeñó en llevarme en el coche y en ayudarme a buscar piso. Así lo hicimos. Alquilamos uno modesto, pero suficiente, me ayudó a comprar lo imprescindible y a decorarlo a mi gusto y a los dos días se marchó, no sin insistir que todo esto le parecía muy raro. 




La gente de mi nueva Facultad era más abierta y servicial que la de mi ciudad. El ajetreo que tuve todo este tiempo era tal que apenas me acordaba de Salvador. En seguida hubo compañeros, la mayoría eran de la ciudad, otros de la provincia,  pero también los había de todas partes de España que venían a estudiar esto, que me invitaron a salir con ellos los fines de semana. Así, y paseando mucho,  fui conociendo la ciudad. Sería la novedad, pero me gustaba; casi a cada vuelta de una calle aparecía el mar. Los sábados me iba a un mercadillo a comprar cosillas para decorar mi nueva casa y ropa para el otoño. Echaba de menos de todas formas alguna amiga más íntima, aunque hablaba a diario por teléfono con Paloma y Almudena, aparte de, por supuesto, con mis padres. 



El profesor de Oceonagrafía, Rubén, muy joven y simpático, sólo unos años mayor que yo, era muy accesible y nos animaba a todos a pasarnos por su departamento a la más mínima duda que tuviéramos.  Era con diferencia el más profesional de todos. Fui varias veces, porque estaba bastante desorientada con el cambio de estudios, la verdad, y a la tercera vez me preguntó de dónde era. Le dije que de Madrid,  me dijo que él era de Valencia, que era nuevo aquí y que apenas conocía la ciudad, suponía que como yo, y me dejó caer que a ver si nos dábamos una vuelta algún día. 



Salimos juntos varias veces, especialmente los viernes, cuando muchos de los compañeros se iban a sus pueblos o ciudades y nos quedábamos más solos. Me invitó a su casa un sábado tras tomarnos unas copas (aunque yo no bebo tenía que amoldarme a lo que había). La tenía super bien montada, muy bonita, con un montón de libros y de discos – le encantaba el jazz y el blues -  aunque con un estilo demasiado frío y moderno para mi gusto, minimalista o algo así.  Al domingo siguiente por la mañana ya me llamó para invitarme a comer. Bueno, no tenía nada que hacer, y ante la perspectiva de pasarme la tarde del domingo sola, acepté. 



Lo tenía todo bien preparado, con velitas, y había cocinado él mismo algo chino o japonés, no me acuerdo, que estaba exquisito. Incluso el vino, blanco, me gustó. Me mareé un poco. A la sobremesa puso una música chill out, muy relajante, y nos sentamos en el sofá a charlar tranquilos. Se hizo un porro. Yo no era la primera vez que le había dado una calada al hashís, y siempre me había sentado mal, pero cuando me lo pasó, fumé. Empezamos a reírnos mucho los dos, por tonterías, acordándonos de los profesores y de los alumnos de la Facultad, más bien metiéndonos con ellos. Pablo tenía mucho sentido del humor, se reía de todos, y yo me sentía como muy laxa, y entonces, me atrajo hacia él y me besó. Siempre es bonito un beso cuando una está sola. El beso se prolongó y terminamos haciendo el amor allí mismo en el sofá. Sin embargo, no alcancé el orgasmo, y cuando me acompañó amablemente a casa en su coche, me sentía vacía, sola, incluso manipulada.


No obstante, seguimos viéndonos los fines de semana. Se convirtió en una costumbre lo de salir los sábados, aunque yo noté que evitaba los ambientes frecuentados por los de la Facultad. Acabé quedándome en su casa a dormir – la perspectiva de irme a dormir sola me entristecía – y por la mañana me traía el desayuno a la cama, dábamos una vuelta en su coche por las playas de los alrededores y luego almorzábamos. Me invitaba a todo. Pero siempre me pasaba lo mismo: cuando volvía a mi piso el domingo por la tarde me sentía triste y sola otra vez, en cuanto él se iba.


Y así llegó la Navidad y me fui a Madrid. Me encantó ver bien a Papá. Comimos juntos en Nochebuena y Pepe trajo a su nueva novia, muy amable, pero más bien pija, la verdad. Pepe no iba a ser el empresario que había sido Papá, y mucho menos bajo la influencia de ella, María Luisa se llama, licenciada en Empresariales e hija de un promotor inmobiliario con mucha pasta. Ninguno, menos Papá, entendía lo que yo había hecho, y la cena se convirtió en una retahíla de críticas, más o menos amables, pero críticas al fin.   Vi también a Almudena y a Paloma, las dos se habían echado novio, los dos telecos, y estaban contentas, aunque yo creo que no demasiado enamoradas. Intentaron hablarme del cerdo de Juan Carlos, pero las corté de raíz. 


En Noche Vieja me invitaron a una fiesta, pero ya sabía lo que me esperaba allí, mucho alcohol, mucho bailoteo y mucho ruido, y yo preferí quedarme en casa. Y no es que echara de menos una llamada de Rubén, que se había ido a Valencia, pero lo cierto es que no me llamó ni una sola vez, y eso me pareció muy significativo.



Volví a Puerto Santa Fe, esta vez sola, en el autobús, y cuando este pasó por el cruce de la desviación a Zutaija, ya cerca del final del trayecto, me acordé de Salvador. ¿Qué sería de él? ¡Qué pena querer tanto a una persona y que luego desaparezca de tu vida totalmente! En cuanto llegué al piso le puse un mail y le conté que estaba viviendo en Puerto Santa Fe y le di mi dirección. Muy breve, porque no quería agobiarlo. Si no me quería, sus razones tendría, y llamándolo sólo iba a conseguir que se hartara de mí todavía más. 


En el segundo trimestre me puse a estudiar en serio. Ya que no encontraba una compañía que me llenara de verdad, me iba a convertir en una buena profesional. 



Rubén me saludó cariñosamente cuando nos vimos; a él por lo visto le parecía absolutamente normal eso de no dar señales de vida durante todas las vacaciones. Pero yo empecé a quedarme todas las tardes en casa sola, estudiando. El primer sábado de enero después de la vuelta me llamó, era como si no hubiera pasado nada, quería seguir con la rutina de las copitas el sábado por la noche, el polvo después, el paseíto a la playa el domingo por la mañana, el almuerzo y vuelta a casa. Hacía el amor con él, sí, pero si antes los orgasmos habían sido escasos, ahora eran inexistentes. El no parecía darse cuenta, o le daba igual. Un sábado me quedé esperando su llamada, y no, de repente y sin previo aviso no me llamó. Me quedé en casa esperando como una tonta. El domingo tampoco dio señales de vida. Otra vez a llorar, pero a llorar por qué, me dije. Bueno quizás le había pasado algo, me decidí a llamarle yo, pero no cogía el teléfono. Bien entrada la tarde del domingo, le volví a llamar, y esta vez sí se puso,  y masculló un rollo, una excusa, que si habían venido unos amigos de Valencia a verle o algo así. No le dije ni le reproché nada; si no había considerado necesario avisarme es que este tío no merecía la pena en absoluto, es más, me había estado utilizando de mala manera. 


Nunca en mi vida caí tan bajo cuando al sábado siguiente sí me llamó y yo acepté en verle, y no sólo en verle sino en volver a acostarme con él. Esta vez sí que me sentí fatal después de hacerlo, y el domingo, al volver a casa tomé la determinación de que cortaría toda relación con él. Ya vería la forma de hacerlo, pero la decisión estaba tomada.

   

Entonces un martes, estando haciendo un trabajo en casa en el ordenador, llamaron al timbre. Y era Salvador. ¡Qué contenta me puse! Venía con una historia rocambolesca de que se había escapado de su casa, algo sin pies ni cabeza, muy propio de él, pero de nuevo estaba ahí, Salvador, con su cara de despiste y su sonrisa, con su necesidad de ser protegido, con el cariño que emitía sólo con su presencia. Me hice un poco la dura en lo sexual, pero no podía dejar de darle cariño, pues lo sentía y sentía que él  lo necesitaba. Me hacía unas preguntas que yo no podía ni sabía responder, pero me propuse que lo ayudaría como fuera y que este tío iba a salir adelante, e iba a salir adelante conmigo. 


Poco después se presentó nada menos que en el bar de la Facultad, y encima a una hora en que yo había quedado con Rubén. Aquello era un lío que no me gustaba nada. Yo no había roto con Rubén todavía, aunque tuviera pensado hacerlo. Quedé con Salvador para el día siguiente. Hablamos de él y de su problema, y yo lo vi claro. Vi claro lo que tenía que hacer, y lo tenía que convencer, y lo tenía que convencer mediante el amor. Y le di todo lo que tenía dentro. Y volvimos a hacer el amor y era incluso mejor que antes. Yo estoy segura de que esto va a salir bien.

2 comentarios:

  1. Una historia de amor muy bonita, con su ingrediente de naturaleza y alguna reflaxión sobre las relaciones humanas.

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