MI EXILIO INTERIOR

jueves, 14 de febrero de 2013

Visita a Cazorla.



VISITA A CAZORLA.





En septiembre de 1984, a la vuelta de mi azaroso viaje al sur de Marruecos, aún tuve tiempo de pasarme por la Sierra de Cazorla.



Había leído en una revista dedicada a  lo natural, la vida en el campo, etc. que una pareja ofrecía hospitalidad en el cortijo donde vivían en esa comarca.



Cómo conseguí dar con el cortijo no lo recuerdo, pero debió ser arduo.  Grande y blanco, estaba aislado en medio de la sierra. Y a quien me encontré allí fue a un muchacho de Madrid, pues la pareja estaba pasando un periodo fuera. El cortijo tenía abajo  una gran habitación con  chimenea, y arriba un doblado muy extenso con camas alineadas. Me quedé a pasar una semana con el chaval, que era tan invitado como yo. Practicaba el ayuno; decía: “un día a la semana y una semana al año”.



Los dos solos, charlábamos mucho. Fuimos a visitar a “vecinos”, que se habían ido a vivir en el campo por los alrededores. Una era una alemana que vivía sola con su hija; la niña tenía que andar varios kilómetros sola para ir al colegio, por senderos de montaña. Y a veces el tiempo en esa sierra era muy duro.



Sierra de Cazorla
                  


Otros eran un grupo de sevillanos, hombres y mujeres, a una de las cuales yo conocía. Era de una familia de muchos hermanos cuyos padres eran del Opus. Se estaban reconstruyendo una casa. Pero uno de ellos me dijo que el no servía para estar en grupos grandes, pues en ellos “se anulaba.”

Pero lo más novelesco ocurrió una noche. Era ya tarde y estábamos charlando junto a la chimenea. Fuera había una tormenta espantosa: caían rayos y truenos y llovía a mares; y nosotros dos solos en ese cortijo aislado en medio de la sierra.  Y de pronto, con ese tiempo y a altas horas de la noche, llamaron, aporrearon la puerta.



Tras la sorpresa, o incluso el susto inicial, abrimos: resultó ser un chaval de Elche que también se quería ir a vivir al campo y que se había perdido en la sierra. Traía un impermeable pero venía calado hasta los huesos. Le dejamos que se calentara junto al fuego y nos contó su historia. Había trabajado en una fábrica de zapatos en Elche, pero no podía soportar más  el caciquismo de los jefes, el bajo salario, la rutina diaria, una vida humillante e insulsa. Yo me identificaba totalmente con él porque yo trabajaba en un banco y sentía lo mismo.



Cuando el chico se fue, el de Madrid y yo decidimos ir a (la provincia de) Murcia a visitar una comunidad de seguidores de Lanza del Vasto. No les sentó muy bien que nos presentáramos sin avisar, pero nos acogieron en una especie de dormitorio con literas que tenían para los invitados.



La comunidad estaba perfectamente organizada. Un río – grande – hacía un meandro alrededor de la finca, que tenían plantada de arroz principalmente: un gran llano verde, bañado por el sol. Tenían una cocina común y una pequeña capilla (son cristianos), con cuya campana llamaban al trabajo en los distintos servicios. Me desilusionó su frialdad a la hora de comer. Comíamos juntos todos, sí, pero nadie nos hablaba, y todos tenían pinta de pijas.



Al salir recuerdo que vi al jefe tras la ventana de su cuarto escribiendo a la luz de una vela.



Llegamos a Villacarrillo y allí me despedí del madrileño y me fui de vuelta a Sevilla.



LORA DEL RIO



Por esa época también visité a un grupo que vivía en una finca alquilada en Lora del Río (Sevilla), con quienes contacté gracias a la misma revista.



Al llegar un perrillo me mordió, sin que ellos hicieran nada por evitarlo: no parecían muy hospitalarios. Eran un hombre, su mujer y su hijo, y otro hombre joven, gay.



El hombre casado había trabajado en la fábrica de bañadores Meyba de Barcelona, y tampoco lo había podido soportar. Tenían cabras, que guardaban en una gran nave, y él se levantaba temprano para ordeñarlas y en una motillo llevar la leche fresca a la carretera, donde un camión pasaba a recogerla cada mañana. 

¿Qué vida era mejor? Probablemente ellos mismos lo dudaban. Aunque iban de duros: durante el paseo salió a colación el tema del alquiler de la finca y el de posibles problemas y el hombre no tuvo reparos en comentar que si la cosa se ponía fea siempre podía recurrir a meterle fuego a la finca.



Dimos varios paseos por ella, que estaba plantada mayormente de olivos, en colinas onduladas.  Con las horas se volvieron más amables. Tenían una colmena. Cazaron un conejo, que nos comimos el mismo día.



Un día visitó al gay un amigo y durmieron juntos. No se llevaban especialmente bien con los del pueblo, ni entre sí. Aquello tenía sus días contados. Pero lo habían intentado.  


  

1 comentario:

  1. Qué bien que hayas vuelto a escribir. Pensé que te habías cansado amigo!
    No nos vuelvas a dejar!!
    Porque tus escritos nos acompañan.

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