MI EXILIO INTERIOR

miércoles, 23 de enero de 2013

IMILCHIL, o el arabismo.




IMILCHIL, o el arabismo.


"Arabismo" es un término que usan desdeñosamente algunos ensayistas, tanto árabes como europeos, para indicar esa atracción por lo exótico del mundo árabe tradicional, heredera del romanticismo literario del siglo XIX, pero sin la menor preocupación por las condiciones reales de vida de los pueblos árabes.

Ese arabismo es el que debía compartir mi amigo Luis. Ya de pequeño, su padre le había regalado un libro, con profusión de ilustraciones y fotografias a todo color, llamado "Al-Andalus, Puerta del Paraíso". Tanto le cautivó, que en 1978, cuando por fin pudo obtener el pasaporte que le habían negado las autoridades franquistas, hizo su primer viaje al norte de Marruecos, cuando casi ningún español viajaba allí.





En 1984, Luis consiguió apañárselas para disponer de dos meses libres y se fue, solo, al sur del país. Una vez en Tánger, cogió el Marrakesh Express, ese que daba nombre a una canción de rock americana. El tren estaba abarrotado de gente, de pie, tumbados en el suelo, hacinados unos contra otros. Apenas se veían occidentales. La travesía era larga, y al llegar la noche había que dormir en el suelo, casi unos encima de otros. Estas incomodidades no sólo no le importaban, sino que le hacían sentir estar viviendo una auténtica aventura (tenía sólo 27  años.) Tras parar unos minutos en Casablanca, de noche,  el tren se vació bastante, y se pudo sentar. Aún no había amanecido cuando de pronto se le acercó un muchacho, muy nervioso, hablándole en árabe. Luis no entendió nada, pero lo que sí vio es que al poco llegaron unos revisores, atraparon al joven y lo tiraron al campo por una puerta, con el tren en marcha, en plena noche: lo habían pillado sin billete, y ese era el expedito castigo.

A diferencia de cuando se viaja por países occidentales, allí se trababa conversación con la gente a la menor ocasión. Ya cerca de Marrakesh un maestro le habló de las míseras condiciones de vida, de la "mugre" del país (hablaba español), mientras que otro chaval, más joven, le contó que su abuelo había participado en la Guerra Civil española y que él aún disponía de un carnet que le daba derecho a la Seguridad Social española.

Marrakesh ya era turístico entonces, y era difícil encontrar una pensión barata. Intentó ponerse de acuerdo con un francés para compartir habitación, pero la señora dueña de la pensión, una matrona gorda, mandó poner a un jovencito en medio de los dos para que no pudieran hablar y así poderles alquilar una habitación diferente a cada uno. Luis se indignaba ante tal trapacería, pero al francés no parecía importarle. En uno de los cafés de la plaza de Yemaa al-Fnaa,  donde está la torre llamada la Kutubía, gemela de la Giralda, conoció a unos chicos alemanes: estos eran mucho más abiertos y simpáticos que los franceses, que a veces actuaban como si aún estuvieran en su colonia. Pasaron buenos ratos charlando en la terraza del Café Americain y observando el bullicio de la plaza. Uno de ellos, Claudio, iría años después a visitarlo a España. Pero llegó el día de marchar hacia el objetivo, y allí quedaron los camaradas alemanes.



Oasis en la ruta de las kasbas.



Cogió el autobús que cruzaba el Atlas en dirección a la ruta de las kasbas y al desierto: esta vez quería llegar al corazón del país. El autobús se averió en medio de la noche y todos los pasajeros tuvieron que bajarse;  hicieron una fogata para combatir el frío de la montaña mientras el conductor intentaba arrancar el viejo trasto, y allí pudo ver que no todos los pasajeros eran marroquíes: había algunos alemanes. También había dos francesas, pero él entonces aún no las vió.


Ait Benhaddu, antes del desierto.

Kasba.



Llegaron a Zagora, puerta del desierto, por la mañana, destrozados. Se podía ver un enorme cartel que ponía "A Tombuctú, 52 días", junto a un camello pintado. Fue al bajarse del autobús donde las dos chicas francesas le dijeron: "Nos han dicho que alquilando una habitación juntos nos puede salir mucho más barato; querrías alquilar una con nosotras?" No es necesario explayarse para demostrar la alteración - casi miedo - que le produjo a un joven español de entonces lo que significaba tal proposición. 






En efecto, alquilaron una habitación con tres camas, y
Luis cayó rendido en una de ellas. Pero no tan rendido como para no escuchar la conversación que mantenían las chicas (entendía el francés): "¿Tu sueño no ha sido siempre acostarte con un español o un italiano?", decía una; y la otra contestaba: "Con un español, mejor" . A  Luis se  le quitó el sueño. Eran enfermeras de Bretaña.

Pero cuando despertó de su duermevela vio que en la puerta de la habitación había una fila de muchachos marroquíes haciendo cola para invitar a las francesas a un paseo en camello. Además tenían ventaja porque dominaban mejor el francés. Si los españoles se desvivían por un ligue, los marroquíes, más. Cuando se dio cuenta, se las habían llevado. Se reprochó a sí mismo haber sido tan torpe.

Al bajar al bar de la pensión, sentado en una soleada y humilde terraza había un hombre inglés, solo, vestido con unos vaqueros raídos y fumando en pipa. El inglés, al contrario de lo que es habitual en su raza, era hablador y simpático, y en seguida pegaron hebra. Le dijo que se llamaba Ian y que trabajaba en una fábrica de cerveza en Londres; y pronto fue al grano: le habló de una gran feria que anualmente celebraban los nómadas en un gran valle  en  las montañas del Atlas, llamado Imilchil; que tenía muchas ganas de ir, pero no se atrevía a hacerlo solo, y que si quería ir con él. Luis aceptó en seguida. Se estaba metiendo en la boca del lobo.


Aldea en el Atlas.






Partieron al día siguiente en el Renault 4 de una chica  algo malhumorada y no demasiado agraciada, que también viajaba sola. Había que reconocer el valor que suponía eso en una mujer. A la pregunta de Luis sobre si era española - hablaba español - respondió que no. Ante la sorpresa de mi amigo, este le preguntó de dónde era. Le contestó que de Zaragoza. "Pero me he criado en Guipúzcoa", se sintió obligada a añadir.

¡Había 400 kilómetros de pista sin asfaltar hasta Imilchil! Pernoctaron en una aldea, cuatro casas de barro, al lado de un arroyo donde había plantados unos huertos raquíticos. Un montón de niños acudieron a recibirles cuando aparcaron el coche, el único en la aldea. Parecían muy alegres y felices, a pesar de la pobreza. Muchos hombres aún llevaban la gumía colgada al cinto de sus chilabas  (todos iban vestidos con chilabas). Se alojaron gratis cada uno en una casa diferente; la de Luis era una habitación sin muebles que tenían arrendada dos estudiantes que asistían a una escuela coránica local. Sólo había una alfombra que cubría todo el suelo y un pequeño hornillo de gas. Eso era todo; por supuesto se dormía en el suelo. Y no todos los niños eran felices: en la puerta de la casa de al lado un chiquillo de unos 10 años, con los ojos llorosos, y llorando, les suplicaba: "Une medicine pour les yeux..."

El Atlas.


Al día siguiente, cuando ya se iban acercando a Imilchil, ya empezaron a ver hombres solos con turbante y capa, montados en mulos, acompañados por otro mulo que llevaba los enseres, que  lenta y pacientemente, se dirigían también a la feria. El paisaje se componía de montañas peladas cubiertas, eso sí, de muchas piedras. Ningún signo de vida, ni humana, ni animal, ni vegetal: sólo piedras. Un desierto de piedras y montañas.

Por eso la llegada fue dramática, espectacular. Un inmenso valle entre montañas donde se habían reunido tribus de toda la región. Miles de jaimas, miles de camellos, burros, cabras, vacas, mulos, caballos, y miles de bereberes, la mayoría de los cuales ni siquiera hablaban árabe. Al parecer los jóvenes aprovechaban la feria de ganado para casarse, pues vivían aislados el resto del año. Las niñas jugaban a ir vestidas de novia, con túnicas de colores, los ojos de miranda profunda pintados de "kool", y todas con muchas ganas de hablar con ellos, riendo siempre y con una vitalidad extraordinaria.



Mujer bereber.

En seguida encontraron un gran jaima, con horno de pan incluido en su interior, donde les dieron hospitalidad y les invitaron a todo: té, desde luego, pero también comida. La hospitalidad milenaria del desierto. Vieron a un grupo de franceses; no parecían entender nada y se comportaban como si estuvieran en un bar. Hasta tocaban las palmas para llamar al "camarero", que no era tal, pero el hombre acudía humildemente y a ellos, empeñados en pagar, les cobraban algo. Ian era más sibarita y descubrió una jaima-hotel. La llevaban una alemana muy cursi y un cubano exiliado, y no era más que una jaima un poco mayor que las demás con colchones alineados en el suelo; y por eso pedían un precio desorbitado.

Luis conoció a otros dos ingleses, una pareja, y con ellos se fue a dormir. La vasca, poco sociable, dormía en su coche. Eso la salvó.

EL PUEBLO MUY BUENO Y LA POLICIA MUY MALA

Pero a mitad de la noche, súbitamente, apareció la  policía. Les despertaron a patadas. Se trataba de un interrogatorio. Se sentaron  todos en el suelo, mientras los bereberes dormían, o aparentaban dormir, y empezaron a hablar en francés. Luis les dijo que no hablaba esa lengua, y el jefe, un tipo cetrino y feo, le dijo: "Pues a partir de ahora la vas a hablar".

La policía en esa zona tenía patente de corso; quizás porque no estaban demasiado lejos del Sahara occidental, zona de guerra.  A continuación el jefe afirmó: "Ustedes fuman hashís". Lo negaron. Les registraron, aprovechando para toquetear a la inglesa. Al no encontrar nada, el jefe se sacó una "piedra" de hashís del bolsillo superior de la chaqueta y le pidió su paquete de tabaco. Cogió todos los cigarrillos, se los guardó, metió el hashís en el paquete de Luis y dijo: "Pues ahora este hashís es tuyo".

Les ordenaron que les acompañaran. Era noche cerrada. En el camino a la "comisaría", que resultaron ser dos habitaciones de tapial, una que hacía de celda y otra de cuerpo de guardia, un policía, mulato, hacía de policía bueno: "Hablo español, soy medio español, y soy tu amigo" Luis no sabía qué pretendía. Dinero, supuso después. O quizás no; solo aceptación por parte de un europeo.

Al llegar, les retiraron el pasaporte a todos, pero a los ingleses los dejaron marchar y les dijeron que volvieran al día siguiente. Pero a Luis, como su pasaporte era español, lo encerraron, tras quitarle el cinturón, los cordones de los zapatos, el cuchillo y por supuesto la cartera. Trató de explicarle a otro policía que no había hecho nada, pero este le replicó: "Mais vous aviez un couteau", mientras hacía ademán de darle una bofetada, a lo que Luis tuvo que apartar la cara. Humillante. 

La celda era un cuarto de no más de 20 metros cuadrados, sin suelo ni servicios, sólo una puerta y un ventanuco, donde había al menos 30 personas hacinadas. Había una francesa; y también un saharaui, atado con grilletes a unas bolas de hierro. Allí sí que nadie hablaba. La francesa sólo le dijo: "Esta gente lo que quiere es humillarnos".



Similar a la comisaría.


A la mañana siguiente vió llegar a los ingleses por el ventanuco y por él le colaron un paquete de tabaco, a medio terminar, que Luis repartió entre sus compañeros de celda. También por el ventanuco vió aparecer a Ian, que se había enterado al parecer de lo sucedido, y estaba hablando con el oficial jefe, interesándose por él; pero a unas palabras del guardia Ian salió literalmente corriendo de allí. Poco después soltaron a la francesa. Vio llegar un camión por el ventanuco. A su pregunta, el marroquí de al lado le contestó que era el camión diario de la cárcel de Rashidia, la capital de la provincia, que venía a llevarse a los presos, y añadió, "y el que entra en la cárcel de Rashidia se sabe cuando entra, pero no cuando sale". 

Luis pensó que tenía que hacer algo. Con su pinta, la mierda y la barba de tres días, lo confundirían con uno de ellos. Era el único europeo que quedaba allí. Es curioso cómo se pierde el miedo cuando uno está en una situación desesperada. O quizás fuera la juventud; o la inconsciencia. Empezó a aporrear y darle patadas a la puerta, arriesgándose a que esta vez sí le dieran la bofetada, o algo peor. Al rato un policía llegó y abrió la puerta, "¿qué pasa aquí?" Y Luis, en su mal francés que procuró sonara aún peor, dijo: "J´ai besoin d´aller a la toilette", todo para que se diera cuenta de   que era extranjero. "Qu´est que vous avez fait?", preguntó el policía. "Rien de rien", contestó Luis gritando airado, arriesgándose aún más.  Pero resultó ser otro policía bueno; y le dijo que le acompañara. Lo llevó a la pared trasera de la choza, que daba al desierto, y allí orinó y trató de explicarle lo que había pasado. Al volver, no lo metió de nuevo en la celda; le dijo que se sentara en una silla en el cuerpo de guardia. "Al menos ya estoy fuera de ahí", pensó Luis mientras veía partir al camión  hacia la cárcel de Rashidía.

Jaima en el Atlas.


Sentado en esa silla, con policías entrando y saliendo, se tiró otras 24 horas. Nadie le echaba la más mínima cuenta.

Elucubraba pensando qué sería de los ingleses, de Ian, de la vasca. ¿Le esperarían? ¿O irían a lo suyo, muertos de miedo, y pasarían de él? Y, aún peor, ¿qué iban a hacer con él estos sádicos?

Súbitamente, cuando menos lo esperaba, reapareció el policía mulato que, siempre amable, le devolvió sus cosas, menos el cuchillo, y lo puso en libertad. "Puedes irte". ¿A qué jugaban? ¿Habían estado intentando que les ofreciera dinero? ¿O era como decía la francesa, que disfrutaban humillando?

De pronto se vio libre, allí en medio de toda aquella multitud, sucio, sin saber adónde ir. Sintió hambre por primera vez. Vio de lejos a la francesa, que le saludó con la mano y le sonrió.  La mochila la tenía Ian, creía recordar. Intentó buscar la jaima-hotel.


Niñas bereberes vestidas de novia.


Fue una gran alegría ver cómo aquel hombre le había esperado; la  guipuzcoana sin embargo había desaparecido y la pareja inglesa también. Fueron a tomar un té y unas brochetas a cualquier chiringuito. Necesitaba tiempo para relajarse y comer, y aprovechó para ver pasar a la gente. Algunas mujeres jóvenes de ojos negros eran muy bellas y esbeltas y observó que no llevaban tapada la cara; al contrario, tenían los ojos realzados por el kool y muchas cadenas, brazaletes y collares de plata (o de latón), y túnicas de colores.  Los bereberes conservaban rasgos de su propia cultura preislámica, alguien le dijo, más permisiva con la mujer. 


Ian tuvo que ir a su "palacio" a coger algo. Al cabo de un rato volvió, muy pálido. Si algún color podía tener su rostro, era el verde. En cuanto llegó a su lado se desmayó, dándole tiempo apenas a decir unas pocas palabras sobre algo que había comido. Luis intentó buscar alguna enfermería, algún médico, algo....pero no había nada. Nada de nada, aparte de miles de personas. 

Lo llevó casi arrastrándolo a su jaima-hotel, y, en un descuido, pudieron entrar los dos (la entrada a los no residentes estaba totalmente prohibida, y más con la pinta que él tenía). Confiando en que fuera algo que le había sentado mal, pues no podía hacer otra cosa, y dándole algo de té de vez en cuando, esperó allí, junto al colchón del amigo, otras 24 horas.

Ian se recuperó relativamente pronto. El ambiente de los europeos de la jaima-hotel era casi tan repugnante como el de la "comisaría", aunque por otros motivos. Europeos ricos, a quienes se adivinaba el asco y el desprecio en la cara, se dedicaban a hacer reportajes fotográficos sobre la famosa feria de Imilchil. La alemana y el cubano eran los peores. Ella dirigía una revista "femenina" en su país. En un breve rato que Ian salió, le preguntaron la identidad a Luis y, al comprobar que no era residente, aunque su amigo lo fuera, lo echaron a empujones. Poco le importó al cubano que Luis hablara español. Gusano.

Pero estaba libre y tenía un amigo. Ian había conocido mientras él estuvo encerrado a unos antropólogos catalanes que iban a salir de vuelta y se ofrecieron a sacarlos de allí en su coche. Kim, el fotógrafo, se extrañó muchísimo de que un andaluz tuviera interés en viajar a esos remotos lugares. En el viaje de vuelta no pararon de hablar; Oliver, el antropólogo, había descubierto muchas cosas de la cultura bereber para su tesis, y contándoselas se amenizó el viaje: hablaron de cómo se comunicaban tirándose piedras, de cómo hacían el amor, en cuevas y muy rápido (cinco minutos...). De la más baja miseria se puede pasar a estar en la gloria en cuestión de horas.  

Llegaron por fin a un lugar civilizado. Azrou era un pueblo de unos diez mil habitantes, cuya pensión no tenía cuarto de baño, pero, para qué, si había un hamam cerca, les dijo el de la pensión. Luis se pegó el mejor baño de su vida. El hamam constaba de tres habitaciones, cada cual más cálida, donde uno entraba tras desvestirse. En la tercera, llena de vapor, había como un estanque de agua caliente donde la gente - hombres - se bañaban. Se echaban cubos de agua caliente en la cabeza. Un marroquí se ofreció a darle un masaje, y él lo rechazó (no fuera a ser que...). pero estaba seguro de que esa hospitalidad era sincera. 

Llegó el momento de la despedida. Ian iba hacia otra dirección y Luis tenía que volver a España, vía Tánger. En el último almuerzo juntos, conocieron a unos policías melillenses de vacaciones (o no?), que se sorprendieron de ver a un español que de veras hablaba, se comunicaba con un inglés.

Desde no  sé qué pueblo - me lo contó, pero no lo recuerdo -  intentó llegar a Tánger en autobús, pero cuando vio la cola que había para comprar la entrada, y cómo se liaron a puñetazos porque acusaban a uno de haberse querido colar, decidió irse en auto-stop. Se empezaba a sentir orgulloso de su capacidad para tomar decisiones rápidas y desenvolverse en situaciones difíciles. Efectivamente, el primer coche que pasó lo recogió. Era un rico comerciante, joven, que, en un francés impecable, negó que todo lo que Luis le contaba pudiera ser cierto. Cuando, a la pregunta del comerciante sobre a qué sitios había viajado, le contestó que a Francia, Portugal, Italia, e Inglaterra, el señor replicó, "c´est pas mal", en un tono algo paternalista. Era un hombre moderno: se iba a casar y prefería gastarse el dinero en una buena luna de miel a la occidental que en que otros, muchos,  se aprovecharan comiendo de su peculio en las pesadísimas ceremonias de una boda tradicional marroquí. Protestaba de las viejas campesinas que cruzaban la carretera descuidadamente; él pertenecía a otro Marruecos.
 
Paseando solo por Tánger, ya con el billete de barco comprado para la vuelta, se sintió melancólico: qué pueblo más bueno y qué policía más mala! ¿Y qué era eso de sentirse orgulloso? Lo que habían hecho era humillarle y reírse de él.  Le pasó por la cabeza la idea presentar una queja  en el consulado español, pero la desechó en seguida: no le iban a arreglar nada, si es que no pretendían sacarle dinero. Un pasaporte español no vale gran cosa. 

Al doblar una esquina se topó de pronto   con un gran edificio algo arruinado, de estilo como neomudéjar; y en unos azulejos pudo leer:  "Gran Teatro Cervantes."  Lloró.

Un par de años más tarde, Luis viajó a Londres y llamó a Ian. Atónito quedó cuando vio llegar a la boca de metro de Waterloo un Audi de alta gama con un señor trajeado y encorbatado dentro. Era Ian. Le explicó que era el director nacional de la fábrica de cerveza. 



Ignacio Pontefract.

  

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2 comentarios:

  1. Me ha parecido un relato muy interesante y entretenido. Gracias.

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  2. Te felicito por tu blog, me ha gustado mucho.
    Te enlazo en el mío.

    Saludos.

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