MI EXILIO INTERIOR

martes, 8 de enero de 2013

Rota y un Amigo Solitario.


VERANOS EN ROTA. UN AMIGO SOLITARIO.




Plaza Barroso, tal como la conocí.




En mi infancia y primera adolescencia yo siempre pasaba los veranos en Rota. Eran veraneos largos, de tres meses. Allí fui feliz. Gracias a mis padres. Un verano conocí a un chico. Era más bien solitario; veraneaba con su madre, viuda de un militar. Recuerdo que me habló de Chateaubriand, y de cómo un personaje suyo conocía por su nombre a cada una de las encinas del campo donde vivía. 40 años más tarde yo he intentado  hacer lo mismo con las encinas de Puerto Corzo.
Un día vino mi amigo  a mi azotea, donde yo plantaba en macetas lentejas y chícharos, para experimentar. La azotea del chalet alquilado era muy grande, y daba al mar; estaba muy cerca de la playa de La Costilla. El sol cegaba, el mar estaba justo enfrente, y desde abajo se oía el rumor de la gente en la playa. En un rincón tenía yo la maceta con los chícharos. Anexo estaba el cuarto que hice mío, una especie de ático o de alcoba, que comunicaba directamente con la azotea, y adonde se subía por una estrecha escalera. Estaba completamente independiente del resto del chalet, que era bastante grande.


El muelle de Rota hacia 1930.










 

Por supuesto mi padre, que lo vio, dijo algo negativo del muchacho. Más  tarde un psicólogo me diría que por qué no había cuidado a los amigos que me han apreciado, mientras sin embargo probablemente he perseguido a los que me han despreciado. Con este chico, cuyo nombre ni siquiera recuerdo, y que desapareció tan súbitamente como llegó, fui a un chiringuito de cañas que había, solitario, en la playa del Chorrillo, entonces completamente desierta, y allí, los dos solos junto con el camarero, hablábamos. Solo se podía tomar Coca-Cola. Esto sería por 1969. Esas reuniones de poca gente, de dos incluso, son las me han gustado siempre. El “petit comité”. Nunca me han gustado las pandillas grandes.




Playa del Chorrillo en aquellos años.






Punta Candor, hasta donde solíamos ir a pasear.



UNA CASA DE CAÑAS Y PAJA JUNTO AL MAR


Un amigo roteño de mi padre tenía familia que vivía en el campo, junto al mar, entre Rota y Chipiona. Fuimos a pasar un día allí. Era una casa toda entera hecha de paja, las paredes, el techo, incluso los tabiques. Las puertas eran cortinas. Fuera había un huerto con  tomates, los famosos tomates de Rota de entonces; andando un poco se subía a unas dunas y, de pronto, aparecía el mar, todo azul, las olas rompiendo rítmica y pausadamente  sobre la orilla de arena finísima y blanca. No había nadie, no se oía nada, salvo el mar, que aparecía de pronto en su inmensidad azul. Es una de las imágenes más bellas que recuerdo haber visto jamás. Esto sería por 1968.




                                                  Playa de La Ballena, entonces, cerca de la casa de cañas.



 








A la sombra de la barca, de Sorolla.











UN PASEO UN POCO DEMASIADO LARGO
 
Una mañana, tendríamos unos 10 años, bajamos mi hermano Fernando y yo a la playa a eso de las 10 de la mañana, más o menos nuestra hora habitual. De repente se me ocurrió decirle, "¿Nos vamos dando un paseo a Chipiona?" Aceptó, y empezamos a andar por la orilla. (Hay 19 kilómetros). Pasamos pronto las ruinas de la almadraba (lo que poco después sería el Hotel Playa) y los corrales, llegamos a Punta Candor, y seguimos. La cosa ya se estaba haciendo un poco larga, pero seguíamos. Se veían como puntas, entrantes que formaba la tierra en el mar. La playa ya estaba totalmente solitaria hacía rato. Cuando empezamos a cansarnos, decíamos, "si después de ese entrante no se divisa Chipiona, nos volvemos". Pasamos  un montón de puntas de esas y nunca se veía Chipiona. Exhaustos, decidimos por fin volvernos, pero por la carretera, que sabíamos iba paralela a la playa. Y nos metimos en un campo de maíz buscándola. Andar por el campo de maíz, con la tierra arada, era mucho más fatigoso; al cabo de un larguísimo rato, llegamos a la carretera y empezamos a volver. Debíamos estar ya casi llegando cuando vimos a un muchacho en un carro. Se ofreció a montarnos, y yo acepté, pero mi hermano, más terco, rehusó. Entonces, claro, llegué yo primero a la casa, que ese año para colmo estaba en la otra punta de Rota. Cuando llegué serían las 5 de la tarde, y me encontré a mi madre y a mi abuela, Mamá Ua, muy preocupadas. Estaba tan cansado que no tenía ni ganas de comer, sólo de acostarme. Lo único que acepté comer fue un tomate crudo. Cuando llegó mi hermano yo creo que yo ya estaba dormido. Y sabe Dios cuando me desperté. 

SEPTIEMBRE

En el mes de septiembre el tiempo cambiaba; el cielo se volvía gris, y el mar se picaba y se ponía de un color verde oscuro. Solía soplar viento de poniente. Los veraneantes se iban y de pronto el pueblo se quedaba bastante solo.

Un año nosotros nos volvimos más tarde. Mi tia Mary y yo bajamos a la plaza de la Costilla. No había casi nadie. Nos asomamos al mar y el fuerte poniente encrespaba y espumaba las olas, que miraban decididamente hacia la izquierda.El mar estaba "picado". Mi tía me propuso dar un paseo. Yo tendría entre 7 y 10 años y ella entre 22 y 24. Y era muy guapa.

Eramos los únicos paseantes. Nos dirigimos, claro, hacia la almadraba, porque el hotel aún no existía. A apenas medio kilómetro de Rota ya daba la sensación de estar en plena naturaleza. Y empezó a llover.



 Mi tía María Luisa.
                                         







  


 








Nos tuvimos que refugiar en una caseta de madera aislada que había justo antes de las primeras dunas, a esperar a que escampara. Llegaron dos guardias civiles, con sus capotes, tricornios y fusiles a refugiarse también de la lluvia. La caseta no mediría más de seis metros cuadrados y había que estar de pie. Recuerdo un ambiente de tensión. Yo era un niño, pero ellos apenas hablaron. Fuera llovía  y llovía. Ver llover en la playa desierta, en septiembre.

Años más tarde leí en un pasaje de una novela de Knut Hamsun un episodio muy parecido. 








Playa de Rota.

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