UNA BREVE AMISTAD
Esta es una de las historias que me contó mi amigo
Salvador sentados junto al fuego de la chimenea de su pequeño refugio de la
Sierra. Era una pequeña casa de monte, que él había rehabilitado sólo a medias,
lo cual te hacía sentirte como un maqui de hace 50 años. Dos o tres sillas de
enea, una vieja mesa de madera, y un aparador constituían todo el mobiliario de
la habitación; en los dos dormitorios no había mucho más. De noche, en
invierno, sólo se oía el crepitar del fuego, el sonido del viento en los pinos,
la lluvia, a veces el cárabo.
A menudo lo acompañaba; si su mujer prefería quedarse en Sevilla para ir al
Corte Inglés, él, a veces, se iba solo, y entonces me invitaba. Dábamos una
buena caminata por esos senderos tan verdes, cruzados por arroyos, donde
abundan los castaños y los alcornoques, los madroños y los durillos, y, junto a
los riachuelos, los chopos y los alisos. Luego, tras la cena, nos sentábamos a
charlar con un whisky en la mano. En esas ocasiones hasta me permitía
fumar.
Le importaba mucho esta historia
porque decía que situaciones como ésta habían marcado mucho su carácter.
Cuando Salvador era adolescente, su familia
solía ir a veranear a un pueblo de la costa, donde pasaban todo el verano
mientras el padre se quedaba de Rodríguez trabajando en la ciudad. Cada año
alquilaban una casa. El lugar todavía conservaba su carácter de pueblo
pesquero, de casas encaladas, con un pequeño puerto donde los pescadores se
sentaban a remendar sus redes, hablando una jerga que, según Salvador, no
entendía nadie.
Aquel verano la casa que habían
alquilado daba al mar; tenía una azotea enorme, adonde se subía por una
escalera empinada; justo antes de entrar en la azotea había una pequeña alcoba,
un antiguo trastero, que Salvador, siempre tan peculiar, se apropió y convirtió
en su dormitorio. Allí pasaba muchas horas solo, leyendo, saliendo a la azotea
de vez en cuando a mirar el mar, mientras
que el resto de la familia pasaba la vida abajo.
Y fue así que, no recordaba cómo - tendría
unos 15 años - conoció a un chico de
Madrid que también veraneó aquel año en ese pueblo. Vivía solo con su madre,
viuda de un militar. Al principio se encontraban por la mañana en la playa,
donde ya había mucha gente – aunque sin llegar ni de lejos a las aglomeraciones
de ahora. Entonces se iban dando un paseo por la orilla hasta un hotel para
extranjeros, una antigua almadraba, que
había a varios kilómetros. A Salvador siempre le había gustado leer, pero no
había encontrado nunca a nadie que compartiera esa afición, y a este chico era
el primero, toda una aguja en un pajar. Me parece recordar que me dijo que se llamaba
Rodrigo. Poco después descubrieron que al otro lado del pueblo había otra
playa, donde no iba nadie porque en una punta de ella había un caño que tiraba
al mar toda el agua sucia del pueblo. Pero en una zona apartada del caño, un
hombre había montado un chiringuito de cañas, lo más rústico del mundo, con un
techo de paja que te resguardaba del sol, y allí empezaron a citarse Salvador y
Rodrigo. El hombre sólo vendía un producto: Coca-cola, que enfriaba en un cubo
de lata lleno de “nieve”. De tapa te ponía unas aceitunas gratis. Es posible
que el hombre tuviera alguna botella de aguardiente oculta bajo la barra, pero
Salvador nunca la vio. Normalmente
Rodrigo y él eran los únicos clientes. Era bonito estar allí, solos, frente al
mar, en las mañanas de verano, charlando. Rodrigo le hablaba a Salvador de
Chateaubriand, un escritor francés que tenía una finca donde se refugió, y que
le había puesto nombre a todas y cada una de las encinas que había en ella, sus
únicas compañeras de paseo y de retiro. Estas cosas fascinaban a Salvador.
Estaban un rato en el chiringuito y luego se iban a comer cada uno a su casa y
era raro que se vieran por la tarde.
Poco tiempo hacía que se habían
conocido cuando un sábado por la tarde llegó el padre de Salvador desde la ciudad. El
domingo Salvador había invitado a Rodrigo a que viera su azotea, desde donde se
veía el mar justo delante, y, sobre todo los fines de semana, se oía el clamor
de la gente abajo. El sol del sur abrasaba,
sólo moderado por la brisa marina. Hay que decir que el padre de Salvador era
bastante estricto; cuando vio a Rodrigo bajar de la azotea ni lo saludó; lo
miró serio, frunciendo el ceño, y se fue a otro cuarto. Esa noche, en la cena,
y sin importarle que estuvieran sus dos hermanas y su madre presentes, le dijo:
“No me hace ninguna gracia que te juntes con maricones. ¡Vaya pinta la del tipo
ese que has traído a casa hoy! Que sea la última vez que veo a ese tío por
aquí, o que me entero de que te ves con él.” Salvador, indignado una vez más por
los comentarios del padre, sabía sin
embargo que era inútil rechistar, y ni lo intentó. La madre, tensa, le dijo con
la mirada de todas formas que ni se le
ocurriese abrir la boca. El resto de la cena transcurrió en silencio, y todos
en cuanto acababan salían disparados hacia sus cuartos.
Mientras daba sorbitos a su whisky,
Salvador, ya algo achispado, seguía hablándome sin parar y se iba alterando al
recordar aquellos hechos de su adolescencia. “Me fui a mi alcoba de la azotea
con una mezcla de tristeza, cabreo e indignación. ¿Qué había hecho yo para
merecer aquello? Menos mal que al día siguiente era lunes y mi padre tenía que
volver al trabajo en la ciudad.”
“Mi carácter ya se había hecho
rebelde, o quizás es que nací así”, me contaba cada vez más locuaz, “pero al
día siguiente me levanté decidido a quedar con Rodrigo lo antes posible, aunque
solo fuera por desobedecer”.
Siguió viéndolo, claro; total el
padre, desde la ciudad, poco podía controlar. Pero un pensamiento se fue
forjando lenta, insidiosamente, en su interior: “¿Y si Rodrigo verdaderamente fuera
maricón? ¿Y si todas estas conversaciones literarias fueran sólo un pretexto
para luego meterme mano y tener sexo conmigo?” Y fue así como, en una lucha
interior entre su rebeldía y su duda, se fue despegando poco a poco,
inconscientemente, de Rodrigo. Ya no escuchaba sus historias con tanta fascinación: una
sombra de sucia duda lo empañaba todo. Incluso cuando Rodrigo le quiso dar su
dirección de Madrid para que le escribiera o fuera a visitarle, pues el verano
ya llegaba a su fin, la anotó pero perdió el papel en seguida.
Pronto llegó septiembre, los veraneantes empezaron a
marcharse, el mar pasó de tener un color azul intenso a un verde oscuro, estaba
casi siempre picado, con oleaje y espuma, los días amanecían nublados y soplaba
el viento de poniente. El verano se acababa
y el pueblo se quedaba como vacío. No tuvo oportunidad de despedirse de
Rodrigo, pues este desapareció tan sigiloso como había aparecido.
Al año siguiente Rodrigo y su madre
no aparecieron por el pueblo. Salvador no volvió a saber de él.
“¿Tú crees, Luis, que con estas
historias a mis espaldas yo puedo ser normal? Vamos a retirarnos, anda, que ya
estoy medio borracho y mañana tenemos que andarnos ese sendero. Y no podemos
volver tarde que si no Lola se enfada.”
Y mientras me dirigía a mi cuarto
subiendo las escaleras de madera de aquella casa silenciosa, aislada en medio del bosque, pensaba en Salvador y en cómo siempre, de una forma u otra, dependía
de los pensamientos de algún otro.
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