MAÑANA DE MARTES
Aquella mañana de martes la señora X
se despertó animada porque sabía que iba a poder hablar con alguien.
Se hizo un rápido desayuno, se
arregló un poco y rompió adrede la suela de uno de sus zapatos de tacón.
Entonces se dirigió al cuchitril del señor
Y, un pequeño bujío de no más de 10 metros cuadrados en el cruce de dos
estrechas calles de la judería, justo donde una de ellas se ensanchaba un poco.
Allí estaba siempre Y, remendando zapatos, sentado en una vieja banqueta
de madera y rodeado de una montaña de zapatos viejos.
Llegó, intentó poner su mejor
sonrisa, le saludó y le contó el problema del zapato. “Esto no es gran cosa, si
se espera usted un poco en 15 minutos se lo tendré arreglado”, dijo Y.
“Fantástico”, pensó la señora X,
“esos 15 minutos se convertirán en 30, y 15 minutos más que le podré estirar ¡me
garantizan 45 minutos!”.
“Siéntese, señora”, le dijo el señor
Y, con su sonrisa siempre bondadosa, y le señaló otra banqueta vieja. El señor
Y era un hombre mayor, bueno en realidad más o menos como ella.
Entonces empezó a hablarle de su
expareja, de la que se había separado haría ya unos cinco o seis años, y de lo
malo que había sido. Había sido un hombre egoísta, agarrado y a la vez
manirroto, gandul, caprichoso, nada cariñoso, y además ella creía que no la
quería, que no la había querido nunca.
“Pero entonces”, intervino por una
vez el señor Y, “su separación de él es toda una bendición de Dios, y que la
abandonara, toda una suerte.”
Pero la señora X ya no escuchaba.
Como coche sin frenos, siguió hablando sin parar del desastre que había sido su
pareja y su relación. Entonces cuando por fin calló un momento, el señor Z
surgió de entre las sombras del oscuro cuchitril, justo detrás de donde estaba sentado
el señor Y, algo a su derecha. Era un señor ya mayor – bueno más o menos de la
misma edad que la Sra. X también – con buen aspecto, que había estado allí todo
el tiempo sin que la Sra. X lo advirtiera. Se puso de pie y, con gestos de las
manos que intentaban inspirar confianza, se dirigió a la Sra. X en estos términos:
“Señora, perdone mi intromisión, pero
no he podido evitar escuchar. Sólo le quiero decir que tiene usted unas
excelentes dotes de narradora, además de una voz muy bonita. Me encantaría que
me aceptara invitarla a un café y poder seguir charlando con usted.”
Absolutamente atónita, la Sra. X no
pudo sino farfullar un graaaa-ciiii---aaaaas. Entonces se puso de pie y salió
corriendo, literalmente. Chocó con el escalón de salida del cuchitril, y se
cayó. Tanto el señor Y como Z se abalanzaron
para ayudarla, pero ella fue más rápida y se incorporó antes. Con el tacón
roto, ahora roto de verdad, escapó corriendo por la larga y estrecha calle de
la judería, donde por unos segundos sólo se oyó el ti-toc-toc, tic-toc-toc de
sus pisadas cojeando en el adoquinado. Y y Z permanecían de pie en la puerta.
La calle estaba solitaria, pues era aún muy temprano. Z le dijo a Y,
“verdaderamente tenía una bonita voz, y me hubiera gustado charlar con ella.”
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