CERVEZA DE PLATANO
El delito había sido aduterio. Norongoro, un hombre joven que vivía solo en su
cabaña con su piara de cabras, a unos
dos kilómetros del poblado, había mantenido relaciones sexuales con Ozymandias,
joven casada. Un vecino que se acercó a comprar leche a horas intempestivas
abrió la puerta de la cabaña de adobe con la confianza que da la buena vecindad
de años, y se encontró a la joven desnuda. Le faltó tiempo, tras una mirada
lasciva, de correr al poblado a contarlo.
El
tribunal de notables se reunió, como era tradicional, y decidió que se
celebrase una fiesta de reconciliación en casa de Ozymandias e Isidongo, su marido. Llevaban bien casados dos años, pero con el grave problema de que
no haber tenido hijos. Norongoro debería correr con todos los gastos, y acudirían
familiares y vecinos, además de los interesados y los miembros del tribunal.
Norongoro
tuvo que vender un cuarto de sus cabras para comprar cerveza de plátano y
sacrificar a otro cuarto para suministrar carne para la fiesta. Las mujeres
acudieron desde por la mañana vestidas con largas túnicas multicolores; en un
lugar preferente, se sentaban los miembros del
tribunal, presidido por el más anciano; a su lado, Isidongo y Ozymandias,
sentados y cogidos de la mano, se miraban de vez en cuando, sonrientes y
enamorados. Ozymandias se abstuvo de bailar, en señal de contrición y pudor,
pero todos los demás lo hicieron, especialmente a medida que la cerveza de plátano
empezó a hacer sus efectos, al son de los bongos que tocaban unos voluntarios.
Por su parte, Norongoro, que no tenía familia, se sentaba, serio y arrepentido
en el rincón opuesto.
El
anciano presidente pronunció unas palabras en las que mencionana la debilidad humana, invitaba al perdón y recordaba la
inutilidad del rencor; entonces Norongoro e Isidongo se abrazaron. Luego
continuó el baile; la euforia de la cerveza de plátano, lejos de provocar
agresividad, inducía a sentimientos de hermandad y cordialidad.
Al
atarceder la gente, exhausta, se fue retirando. Cuando lo hizo el anciano
presidente, se dio por terminada la fiesta. Isidongo y Ozymandias se retiraron
a su alcoba, donde hicieron el amor y cayeron profundamente dormidos.
A la
mañana siguiente, Isidongo se despertó muy temprano, antes del amanecer. Se
sentía inquieto. Ozymandias permanecía dormida. Decidió darse un paseo por el
campo cercano. Sus pies lo llevaron al camino que
conducía a la aislada casa de Norongoro.
Isidongo
no tenía cabras ni vacas ni tierra. Era la estación de las lluvias y había poco
trabajo ayudando a los propietarios. Todavía estaba casi oscuro cuando vio al
borde del camino a unos pastores, que lo saludaron sonrientes;
pero Isidongo creyó ver una cierta doblez en su cordialidad; además, cuando ya
les había sobrepasado oyó cómo comentaban algo en voz baja.
Siguió
hasta la piedra. La piedra era una pequeña roca de granito que se elevaba abruptamente de la llanura; de unos dos metros de altura, su cima tenía
forma de asiento. Isidongo se sentó y observó al sol salir en la lejanía,
iluminando con sus rayos los nubarrones grises; delante tenía la sabana alfombrada de verde
hierba y salpicada de árboles aquí y allá; y al fondo las montañas tras las cuales
vivían los Miasa, esa gente tan rara.
Pero
el desasosiego le impedía disfrutar de tanta belleza. Ozymandias era
una buena mujer, no sólo muy hermosa, sino también afectuosa y trabajadora. A
él le parecía la más bella de todas. Su convivencia había sido tranquila, sólo
manchada por la falta de hijos, pero aún había esperanza. ¿Por qué entonces se
había ido con Norongoro? ¡Ese desgraciado que no había querido o podido
formar una familia, y que vivía solo en las afueras! Bien es cierto que era
fuerte y alto, y que poseía un brillo en los ojos y una cautivadora sonrisa. Su
atractivo era muy comentado entre las mujeres. ¿Era él más endeble, más soso,
menos viril que Norongoro? ¿Por qué se había ido ella con él? Se la imaginó en
sus brazos, sonriente, besando y siendo besada, suspirando de placer y de
pasión. ¿Eran los hombres como los chacales y los lobos, donde sólo algunos
machos dominantes tenían derecho a procrear? ¿Era él un macho de segunda?
De
pronto empezó a llover torrencialmente. No hacía frío. Se dejó empapar. Olía fuerte a tierra mojada. Ese olor,
el cuerpo mojado, la vista del sol, le infundieron una vitalidad intensa.
Tenía ganas de vivir; ¡vivir! Pero sus pensamientos no le dejaban.
De un salto bajó de la piedra y emprendió el camino de vuelta.
Entonces, a lo lejos, distinguió una figura que se aproximaba; al poco reconoció a Norongoro. Un odio sordo se apoderó de él a
medida que se acercaban; apretó los dientes y cerró los puños; cuando estaba ya
muy cerca, Norongoro se le acercó con los brazos abiertos y una sonrisa de
oreja a oreja, llamándole “hermano”, pero él, presa de un súbito impulso, se
agachó, cogió una piedra y, cogiendo a Norongoro por sorpresa, le dio un golpe
seco en la cabeza. Norongoro se
desplomó; Isidongo miró hacia abajo y vio el cráneo destrozado como un cántaro roto. Tiró la piedra y siguió
avanzando, lento, hacia el poblado. Siguió andando. Comprendió que su vida estaba
definitivamente arruinada.
Llegó
a su casa; Ozymandias no estaba; habría ido a ver a su madre; ni siquiera se le
ocurrió otra posibilidad. Se sentó en su camastro con la espalda apoyada contra
la pared y se puso a mirar fijamente las grietas que la cal formaba en la pared de enfrente.
El tribunal de propietarios se sintió desbordado cuando conoció la noticia. Desde hacía una generación, coincidiendo con la llegada de los ingleses, la juventud parecía haberse vuelto loca, dándole una importancia exagerada a ciertas cosas. ¿Cómo podían los ingleses haber causado este cambio, incluso en poblados remotos, donde el único inglés era el misionero y su familia? Los notables se sintieron aliviados cuando llegó la orden del gobernador provincial: el caso sería juzgado por un tribunal en la capital, según el sistema jurídico colonial. "¡Ya está bien de tradiciones que está demostrado que no sirven para nada!", se dice que gritó el gobernador al firmar la orden. Un par de días después llegó una furgoneta con cuatro policías nativos al mando de un suboficial británico y detuvo, esposó y se llevó a Isidongo.
El tribunal de propietarios se sintió desbordado cuando conoció la noticia. Desde hacía una generación, coincidiendo con la llegada de los ingleses, la juventud parecía haberse vuelto loca, dándole una importancia exagerada a ciertas cosas. ¿Cómo podían los ingleses haber causado este cambio, incluso en poblados remotos, donde el único inglés era el misionero y su familia? Los notables se sintieron aliviados cuando llegó la orden del gobernador provincial: el caso sería juzgado por un tribunal en la capital, según el sistema jurídico colonial. "¡Ya está bien de tradiciones que está demostrado que no sirven para nada!", se dice que gritó el gobernador al firmar la orden. Un par de días después llegó una furgoneta con cuatro policías nativos al mando de un suboficial británico y detuvo, esposó y se llevó a Isidongo.
Tras
más de 500 kilómetros por pistas llenas de baches y charcos, Isidongo fue
internado en la cárcel de la capital. El calabozo era un pequeño cuarto del sótano,
de unos seis metros cuadrados, con una reja como puerta y un poyete que servía
a la vez de cama y de silla. Allí pasaba los días, siempre sentado con la
espalda apoyada contra la pared y mirando fijamente a la pared de enfrente. No
pensaba en nada. Todo le era indiferente. No odiaba ni amaba a Ozymandias. Apenas probaba la sopa de nabos que le servían
como almuerzo y el plátano que le daban de cena.
Se
le asignó un abogado de oficio. Era un nativo con ciertos estudios de derecho
que estaba autorizado a intervenir en los litigios entre los de su raza. Acudió un
día, borracho, y estuvo cinco minutos con Isidongo, que contestó a sus pocas
preguntas con monosílabos.
Un
día, sin embargo, hubo una sorpresa. El guardia le informó que tenía visita, y
poco después apareció una mujer muy anciana, pequeña, encorvada y arrugada, que
caminaba con pasitos cortos. Entró en la celda, le besó en la
frente, apretándole las mejillas con las manos, se sentó en el poyete y se dio
unas palmaditas en los muslos. Isidongo entendió en seguida y se recostó sobre
ellos, como un bebé, procurando no hacerle daño. Ella entonces se puso a
atusarle el pelo y acariciarle las mejillas, en silencio. A veces lo estrechaba
contra su pecho. Cuando pasó la media hora reglamentaria, apareció el guardia,
abrió con gran estrépito de llaves la reja y la anciana se levantó y salió. El guardia
le cedió el paso con respeto. Se fue sin decir nada. No habían cruzado una sola
palabra.
Pocos
días después se celebró el juicio. El juez era un inglés que no ocultaba su
desagrado por haber sido encargado de juzgar un litigio entre salvajes. Para él el hecho de que sus colegas le hubieran asignado el caso era una humillación. El
abogado por su parte se limitó a pedir clemencia. Tras sólo cinco minutos de deliberación el juez dictó
sentencia: cadena perpetua. Isidongo no había dicho una palabra.
Volvió
a su celda y se volvió a sentar contra la pared. Cada vez tenía menos apetito. Adelgazaba día a día. No salía al patio la hora autorizada. Unas semanas después el guardia entró una mañana y notó algo raro. Isidongo no se movía, pero aunque nunca lo hacía, esta vez había algo diferente. El guardia se acercó, le tocó, y al notar la frialdad de su cuerpo, comprobó que Isidongo había muerto.
El oficial médico de la
prisión, un inglés joven recién graduado, le hizo una rápida autopsia y no
encontró ninguna patología, con lo que anotó como causa de la muerte “paro
cardíaco”. De todas formas, quedó muy sorprendido con el caso, y, como todo
profesional con gran vocación, empezó a recopilar datos. Decidió que escribiría
su tesis doctoral sobre él; era una caso muy interesante desde el punto de vista profesional.