Esta historia es rigurosamente cierta. Sólo los nombres propios son ficticios. Necesito contarla, necesito dar a conocer a la gente hechos que tienen lugar hoy día y que muchos no creerán, pero que me han ocurrido a mí personalmente.
Soy estudiante de 4º de Historia. Me encanta la historia en general, pero sobre todo la Prehistoria y, desde que asistí a las clases magistrales de Don Severo Paradox, el Neolítico. Me fascina.
Por
eso, cuando los departamentos de Prehistoria y de Geología de la Universidad
Central organizaron una “visita científica conjunta” a la Cueva del Lobo, me
apunté en seguida, y eso que los estudiantes, bien de Grado o bien de Master,
teníamos que pagar 10 euros, además de hacer de porteadores, mientras que los
catedráticos y profesores adjuntos iban delante y no pagaban nada.
La
Cueva del Lobo se encuentra en las cumbres más abruptas de la serranía. El
acceso es difícil; y aunque recientemente se ha construido un carril para
vehículos, los cuatro o cinco últimos kilómetros hay que recorrerlos a pie, por un
estrecho sendero que sube, sinuoso, entre los riscos. Eso sí, las vistas son
espectaculares: se pueden divisar los días claros hasta 15 pueblos, y al fondo,
muy lejos, se ve la mancha azul del mar. El camino, aunque duro, es ameno; se
avanza entre alcornoques, y huele a tomillo, a romero y a jara.
Se
sabe que la Cueva estuvo ocupada en tiempos neolíticos, hace unos 5.000 años,
pues ya se han hecho visitas con anterioridad y se han encontrado pinturas
rupestres y otros restos; pero se estima que sólo un 10% de la cueva ha sido
explorado. En tiempos recientes, fue descubierta a mediados del siglo XIX por
un pastor de cabras, que buscaba a una que se le había escapado; luego fue
refugio de bandoleros, entre ellos la célebre partida de Luis Candelas, y, más
recientemente, la ocuparon huidos y maquis en la postguerra, que hostigaron a
la Guardia Civil durante al menos 20 años. El último fue abatido en 1960. En la
actualidad corre el rumor de que jóvenes del pueblo pasan gran parte del verano
en su interior, entrando por boquetes desconocidos, bañándose en las pozas
cercanas y comiendo y durmiendo dentro, totalmente desnudos las 24 horas del
día y entregándose a rituales esotérico-alcohólico-sexuales; pero en esto es
difícil saber qué es real y qué es cotilleo del pueblo.
Se
cree – pero de esto que hablen mejor los geólogos – que la cueva ocupa la casi
totalidad del interior del monte llamado San Cristóbal, de unos 2000 metros de altura
y unos 20 kilómetros de perímetro. Por las cuatro laderas del monte abundan
las fuentes, dando lugar a arroyos, pozas y aceñas,
que no se secan ni siquiera en verano o en las sequías más prolongadas,
lo que ha hecho pensar que en su interior existen más y mayores ríos y lagos
subterráneos de los que hasta ahora se conocen.
La
expedición partió muy temprano. Eramos dos autobuses, en total más de 50
personas. Tras un rápido desayuno en el pueblo, unos todo-terrenos alquilados
nos esperaban y nos llevaron por el carril hasta donde ya no se podía avanzar
más. Los últimos kilómetros iban a ser duros para Don Severo Paradox y Don
Sebastián de Azpilicueta, el catedrático de Geología, ambos casi más viejos que
la propia cueva. Como guía iba el bisnieto del descubridor, también pastor, que
había presentado una solicitud al Gobierno Regional para que se le nombrase
Vigilante y Guía Oficial, con un sueldo fijo aparejado; pero, dada la
precariedad del presupuesto en los últimos años, la solicitud le había sido
denegada y, resentido, cada vez que se requerían sus servicios el señor cobraba
una cantidad desorbitada.
Empezamos
a caminar por el sendero. El aire era purísimo en esas alturas. Arriba, en el
cielo azul límpido, se divisaban grandes grupos de buitres leonados, muy
comunes en la zona; quizás barruntaban carnaza, o mejor dicho, carroña, y lo digo
por nosotros. Los estudiantes
llevábamos las mochilas con viandas, cámaras e instrumental fotográfico de
precisión y otro material científico, además de otras vacías que llenaríamos de
muestras recogidas. En una hora y media aproximadamente llegamos a la entrada – a la entrada
conocida. Era una inmensa abertura en la roca, donde nos congregamos antes de
entrar. Tanto don Severo como don Sebastián
dieron una breve charla, haciendo referencia a temas de sus respectivas
especialidades, así como a las medidas de seguridad más elementales, entre las
que se encontraba el no apartarse del grupo. El pastor sólo se comprometía a
acompañarnos los primeros 300 metros. Se nos dijo que había muchísimas galerías
interconectadas, formando un inmenso laberinto; había, además de estalagtitas y
estalagmitas, señal de mucha humedad,
ríos y lagos interiores, más, lo que era más grave, profundas simas.
Algunas tenían varios centenares de metros de profundidad, y se decía que en
fondo había huesos humanos, aunque nadie
los había estudiado nunca ni había recogido muestras. La temperatura se
mantenía constante, 18 grados, día y noche, verano e invierno, una vez que uno
se hallaba a cierta profundidad.
Los pueblos van quedando abajo. |
Avanzamos. El alboroto era tal que Don Severo tuvo que llamar al orden y decir que aquello era una expedición científica y no una feria. Había gente que se dedicaba a ligar. Llevábamos linternas de espeleólogo en la frente, sujetas por una cinta que nos rodeaba la cabeza, lo que nos dejaba las manos libres. Pronto empezamos a ver pinturas rupestres, de las que estaba prohibido tomar fotos, como no fueran las oficiales; había también restos de fogatas, como manchas negras en el suelo, y Don Severo nos explicó que era difícil distinguir las que tenían 50 años de las que tenían 5000, al menos a simple vista, como no fuera por los restos óseos que pudiera haber en ellas, analizados en laboratorio por el método del Carbono 14. Yo estaba fascinado, especialmente por las pinturas, que me parecían de una belleza excepcional: representaban en su mayoría figuras estilizadas de hombres cazando ciervos, con arcos y flechas, y digo de hombres y no de mujeres porque tenían unos falos gigantescos. Había también palotes, o rayas verticales, cruzadas cada cuatro por una horizontal, al parecer una primitiva forma de contar.
Me
detuve contemplando una en especial, que no había visto nunca fotografiada en
ningún libro ni en internet, en la que además se veían caballos de un tipo diferente
a los actuales, como más robustos y peludos. Desobedeciendo las instrucciones
de Don Severo, saqué mi cámara particular y me dispuse a fotografiarlas; para
ello esperé que el grupo se alejara un poco. Estaríamos a unos 200 metros de la
entrada y el pastor ya se había marchado al pueblo; nos recogería por la tarde.
Había que utilizar el flash porque ya
llegaba muy poca luz.
Había
tomado ya más de 50 fotos cuando miré a mi alrededor y comprobé que el grupo
había desaparecido; no obstante, aún podía oir a lo lejos el murmullo de la gente
hablando. Temeroso de perderme, salí
corriendo en dirección a él, pero mientras más corría más lejos
los oía. Empecé a alarmarme. ¿Había tomado una galería equivocada? Grité y grité, muchas veces. Nadie me hizo caso.
Sin
duda era así, porque a los pocos minutos ya no se oía nada, salvo el clic-clac
de las gotas de agua que caían del techo. Di media vuelta, tratando de
encontrar dónde me había desviado de la ruta general. La linterna iluminaba
bien. Nada, no se oía nada, menos el ruido de las gotas, y así anduve – aún
podía ver el reloj – por lo menos tres horas. Lo único que veía era una galería
de unos dos metros de altura por unos tres de ancho, con estalagtitas en el
techo, en unos sitios más que en otros. De la galería a veces salían galerías
laterales: un auténtico laberinto. Agotado, y ya muy asustado, me senté a
descansar y comer algo. Eran las cuatro
de la tarde. Intenté llamar por el móvil, pero la cobertura, como era de
esperar, era nula. Mi única esperanza era que notaran mi falta, buscaran al
pastor, y se dedicaran a buscarme.
Muy
nervioso, en cuanto acabé el bocadillo reanudé la marcha. Sobre las cinco, noté
que la luz de la linterna empezaba a debilitarse por falta de batería. A las
seis ya no se veía nada. Gritaba y gritaba, hasta que me quedé casi afónico. Me
quedaba la luz del móvil, pero sabía que no duraría mucho. A eso de las nueve oí
un extraño murmullo, pero no parecía humano. Me acerqué y vi que era un arroyo, cuya agua caía a la derecha por una
sima muy honda, formando una cascada con gran estrépito y reverberación. Bebí y
llené mi cantimplora. A las diez ya no
había luz alguna. La oscuridad, la negrura, era absoluta; me senté y, cuando de pronto fui consciente del embrollo en
el que me había metido, me sentí tan
desolado y triste que me puse a llorar. Gemidos que a veces eran gritos. No
creo en Dios, pero le prometí, a él “o a quien fuera” que si me libraba de esta
cambiaría, todo lo demás me daría igual, olvidaría rencores, no provocaría
rencillas, sería amable con todo el mundo y procuraría hacer el bien a mí mismo
y a los demás.
Luego
intenté darme ánimos a mí mismo, diciéndome que sin duda más pronto o más tarde
me echarían en falta y con la ayuda del pastor organizarían mi búsqueda: era
sólo cuestión de tiempo. Pero, agotado, caí dormido.
Cuando
me desperté, tardé unos segundos en comprender donde estaba. De nuevo la negrura me rodeaba. Y el silencio, salvo el lejano rumor de la cascada. Aproveché la energía matinal para reiniciar
la marcha; bebí y me comí lo último que me quedaba: una manzana y restos de
pan. No podía saber la hora que era, pero calculé que sería de madrugada: sin
duda el grupo ya había terminado la visita y notado mi ausencia: una gran
expedición de búsqueda se estaría organizando para esa mañana. Eso me daba
ánimos; seguía caminando en la oscuridad, apoyándome en la pared y con el constante temor de caer en una sima.Tanto la pared como el suelo eran lisos y suaves, como si estuvieran pulidos.
Lo peor era la humedad y su olor, la falta de aire. Creí notar que a medida que avanzaba este olor
disminuía, de lo que deduje que probablemente me estaba acercando a algún lugar
donde habría una apertura, una comunicación con el exterior por donde debía
entrar el aire. Si no fuese por esto, no habría sabido si me estaba acercando o
alejando de mis buscadores.
El
cansancio iba en aumento. A veces paraba
y me sentaba a descansar. Tenía hambre. El clic-clac de las gotas cayendo, aquí
y allá, me ponía de los nervios. Luego me levantaba y caminaba otro trecho. Gritaba. Las
sentadas fueron cada vez más numerosas, y el hambre, más intensa. Ya no tenía
ni idea de la hora que era. Me senté, me vino un vaho de mi propio sudor, y caí
dormido de nuevo.
Al
cabo de no sé cuánto tiempo, creí oir unas voces. Me sentía muy débil.
Entreabrí los ojos. Dos tipos me daban suaves bofetadas, como para reanimarme, y
me echaron agua por encima. Tenían una lámpara de carburo, como los antiguos
mineros, que me deslumbró. Cuando la apartaron un poco me fijé en ellos: tenían
una pinta horrible: el pelo largo, sucio y grasiento, la barba crecida y
espesa, y uno llevaba un abrigo muy viejo y el otro una especie de poncho. Iban armados con escopetas.
--¿Qué
hará este tío aquí y quién coño será?, le pregunto uno al otro, en un andaluz
muy cerrado.
--
Debe ser uno de la excursión esa de científicos, ¿no te enteraste?
--
Ni idea.
--
Sí, un pija de esos, que se habrá perdío.
--Cojonudo.
Dijo el otro. Esta es la nuestra: lo sacamos, lo tiramos a la Poza del Gitano y
pueden pasar 40 años antes de que lo descubran, aunque los buitres ya se lo
habrían comido, jaja.
--
¿Tú eres zorollo o qué? ¿Hay que pensar con el majín, coño!, y se señalaba la
frente. Si no lo encuentran, peinarán la cueva entera
y nos joderán el invento, hostia. Hay que llevarlo al Jefe y que él decida.
--
Pues lo vas a llevar tú, porque yo no pienso cargar con este jilipoyas como si
fuera una bestia de carga.
--
Lo vamos a llevar entre los dos, ¿te enteras? ¡Pero si esto no pesa ná!
Uno
me cogió por los brazos y el otro por las piernas, y cargándome así me
acarrearon no sé cuánto tiempo, hasta
que llegamos a un sitio que tenía una abertura redonda en lo alto de una de las
paredes, por donde entraba la luz potente del sol, que me deslumbró. Se veían
las partículas de polvo en suspensión. Olía a jara. ¡La libertad estaba a un
paso!
- Mira
lo que nos hemos encontrado, Jefe, en el túnel del Gitano.
- Vaya,
hombre, un señorito científico. Le podría dar clases particulares al Zorollo, a
ver si aprendía a juntar la M con la A, jajaja. Pero antes que nada ponedle una
venda en los ojos.
Volví
a la oscuridad, aunque esta no era tan espesa.
Me
dieron a beber su café de puchero, aguardiente y pan con aceite, previamente
refregado con un diente de ajo. Mientras, discutían qué hacer conmigo. Cuando el condumio me dio fuerzas intenté
hablar, pero me mandaron a callar en seguida.
- Cállate,
pija de mierda, que tú aquí no pintas nada.
- Sí,
tenemos que dejarlo en algún sitio fácil, que lo encuentren y que se crean que
lo han hecho ellos solitos.
- Pero
el tipo este nos ha visto.
- Verdad.
Pero eso lo arreglo yo.
El
que llamaban el Jefe me dio a beber aguardiente, que rechacé, pero me metió la
botella por la boca. Cuando la sacó, dijo:
- Ahora
escucha bien. Te vamos a salvar la vida. ¿Tú entiendes bien lo que te estoy
diciendo? ¡La vida!
- Sí,
señor.
- No
me digas, señor, señor lo será el cabrón de tu padre. Digo que te vamos a
salvar la vida, aunque te lo vas a tener que currar un poco. Pero como se te
ocurra piar lo más mínimo de que nos has visto, eres hombre muerto, ¿te
enteras?
- Y
entonces me arreó una bofetada que me tiró al suelo. Yo temblaba de pies a
cabeza. Entonces me quitaron la cartera, el reloj y la cámara y me ataron con una soga fuerte.
El que llamaban El Zorollo se quedó conmigo mientras los otros dos se fueron,
subiendo por una escalera de madera hasta el agujero que daba a la libertad.
Un Bandolero. Spanish Sketches, de J. F. Lewis. |
A través de la venda pude entrever que tenían un campamento muy bien organizado. Había escopetas, cuatro o cinco jergones, una caldera enorme que colgaba del techo, donde cocinaban con leña, y un nicho esculpido en la pared donde reposaban sobre unas tablas platos, sartenes y ollas, así como las lámparas de carburo.
Volví
a un estado de duermevela tras un fallido intento de hablar con mi guardián,
que este contestó con una grosería.
Al
cabo de un rato volvieron. Me sacaron de la cueva, todavía con la venda en los
ojos, y me hicieron andar, a empujones al principio, por un estrecho sendero
que iba cuesta abajo. ¡De nuevo aire
puro y limpio! Andaban de prisa y me costaba seguirles. Me caí varias veces. Cruzamos un arroyo
bastante crecido, con el agua hasta las rodillas. Llegamos a un pequeño prado,
rodeado de castaños, al que llamaban “el sitio de las piedrecillas”.
Me
dejaron allí, no sin antes recordarme lo de antes: ni una palabra de lo que
había “visto”. No me quitaron la venda de los ojos. Me dijeron que no me
moviera ni me la quitara hasta que no pasara por lo menos media hora. Y para
que me sirviera de recordatorio, me dieron una paliza entre los dos, patadas,
bofetadas, puñetazos, empujones, diciéndome, “esto no es nada en comparación
con lo que te puede pasar si abres el pico.” También se habían quedado con mi
carnet de identidad.
Al
cabo de un buen rato, me quité la venda. Estaba en un calvero rodeado de enormes castaños, pero yo no me sentía como para gozar de la belleza del paisaje. Me puse a andar, intentando guiarme
por el sol, que ya se estaba poniendo. Tuve que pasar la noche al raso, tiritando; no pegué un ojo. No fue
hasta el día siguiente, a eso del mediodía, cuando vi un carril, no sé si era
el que habíamos tomado el primer día o no. Lo seguí. Tras más de dos horas,
exhausto, me topé con dos 4X4 de la Guardia Civil, que me recogieron. Oí
cómo decían por la radio del coche: “Hemos encontrado al estudiante desaparecido. Estaba fuera de la cueva. Se encuentra
en un estado lamentable.”
Del
pueblo me llevaron directamente en una ambulancia al hospital, donde me hicieron un
reconocimiento para llegar a la conclusión de que físicamente me encontraba
bien, salvo una ligera hipotermia; psíquicamente, en cambio, bueno no sé qué
nombre técnico le dieron, pero yo no paraba de gemir y de gritar, “No me peguen
más, por favor”.
Cuando
me encontré mejor, la Guardia Civil me citó. Les dije que no me acordaba de nada. No
se lo creyeron. Dijeron estar muy
interesados en lo que pudiera narrarles, pues al parecer no se habían cometido
actos delictivos graves en la zona desde hacía años, ni furtivismo, ni atracos a
cortijos, ni robo de ganado, nada. Pero yo no dije ni pío.
Ah! Y no he cumplido
nada de las promesas que hice.
Pero yo tengo que volver a ese sitio. Yo tengo que averiguar qué pasa en esa cueva, me dije.
Pero yo tengo que volver a ese sitio. Yo tengo que averiguar qué pasa en esa cueva, me dije.
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