EL DIARIO
DE NORA.
Desde el
verano me han pasado tantas cosas que dejé de escribir mi diario. Es una pena,
porque lo venía haciendo sin interrupción desde que tenía 10 añitos. Voy a
retomarlo; pero primero voy a contar lo que ha pasado desde entonces.
El verano
pasado Papá y Mamá decidieron alquilar un chalecito para veranear en una playa
del Sur que se llamaba Cañaverales. Alguna amiga le había hablado bien de ella
a Mamá, y además estaban deseando cambiar de sitio, porque en el norte hacía
mucho frío para la mala salud de Papá. Yo pensaba pasarme una semanita con
ellos allí y luego irme a Londres para pegarme dos meses de inmersión
lingüística total y darle por fin la puntilla al inglés. Pepe también estaría
unos días con nosotros.
Jardín de la casa (Sorolla). |
Entonces
pasó lo del amago de infarto de Papá y yo decidí que quería pasar el verano
entero con él. Yo sé que mi presencia alegra a Papá; ¡siempre ha sido tan
cariñoso conmigo! Desde que era pequeñita, desde que tengo memoria vamos,
siempre que venía a casa me traía algo, un regalito, por nimio que fuera;
y desde que aprendí a leer, siempre libros, y todos los miércoles fascículos de
la Enciclopedia Estudiantil, que me encantaban, y con los que aprendí mucho más
que en el colegio.
Papá es tan
buena gente – Pepe dice que es tonto, que se pasa de bueno – que en cuanto la
empresa va un poco bien, y sin tener por qué, les da una paga extra a los
empleados. Mamá misma a veces no lo entiende, dice que tampoco hay necesidad de
eso, y que con ese dinero nosotros (y ella) podríamos estar mucho mejor. Pero a
mí me gusta Papá así.
Por eso,
cuando le dio el infarto en seguida decidí que pasaría el verano entero con
ellos en Cañaverales. El primero de Biología lo había aprobado sin
problemas, así que metí en una maleta un montón de novelas clásicas que tenía
pendientes de leer, más unas cuantas revistas de Biología en inglés – Nature,
The Ecologist, el inglés leído lo controlo bien – y nos metimos en el
coche. Conducía Mamá.
Llegamos el
dos de julio. La playa en sí era preciosa, de arena finísima, ¡y el mar tenía
un azul tan diferente al del norte! El chalet tenía delante un pequeño jardín,
algo abandonado, de estilo antiguo, como de los años 20, con alberca incluida - era uno de primeros que se construyeron allí - y yo en seguida empecé a hacer planes de cómo restaurarlo. El
barrio era tranquilo, aunque no podían faltar las inevitables casas de pésimo
gusto que tanto abundan en las playas españolas, muchas de ellas propiedad de
arquitectos, y luego estaba la parte más humilde, y allí los pisos eran
decididamente feos. Pueblo en sí no había; aquello era un “resort” que había
surgido tímidamente en los años 20 y luego se había desarrollado brutalmente en los 70, cuando a la gente de la zona, más la de la
capital, Puerto de Santa Fe, les dio por tener una casa en la playa
para no ser menos. Lo peor era un hotel faraónico que había al final, que
encima estaba sin terminar porque a última hora los ecologistas lo habían
denunciado.
Pero bueno,
yo pensé en organizarme leyendo, jugando al ajedrez con Papá, restaurando el
jardín y dando largos paseos por la playa: si se iba uno hacia el este entraba
en una zona que era parque natural y aquello era una maravilla, totalmente
virgen, el mar a la derecha, las dunas y los pinares a la izquierda, y la playa
sin fin delante. ¡Y más para una bióloga!
Al tercer o
cuarto día, mientras estaba tumbada bajo la sombrilla en la playa leyendo
tras un chapuzón, me puse a hablar con dos chicas de mi edad que había en
la sombrilla de al lado. Lo primero que me llamó la atención fue su acento, de
un andaluz muy diferente al que yo había oído hasta ahora, más bien feo, y a
veces hasta ininteligible; pero eran muy amables y alegres y me dijeron que por
qué no me pasaba esa noche por La Proa, un bar donde por lo visto se reunía la
juventud que veraneaba allí.
Total, que
aquella tarde me arreglé un poquito, me puse el vestido de tirantas y
lunarcitos blancos sobre fondo rojo, con un poquito de escote, y le dije a Mamá
que iba a salir. No le quise decir nada a Papá porque está muy delicado y
cualquier cosa le puede agobiar, especialmente si se refiere a mí.
Cuando
llegué las vi en seguida, me llamaron con la mano para que me acercara a su
mesa, y me dieron un montón de besos, que si lo guapísima que estaba, que si
qué bien que había venido; yo estaba un poco abrumada, pero bueno mejor eso que
lo contrario ¿no? Me presentaron a otras chicas. Todas me hablaban a la vez, me
preguntaban de dónde era, que si qué estudiaba, que si tenía novio, etc. El
sitio no estaba mal: pretendía imitar a un barco, el suelo era de madera y en
las paredes había anclas, maromas, timones, y cosas así; pero lo mejor eran los
grandes ventanales que daban a la playa, y desde los que se oían
las olas, sobre todo cuando la música era “lenta”.
No me
sorprendió la cantidad de alcohol que se bebía allí porque ya en Madrid había
visto lo mismo. A mí me sienta fatal. Pero las niñas estaban
empezando a animarse y con ello a gritar y ya me estaba cansando un poco de
aquello; entonces llegaron los chicos. Eran un grupo de cinco o seis, y entre
ellos destacaba uno, porque les sacaba por lo menos una cabeza de altura
a los demás. Era muy delgado, tenía el pelo revuelto, un poco a lo James Dean,
más bien serio y con cierta tristeza en los ojos. Desde que me vio se me quedó
mirando, fijamente, por la cara, vamos que no me quitaba el ojo de encima. A mí
no me molestaba, porque no lo hacía con borderío ni mala educación, y además
era guapo, así que le sonreí; en seguida se cortó y bajó la mirada. Estaba yo
pensando lo tímido que era cuando me lo encontré a mi lado sentado. “Este debe
ser de los llamados “tímidos audaces”, como los llama mi amiga Paloma”, pensé
yo. Se autopresentó, y al sonreír se le iluminó la cara. Tenía el acento de la
zona muy suavizado, incluso con algún deje que me pareció catalán. Me preguntó
de dónde era, etcétera, lo típico. El era estudiante de primero de
bachillerato, pero tenía sólo un año menos que yo, porque había repetido 4º de
la ESO; pero que era muy espabilado se notaba en seguida. No se quitó de mi
lado en toda la noche, pero yo al poco rato dije que me quería ir porque el
ruido de la música, más el de la gente ya totalmente borracha me resultaba
insoportable. Se empeñó en acompañarme a casa, decía que de noche si era la
primera vez me iba a perder, y a mí no me importó, pero ya oí, a pesar del
tumulto, el primer cotilleo. Siempre me pasa cuando voy a estos sitios, en
Cañaverales o en Pekín. Estrella, una de las chicas de la sombrilla de al lado,
le dijo a otra que yo no conocía: “No pierde el tiempo la madrileña, no.” Y la
otra contestó: “Pues con ese va aviada.”
Salvador me
acompañó al chalet, la verdad es que de noche no se veía casi nada. Fuimos
hablando tranquilamente, y me dijo que al final de la playa, muy cerca de donde
terminaba el barrio de mi chalet, había una zona que era parque natural y era
un bosque de pinos muy espeso donde había cantidad de pájaros de las más
diversas especies,¡y también linces! Casi todo eso lo sabía yo ya, pero él me
lo contaba con tanto entusiasmo que le dejé seguir. Cuando llegamos me dio un
besito y me dijo que un día teníamos que dar un paseo por esa playa.
Me acosté
contenta. Me había caído bien el chico ese.
A la mañana
siguiente desayuné con Papá fuera, junto a la alberca, regué y podé un poquito el jardín y bajé a la
playa con The Ecologist a darme
un chapuzón y leer un poco. La temperatura era ideal; soplaba una ligera brisa, el mar estaba casi en calma, y era bonito mirar el resplandor del sol en él, así como oir el rítmico sonido de las olas rompiendo en la orilla. Vi la sombrilla de Estrella, pero como estaba con
sus padres encontré la excusa perfecta para colocar la mía lejos.
Alberca. Sorolla. |
Lo más
alucinante es que no habían pasado tres cuartos de hora cuando apareció
Salvador, solo. Iba andando por la orilla, miró, me vio y se vino hacia
mí.
Yo estaba
en bikini y esta vez no me miró solamente a la cara, sino que me dio un buen
repaso algo lascivo. Normal. Mejor. Se puso en cuclillas y empezamos a hablar.
Al rato me propuso dar el famoso paseo. Me acordé de lo que siempre me decía
Mamá, que a los hombres no hay que darles demasiada confianza, porque en
seguida se creen que todo el monte es orégano, y además los primeros que te
pierden el respeto son ellos. Yo creo que esa teoría está totalmente anticuada,
pero bueno de todas formas la gente también está totalmente anticuada, y yo no
sabía por esa zona, pero si lo estaban en Madrid no lo iban a estar menos por
allí. De todas formas le dije que aquel día no podía, porque tenía que jugar al
ajedrez con Papá – era verdad, me lo paso pipa jugando con él, y más sentados en el jardín - pero que me encantaba
la idea y que ya lo haríamos….dejé un poco de misterio con respecto al
cuándo.
Pero él
seguía allí, no se iba. A mí tampoco es que me importara, vaya. Bueno, hablamos
un rato más; yo notaba las miradas de la sombrilla de al lado, por muy lejos que
estuviera, y hasta me parecía oir los comentarios. De pronto Salvador, algo
bruscamente, dijo que se iba, me dijo adiós y siguió adelante, hacia la playa
solitaria.
Al día
siguiente bajé a la misma hora y yo creo que inconscientemente estaba esperando
que apareciera, pero no, no vino. La que sí se acercó fue Estrella, toda
amabilidad; le tuve que seguir un poco el rollo, pero ya la tenía calada;
intentó zorramente sacar el tema de Salvador, pero me hice la tonta. En cuanto
pude me subí al chalet a seguir arreglando el jardín y a estar con Papá.
Tuvieron
que pasar tres o cuatro días más antes de que Salvador volviera a presentarse.
Bueno, entremedio estaba el fin de semana, la playa se ponía de bote en bote de
domingueros, y esos días era mejor ni bajar.
Cuando por
fin se presentó, me volvió a decir lo del paseo, y yo estaba deseando, pero aún
así lo postergué hasta el día siguiente. Esta vez quedamos a una hora,
tempranito, para que nos diera tiempo a andar un buen rato y volver para comer.
A las nueve de la mañana del día siguiente allí estábamos los dos, yo con una
blusa celeste que me sentaba super bien encima del bikini, para no quemarme, y
él son un sombrero de paja, jaja. Estaba gracioso, parecía un náufrago, o un
Robinson. Anduvimos y anduvimos. Al principio todavía había algo de gente, pero
a partir del segundo o del tercer kilómetro, nadie. El mar estaba tranquilo, y
de un azul intenso. Bandadas de pájaros caminaban a saltitos por la arena
mojada de la orilla; a la derecha se veía el mar lleno de reflejos del sol, y a
la izquierda, detrás de las dunas, la inmensa mancha verde del pinar. La
brisa nos daba en la cara. Mirábamos, en silencio, nuestros pies hundiéndose un
poquito en la arena, dejando huellas, y cómo las olas nos los mojaban. Los de Salvador
eran grandes, huesudos, bien formados; los míos, más pequeñitos y regordetes:
me dijo que los tenía muy bonitos, y que se parecían a mis manos. “¿Te has
fijado?” “Claro. En las manos es en lo primero que me fijo en una mujer”.
Pues yo no me iba a cortar y le dije, “Pues tú lo que tienes bonito son
los ojos y la sonrisa”, jaja y el valiente se puso colorado como un
tomate.
Al cabo de
un rato nos dimos un chapuzón. ¡Qué bien se estaba dentro del agua! Estaba un
poquito fría al principio, pero nada que ver con las playas del norte. Seguimos
andando todavía algo más. Me acuerdo que me contó que el primer libro que había
leído había sido Robinson Crusoe, iluminado sólo por una vela, una noche
de tormenta en que se fue la luz, cuando el tendría unos once años. “Pues un
Robinson es lo que pareces justo ahora”, le dije yo. “¿Eres muy solitario? ¿Te
identificas con él?” No se cortó nada y fue sincero. “Pues sí, la verdad es que
sí. Hay muy poca gente en la que encuentro buen rollo. Contigo por ejemplo, sí.”
Y ahora me puse colorada yo.
El hubiera
seguido andando hasta el fin del mundo, creo yo, pero le dije que ya habíamos
andando lo menos dos horas y media, y que era hora de volver. “Bueno, me dijo,
pero primero vamos asomarnos encima de esas dunas para que veas un poquito la
espesura del pinar.” Subimos, la arena seca quemaba mucho los pies, tuvimos que
correr hasta lo alto de la duna y allí, en lugar de pararnos a ver el mar,
seguimos corriendo hasta la sombra de un pino para que la arena no nos
quemara. Estábamos igual de solos que en la playa, o sea que seguía sin haber
nadie, pero de alguna manera allí se sentía uno más recogidito. Salvador se
quitó el sombrero de paja y se enjuagó el sudor de la frente, y yo me pegué a
él porque la sombra era pequeña, y mi brazo rozó el de él, y entonces me cogió
la cara con mucha, mucha delicadeza y me dio un beso. Mi cuerpo entero se
estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica. El
beso, o mejor dicho los besos, se prolongaron un buen rato.
Volvimos
cogidos de la mano. Por supuesto, llegué tarde a comer. Nos dijimos adiós con
un besito en los labios y ya no hacía falta decir más. Mamá me riñó; decía que
le había tenido que contarle un embuste a Papá para que no se agobiara y que no
podía desaparecer así, sin más, y más teniendo el móvil. Lo que le pasa a Mamá
yo sé lo que es: que tiene celos de mí, porque soy el ojito derecho de Papá. De
todas formas lo lleva bien la mujer, ¡y además a ella le pasa lo mismo con
Pepe! Lo que pasa es que Pepe es un atolondrado que no se entera de nada, casi
nunca aparece por casa y le echa a la pobre muy poca cuenta. De todas formas es
una santa en comparación con lo que me han contado mis amigas de sus madres y
familias.
Total, para
resumir, lo importante es que había estado super bien y que estaba deseando
volver a ver a Salvador. Era su delicadeza al besarme lo que más me había
gustado. Nadie me lo había hecho nunca así; y su timidez, que a lo mejor en
otro me hubiera producido, no sé, desprecio, o rechazo, en él me enternecía. La
compensaba con algo muy varonil.
Yo ya
bajaba a la playa todos los días deseando verlo, y ya no faltó ni un
sólo día. Tampoco volvimos por La Proa, porque para aguantar cotillas
siempre hay tiempo. Siempre íbamos por esa playa y algún que otro día hasta nos
llevamos una tortilla para poder comer a la sombra de los pinos. Recuerdo un
día en que nos dedicamos a coger piedrecitas y conchas, tantas que nos hicimos
con una buena colección. Había piedras negras que tenían la forma exacta de un
corazón. El cogió la más bonita y me dijo que me la regalaba. Muchos días no
hablábamos casi nada durante horas: mirábamos al mar, al cielo, a nuestros pies
andando por la orilla, o el uno al otro, y nos sonreíamos. Siempre nos
besábamos desde luego, y ya no hacía falta que subiéramos al pinar, aunque un
día nos internamos en él para explorarlo. Vimos un arroyo muy pequeñito y muy
bonito, bordeado de adelfas, y Salvador me dijo que desembocaba un poco más
lejos, donde había un promontorio rocoso, formando una pequeña cascada. “¡Yo
quiero verlo!”, dije, entusiasmada.
Nada, lo
planificamos todo para el día siguiente salir aún más temprano y poder llegar a
las rocas. Se tardaba, pero era precioso. Era como estar en medio de una
naturaleza que no había cambiado en miles de años, aquello debía estar igual
que en tiempos de los fenicios, o de los romanos, o incluso antes. En estado
puro. Pasadas las rocas había una calita, y después más rocas, pero estas ya
tan altas que hubiera hecho falta un equipo de escalada para cruzarlas. Nos
sentamos en la cala, nos dimos un baño, nos comimos la tortilla, y nos tumbamos
al sol, muy cerca el uno del otro. El tiempo pasaba volando y le dije que
teníamos que volver; aceptó un poco de mala gana, pero cuando intentamos cruzar
las rocas la marea había subido, el mar se había encrespado, y al pegar un
salto de una roca a otra una ola estuvo a punto de tumbarme y arrastrarme mar
adentro con la resaca; menos mal que Salvador me agarró del brazo. “¿Y por
dónde cruzamos ahora?” dije yo, y Salvador me contestó: “Me temo
que no se puede, tenemos que esperar a que baje la marea, bueno se puede
intentar pero es muy peligroso.” La marea tardaría en bajar por lo menos dos o
tres horas, así que nos quedamos atrapados en aquella playa, los dos solos,
aislados. Y, claro, ya hicimos el amor. Y luego nos bañábamos y lo hacíamos
otra vez. Probamos todas las posturas que conocíamos, más otras que nos
inventamos. No sé cuántos orgasmos tuve aquella tarde: incontables. Salvador
acabó agotado.¡ Al otro día no apareció, porque se quedó dormido de cansancio!
Yo era
feliz. Estaba encantada con este chaval. Ya lo he dicho: nadie hasta entonces
había tenido la delicadeza de él, sin tener menos masculinidad por eso. ¡Ni
mucho menos! Vamos que empecé a plantearme cosas quizás impropias de mi edad,
20 años, para estar con él siempre.
Lo único
que enturbiaba un poco la cosa era su dichosa timidez. Yo creo que él pensaba
que como yo era mayor que él – un año nada más – pues había estado con un
montón de tíos y tenido un montón de experiencias sexuales, y que habría
conocido un montón de intelectuales de Madrid en comparación con los cuales él
se veía muy poquita cosa. ¡Qué equivocado estaba si pensaba eso! Por si acaso,
yo me hartaba de darle besos y de decirle lo guapo que era: y casi siempre lo
conseguía; se le quitaba la melancolía y volvíamos a estar bien. Eso sí, me
enteré que su vida familiar era horrible; su padre bebía y se llevaba fatal con
su madre, que estaba mala de los nervios y se atiborraba de pastillas, y
los dos mal con él: vamos que hacía tiempo que no se dirigían la palabra, o lo
justo. Yo ahí no podía hacer nada. Me daba mucha pena y mucha impotencia, pero no podía hacer nada.
Vivíamos
como en una nube. Hasta abandoné un poco a Papá. Un día contamos una trola, ya
no me acuerdo ni cuál y nos fuimos en el autobús a Puerto Santa Fe, donde
alquilamos una habitación en un hotelito y nos pasamos el día entero allí,
haciendo el amor sin parar; sólo bajamos para comer. ¡Teníamos un hambre atroz!
Pero el
verano se acercaba a su fin, la gente empezaba a marcharse y el tiempo a
empeorar; y lo peor es que Salvador empezó a cambiar: faltaba algunos días,
otros el paseo lo dábamos más corto, y además lo notaba raro, ausente. Ya no
hacían efecto apenas mis zalamerías. Sólo conseguí que me dijera que la
situación en su casa había empeorado más todavía. Yo había intentado hacer
planes para seguir viéndonos después del verano, pero la verdad es que ninguno
era realista ni hacedero, y por otra parte mis padres comentaban que
Cañaverales había estado bien para un año, pero no tanto como para repetir. Y
encima Salvador cada vez peor. El penúltimo día bajé deseando que apareciera y
no lo hizo. Aquel día me encerré en mi cuarto y estuve llorando toda la tarde.
Fui a
buscarle. Lo encontré. Lo único que conseguí sacarle era que se sentía mal,
deprimido, y que necesitaba estar solo. Yo le dije que al día siguiente nos
marchábamos, y que si iba a estar así mejor que lo dejáramos; que había sido la
historia de amor más bonita de mi vida, pero que las cosas se acaban. Echó una
lágrima, una sola; yo le di un abrazo muy fuerte, le pedí que al menos
quedáramos como amigos y me volví dando un rodeo al chalet, porque lloraba como
una magdalena y no quería que nadie me viese.
Los
primeros días del regreso fueron tristes; pero tomé la determinación de que la
vida continuaba y no podía dejarme llevar por la melancolía. Por otra parte el
cambio de aires, el arreglo de los papeles del nuevo curso, el reencuentro con
mis amigas, Paloma, Almudena, me hizo más fácil el olvido.
Empezó el
curso. No lograba motivarme. Alguien me presentó a un chico que me dijo que iba
a estudiar Ciencias del Mar, me contó de qué iba y me pareció muy bonito e
interesante. Me dijo que eso sólo se podía estudiar en tres sitios en España,
los tres desde luego en la costa: uno de ellos era Puerto Santa Fe.
Convalidaban asignaturas de biología y viceversa, de modo que si me arrepentía
podía volver; me obsesioné con la idea de estudiar Ciencias del Mar en Puerto
Santa Fe; cambiar de aires, salir de Madrid; estar cerca del mar; ah! Y
se me olvidaba decir que encima me encontré a Juan Carlos en el pasillo de la
Facultad y con una enorme frialdad me dijo que ya se había enterado de mis
“folleteos” (eso dijo, lo juro) con catetos de la playa. Que bien podía haber
esperado un poquito después de romper con él para empezar de nuevo a….Aquel día
volví a llorar y me decidí a irme. No podía soportar la idea de encontrarme a
ese asqueroso un día sí y otro también en los pasillos o en el bar de la
Facultad.
Mi padre
estaba mucho mejor y, aunque me costó, logré convencerle de que mi vocación
estaba en esa carrera. Me apenaba apartarme de él, pero pensaba también que
tiene que haber un día en que una eche a volar; además los vería – también a la
pobre Mamá – en Navidad y ellos también podían visitarme cada vez que
quisieran, porque Pepe ya era en realidad quien llevaba las riendas de la
empresa.
En pocos
días arreglé los papeles. Me matriculé por internet en Puerto Santa Fe, llené
un par de maletas con lo imprescindible, y ya estaba a punto de comprar el
billete del autobús cuando Mamá se empeñó en llevarme en el coche y en ayudarme
a buscar piso. Así lo hicimos. Alquilamos uno modesto, pero suficiente, me
ayudó a comprar lo imprescindible y a decorarlo a mi gusto y a los dos días se
marchó, no sin insistir que todo esto le parecía muy raro.
La gente de
mi nueva Facultad era más abierta y servicial que la de mi ciudad. El ajetreo
que tuve todo este tiempo era tal que apenas me acordaba de Salvador. En
seguida hubo compañeros, la mayoría eran de la ciudad, otros de la
provincia, pero también los había de todas partes de España que venían a
estudiar esto, que me invitaron a salir con ellos los fines de semana. Así, y
paseando mucho, fui conociendo la ciudad. Sería la novedad, pero me
gustaba; casi a cada vuelta de una calle aparecía el mar. Los sábados me iba a
un mercadillo a comprar cosillas para decorar mi nueva casa y ropa para el
otoño. Echaba de menos de todas formas alguna amiga más íntima, aunque hablaba
a diario por teléfono con Paloma y Almudena, aparte de, por supuesto, con mis
padres.
El profesor
de Oceonagrafía, Rubén, muy joven y simpático, sólo unos años mayor que yo, era
muy accesible y nos animaba a todos a pasarnos por su departamento a la más
mínima duda que tuviéramos. Era con diferencia el más profesional de
todos. Fui varias veces, porque estaba bastante desorientada con el cambio de
estudios, la verdad, y a la tercera vez me preguntó de dónde era. Le dije que
de Madrid, me dijo que él era de Valencia, que era nuevo aquí y que
apenas conocía la ciudad, suponía que como yo, y me dejó caer que a ver si nos
dábamos una vuelta algún día.
Salimos
juntos varias veces, especialmente los viernes, cuando muchos de los compañeros
se iban a sus pueblos o ciudades y nos quedábamos más solos. Me invitó a su
casa un sábado tras tomarnos unas copas (aunque yo no bebo tenía que amoldarme
a lo que había). La tenía super bien montada, muy bonita, con un montón de
libros y de discos – le encantaba el jazz y el blues - aunque con un
estilo demasiado frío y moderno para mi gusto, minimalista o algo así. Al
domingo siguiente por la mañana ya me llamó para invitarme a comer. Bueno, no
tenía nada que hacer, y ante la perspectiva de pasarme la tarde del domingo
sola, acepté.
Lo tenía
todo bien preparado, con velitas, y había cocinado él mismo algo chino o
japonés, no me acuerdo, que estaba exquisito. Incluso el vino, blanco, me
gustó. Me mareé un poco. A la sobremesa puso una música chill out, muy
relajante, y nos sentamos en el sofá a charlar tranquilos. Se hizo un porro. Yo
no era la primera vez que le había dado una calada al hashís, y siempre me
había sentado mal, pero cuando me lo pasó, fumé. Empezamos a reírnos mucho los
dos, por tonterías, acordándonos de los profesores y de los alumnos de la
Facultad, más bien metiéndonos con ellos. Pablo tenía mucho sentido del humor,
se reía de todos, y yo me sentía como muy laxa, y entonces, me atrajo hacia él
y me besó. Siempre es bonito un beso cuando una está sola. El beso se prolongó y
terminamos haciendo el amor allí mismo en el sofá. Sin embargo, no alcancé el
orgasmo, y cuando me acompañó amablemente a casa en su coche, me sentía vacía,
sola, incluso manipulada.
No
obstante, seguimos viéndonos los fines de semana. Se convirtió en una costumbre
lo de salir los sábados, aunque yo noté que evitaba los ambientes frecuentados
por los de la Facultad. Acabé quedándome en su casa a dormir – la perspectiva
de irme a dormir sola me entristecía – y por la mañana me traía el desayuno a
la cama, dábamos una vuelta en su coche por las playas de los alrededores y
luego almorzábamos. Me invitaba a todo. Pero siempre me pasaba lo mismo: cuando
volvía a mi piso el domingo por la tarde me sentía triste y sola otra vez, en
cuanto él se iba.
Y así llegó
la Navidad y me fui a Madrid. Me encantó ver bien a Papá. Comimos juntos en
Nochebuena y Pepe trajo a su nueva novia, muy amable, pero más bien pija, la
verdad. Pepe no iba a ser el empresario que había sido Papá, y mucho menos bajo
la influencia de ella, María Luisa se llama, licenciada en Empresariales e hija
de un promotor inmobiliario con mucha pasta. Ninguno, menos Papá, entendía lo
que yo había hecho, y la cena se convirtió en una retahíla de críticas, más o
menos amables, pero críticas al fin. Vi también a Almudena y a
Paloma, las dos se habían echado novio, los dos telecos, y estaban contentas,
aunque yo creo que no demasiado enamoradas. Intentaron hablarme del cerdo de
Juan Carlos, pero las corté de raíz.
En Noche
Vieja me invitaron a una fiesta, pero ya sabía lo que me esperaba allí, mucho
alcohol, mucho bailoteo y mucho ruido, y yo preferí quedarme en casa. Y no es
que echara de menos una llamada de Rubén, que se había ido a Valencia, pero lo
cierto es que no me llamó ni una sola vez, y eso me pareció muy significativo.
Volví a
Puerto Santa Fe, esta vez sola, en el autobús, y cuando este pasó por el cruce
de la desviación a Zutaija, ya cerca del final del trayecto, me acordé de
Salvador. ¿Qué sería de él? ¡Qué pena querer tanto a una persona y que luego
desaparezca de tu vida totalmente! En cuanto llegué al piso le puse un mail y
le conté que estaba viviendo en Puerto Santa Fe y le di mi dirección. Muy
breve, porque no quería agobiarlo. Si no me quería, sus razones tendría, y
llamándolo sólo iba a conseguir que se hartara de mí todavía más.
En el
segundo trimestre me puse a estudiar en serio. Ya que no encontraba una
compañía que me llenara de verdad, me iba a convertir en una buena
profesional.
Rubén me
saludó cariñosamente cuando nos vimos; a él por lo visto le parecía
absolutamente normal eso de no dar señales de vida durante todas las
vacaciones. Pero yo empecé a quedarme todas las tardes en casa sola,
estudiando. El primer sábado de enero después de la vuelta me llamó, era como
si no hubiera pasado nada, quería seguir con la rutina de las copitas el sábado
por la noche, el polvo después, el paseíto a la playa el domingo por la mañana,
el almuerzo y vuelta a casa. Hacía el amor con él, sí, pero si antes los
orgasmos habían sido escasos, ahora eran inexistentes. El no parecía darse
cuenta, o le daba igual. Un sábado me quedé esperando su llamada, y no, de
repente y sin previo aviso no me llamó. Me quedé en casa esperando como una
tonta. El domingo tampoco dio señales de vida. Otra vez a llorar, pero a llorar
por qué, me dije. Bueno quizás le había pasado algo, me decidí a llamarle yo,
pero no cogía el teléfono. Bien entrada la tarde del domingo, le volví a
llamar, y esta vez sí se puso, y masculló un rollo, una excusa, que si
habían venido unos amigos de Valencia a verle o algo así. No le dije ni le
reproché nada; si no había considerado necesario avisarme es que este tío no
merecía la pena en absoluto, es más, me había estado utilizando de mala
manera.
Nunca en mi
vida caí tan bajo cuando al sábado siguiente sí me llamó y yo acepté en verle,
y no sólo en verle sino en volver a acostarme con él. Esta vez sí que me sentí
fatal después de hacerlo, y el domingo, al volver a casa tomé la determinación
de que cortaría toda relación con él. Ya vería la forma de hacerlo, pero la
decisión estaba tomada.
Entonces un
martes, estando haciendo un trabajo en casa en el ordenador, llamaron al
timbre. Y era Salvador. ¡Qué contenta me puse! Venía con una historia
rocambolesca de que se había escapado de su casa, algo sin pies ni cabeza, muy
propio de él, pero de nuevo estaba ahí, Salvador, con su cara de despiste y su
sonrisa, con su necesidad de ser protegido, con el cariño que emitía sólo con
su presencia. Me hice un poco la dura en lo sexual, pero no podía dejar de
darle cariño, pues lo sentía y sentía que él lo necesitaba. Me hacía unas
preguntas que yo no podía ni sabía responder, pero me propuse que lo ayudaría
como fuera y que este tío iba a salir adelante, e iba a salir adelante conmigo.
Poco
después se presentó nada menos que en el bar de la Facultad, y encima a una
hora en que yo había quedado con Rubén. Aquello era un lío que no me gustaba
nada. Yo no había roto con Rubén todavía, aunque tuviera pensado hacerlo. Quedé
con Salvador para el día siguiente. Hablamos de él y de su problema, y yo lo vi
claro. Vi claro lo que tenía que hacer, y lo tenía que convencer, y lo tenía
que convencer mediante el amor. Y le di todo lo que tenía dentro. Y
volvimos a hacer el amor y era incluso mejor que antes. Yo estoy segura de que esto
va a salir bien.
Una historia de amor muy bonita, con su ingrediente de naturaleza y alguna reflaxión sobre las relaciones humanas.
ResponderEliminarMujer ideal.
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