TRES MENOS CON QUIEN LIDIAR
Aquella tarde se pegó un siestón de
por lo menos cuatro horas. Después del palo del martes con el Cigarra estaba
como cansado. Se despertó abotargado, se dió un duchazo y se hizo un café fuerte,
al que acompañó con la rayita inicial del día. Todavía eran las ocho. Una vez
que se entonara se daría una vuelta por la manzana a ver cómo iba la cosa.
Había alguna cuenta pendiente. Luego ya se iría al Kelly’s a tomarse unos
gin-tonics con la Rosie.
La Katy se estaba poniendo impertinente y eso
había que cortarlo de raíz; habían estado liados, sí, pero de eso hacía ya
mucho tiempo y qué se creía la muy zorra, que eso le daba derecho a la esquina
para ella solita y protegida de la competencia, de matones y borrachos, a
cambio de nada? Demasiao que la dejaba retrasarse en el pago cuando la cosa iba
mal, demasiao incluso que la dejara seguir ahí cuando ya estaba gorda y vieja y
no rentaba casi ná.
Había que dejarle las cosas claras.
Se esnifó otra raya que, esta sí, lo
entonó bien. Directa al cerebro. Era buena la coca del Cigarra. Se puso el
gabán y se metió la navaja en el bolsillo. Se miró en el espejo del hall y se
vio guapo. Salió, tranquilo, pensando que había que lucir cool.
Cuando llegó a la esquina eran ya las
nueve. Buena hora para el rapapolvo, hostia incluida si hacía falta.
Pero se puso farruca. Iba a tener incluso que sacar la navaja. Le
discutía, le gritaba; pero él no se iba a rebajar a discutir con una puta
vieja. Sacó la navaja a ver si la acojonaba, pero como siguió insistiendo, se
la clavó.
De pronto oyó un “pac” y sintió un
escozor en la barriga; en seguida se le nublaron los ojos y le flaquearon las
fuerzas. Cayó al suelo. Notaba como si el aliento se le fuera por el agujero
que se palpó. ¿Qué coño había pasado? ¿La Kati con una pistola? ¡Pero si
siempre había sido medio tonta!
La Kati había caído al suelo dando
media vuelta sobre sí misma y disparando como loca el cargador entero del
revólver.
El Navaja deseó que apareciera el
coche de la policía sin letras y que el gordo del teniente Johnson lo
recogiera, lo arrestara y llamara a una ambulancia. ¿Quién le iba a decir que
llegaría un momento en que anhelara con desesperación que apareciera nada menos
que el gordo Johnson!
Pocos minutos después por todo el
barrio se oyó el estrépito de una sirena policial. Los chulos se escondieron en
los portales y los camellos tiraron su mercancía por las alcantarillas; los
servicios de los bares se llenaron de gente. De un frenazo paró un coche, pero
con señales y hasta una sirena azul intermitente. Un energúmeno y tres agentes
salieron a toda prisa. Tumbados en la acera había un tío desangrándose, una
mujer – sin duda una prostituta – muerta de un navajazo en el corazón y, a
pocos metros, un viejo sentado en el suelo y apoyado en la pared que echaba
sangre por la boca y olía a alcohol. Murió mientras lo reconocían. Había recibido
un disparo en los genitales.
Los hombres de Johnson metieron al
Navajas en el coche. “Llévenlo al hospital”, ordenó Johnson, “pero no se den
mucha prisa. No se va a perder gran cosa”. Fue lo último que oyó el Navaja.
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