I. POR FIN LA LIBERTAD.
Llevaba meses dándole vueltas en la cabeza a la idea. En las últimas semanas las cosas se precipitaron, y el finde lo preparó todo. Sacó toda la pasta de la libreta de ahorro que el abuelo Germinal le había abierto cuando nació, que ya tenía unos cuantos, no muchos, miles de euros, más lo que le pudo sisar a la Bruja y al Gordo (poco); el domingo por la noche metió unos vaqueros, algo de ropa interior, cepillo de dientes y avíos de afeitar en la mochila, en vez de los libros, y lo dejó todo preparado. A la mañana siguiente, lunes, después de que los otros se hubieran ido al trabajo, simuló dirigirse al instituto, a la misma hora de siempre, pero en su lugar se fue a la parada del autobús. Allí compró un billete para la capital de la provincia, Puerto Santa Fe, a la que se tardaba una media hora en llegar. Era bastante probable que se encontrara a algún conocido preguntón en el autobús, lo tenía previsto; si así fuera lo trataría de eludir, y si no tenía más remedio le diría que iba al médico, o mejor aún, a la universidad para informarse de las carreras que se podían estudiar. La mochila la dejaría en el porta-equipajes y era fundamental aparentar una calma total. No notarían su ausencia hasta que no volvieran del trabajo, a última hora de la tarde, y eso le daba tiempo: por eso había elegido el lunes en lugar del fin de semana.
Llevaba meses dándole vueltas en la cabeza a la idea. En las últimas semanas las cosas se precipitaron, y el finde lo preparó todo. Sacó toda la pasta de la libreta de ahorro que el abuelo Germinal le había abierto cuando nació, que ya tenía unos cuantos, no muchos, miles de euros, más lo que le pudo sisar a la Bruja y al Gordo (poco); el domingo por la noche metió unos vaqueros, algo de ropa interior, cepillo de dientes y avíos de afeitar en la mochila, en vez de los libros, y lo dejó todo preparado. A la mañana siguiente, lunes, después de que los otros se hubieran ido al trabajo, simuló dirigirse al instituto, a la misma hora de siempre, pero en su lugar se fue a la parada del autobús. Allí compró un billete para la capital de la provincia, Puerto Santa Fe, a la que se tardaba una media hora en llegar. Era bastante probable que se encontrara a algún conocido preguntón en el autobús, lo tenía previsto; si así fuera lo trataría de eludir, y si no tenía más remedio le diría que iba al médico, o mejor aún, a la universidad para informarse de las carreras que se podían estudiar. La mochila la dejaría en el porta-equipajes y era fundamental aparentar una calma total. No notarían su ausencia hasta que no volvieran del trabajo, a última hora de la tarde, y eso le daba tiempo: por eso había elegido el lunes en lugar del fin de semana.
No pasó nada en el autobús. El sol de
primavera estaba radiante iluminando las lomas de almendros y olivos. ¡Qué
ganas de vivir! ¡La libertad! Siempre mezclada con el temor, lo que le daba un
matiz más excitante si cabe.
A la media hora llegó a la parada de la capital: ajetreo, caras desconocidas, anonimato, más libertad. El aire estaba frío pero el sol calentaba si se arrimaba uno a él. El plan consistía en buscar algún trabajo, en el puerto por ejemplo, para ahorrar más dinero y ya pegar el salto del charco hacia la libertad total; pero no había prisa: tenía el dinerito en parte en el bolsillo trasero del vaquero y en parte en el calcetín. El abuelo le había contado que si se iba uno al puerto bastaba con hablar con el primero que se encontrase, ofrecerse a trabajar de estibador y ya estaba. Luego había que buscar una pensión, pero había tiempo. Tenía ganas de andar, de pasear, de mirar a las chavalas descaradas de la ciudad, sobre todo a las estudiantes (algunas lo miraban sin tapujos) y también a las cuarentonas casadas, de perderse por las calles del centro y de la ciudad vieja. ¡Había tiempo para todo!
A la media hora llegó a la parada de la capital: ajetreo, caras desconocidas, anonimato, más libertad. El aire estaba frío pero el sol calentaba si se arrimaba uno a él. El plan consistía en buscar algún trabajo, en el puerto por ejemplo, para ahorrar más dinero y ya pegar el salto del charco hacia la libertad total; pero no había prisa: tenía el dinerito en parte en el bolsillo trasero del vaquero y en parte en el calcetín. El abuelo le había contado que si se iba uno al puerto bastaba con hablar con el primero que se encontrase, ofrecerse a trabajar de estibador y ya estaba. Luego había que buscar una pensión, pero había tiempo. Tenía ganas de andar, de pasear, de mirar a las chavalas descaradas de la ciudad, sobre todo a las estudiantes (algunas lo miraban sin tapujos) y también a las cuarentonas casadas, de perderse por las calles del centro y de la ciudad vieja. ¡Había tiempo para todo!
Sabía, sin embargo, que el Gordo y la Bruja empezarían a
dar por saco en cuanto volvieran a la casa y vieran que tardaba en llegar. La Bruja, histérica, primero llamaría a las madres de los amigos y a la directora
del instituto; era probable que no llamara a la policía hasta el día siguiente.
Ya había sembrado algunas pistas falsas: les había dicho a algunos del
instituto que se pensaba largar a la Sierra unos días con una tía; sin duda eso
llegaría a oídos de la Bruja, que lo buscaría por allí. Mientras tanto él
estaría perdido en la ciudad y, por si acaso, no se afeitaba y se ponía
unas gafas de sol: estaba completamente seguro de que nadie lo reconocería. El
móvil lo mantenía apagado.
Además, pronto cumpliría los 18.
Andando sin rumbo se encontró en la
ciudad vieja. Las calles eran estrechas y tortuosas, y los comercios, antiguos;
al revolver una esquina apareció de pronto un gran edificio con un rótulo de cerámica: “Gran Teatro Cervantes”, (le
recordó a la de Lengua, pero desechó el pensamiento en seguida) y justo detrás
el mercado de abastos. Las tiendas exhibían la fruta en la calle, de mil
colores, y las aceitunas de mil clases; del interior de otras salía un olor
profundo a chacina, que colgaba de las vigas de madera del techo. Le entró
hambre y se comió una inmensa ración de churros con café. Había gente muy
variopinta, de diferentes países, entre ella grupos de moros; casi sin darse cuenta
se vio charlando con un grupo de ellos. “Hola, quieres hashís? Tengo bono,
bono, recién traído de Morroco, barato, primera calidad.” “No, no fumo,
gracias”. “No problema, amigo, no problema, con Karim nunca problema”. Los
demás se reían. Habló un ratito con ellos. Le parecieron amables, sonrientes,
al contrario de lo que había oído en Zutaija; no era la primera vez que lo que
había oído en Zutaija o en su casa resultaba ser mentira; al final iba a
resultar que todo era mentira.
Cuando se cansó de los moros siguió andando y se topó con el mar y su olor y su brisa; al fondo se veía el gran puerto, las grúas, los barcos, los malecones con enormes cargamentos. “Mañana iré allí y buscaré trabajo. No hay prisa”. La brisa le dio un hambre atroz y comió en un pequeño restaurante económico llamado “Frente al Mar”, donde anunciaban un menú por 5.50 euros: Lentejas y salchichas con papas, cerveza, pieza de fruta y café todo incluido. Comió con gula entre el bullicio de trabajadores, la televisión a tope. Luego salió y se tumbó contra un viejo muro de piedra a ver el mar. Estaba de color gris allí, con suaves olas; unas misteriosas escaleras de piedra se sumergían en el agua. Olía fuerte a brea. El sol, ya más débil, le daba en la cara. Se quedó dormido.
Cuando se cansó de los moros siguió andando y se topó con el mar y su olor y su brisa; al fondo se veía el gran puerto, las grúas, los barcos, los malecones con enormes cargamentos. “Mañana iré allí y buscaré trabajo. No hay prisa”. La brisa le dio un hambre atroz y comió en un pequeño restaurante económico llamado “Frente al Mar”, donde anunciaban un menú por 5.50 euros: Lentejas y salchichas con papas, cerveza, pieza de fruta y café todo incluido. Comió con gula entre el bullicio de trabajadores, la televisión a tope. Luego salió y se tumbó contra un viejo muro de piedra a ver el mar. Estaba de color gris allí, con suaves olas; unas misteriosas escaleras de piedra se sumergían en el agua. Olía fuerte a brea. El sol, ya más débil, le daba en la cara. Se quedó dormido.
Cuando despertó, casi caía la tarde.
“Es hora de buscar donde pasar la noche”, se dijo. Mientras más barato y cutre
el sitio, menos preguntas y menos dinero. De ese tipo los había a docenas.
Entró en uno; por una escalera empinadísima se llegaba a un pequeño rellano de
la escalera donde habían puesto un minúsculo mostrador con un viejo detrás.
“¿Cuánto vale una habitación?” “25 euros. Primero el carnet”. Se lo dio y el
viejo se puso las gafas de culo de vaso. “Usted es menor de edad. Lárguese si
no quiere que llame a la policía. ¡No quiero problemas en mi casa!” Salió
corriendo escaleras abajo como alma que lleva el diablo y no paró de correr un
buen rato, hasta que volvió una esquina y se sintió a salvo. “No pasa nada,
coño, se dijo”. Siguió andando, todavía jadeante; la gente, que seguía siendo
mucha, ni se fijaba en él. “Y dónde voy a pasar la noche ahora? Fue entonces, y
no antes, cuando se acordó de Nora.
NORA
Se acordaba de memoria de la
dirección de Nora, aunque no del teléfono. Vivía en una barriada pobretona, fea, de pisos de pobre calidad construidos en los años 70.
Preguntó cómo ir hacia allá, y le dijeron qué autobús tomar; pero prefirió ir
andando: llegaría antes; y efectivamente, en un cuarto de hora estaba en el
barrio, y cinco minutos después en la puerta del bloque. Ya era de noche, aunque no demasiado tarde, serían las
nueve, la hora todavía era razonable, pensó. Pulsó el timbre. “¿Sí?” oyó la
bonita voz de Nora. “Soy Salvador”, respondió él con voz de poker. “¡Salvador,
tío, qué haces tú aquí! ¡Sube!”
Nora era encantadora, además de
inmensamente atractiva, por lo menos para él. Habían tenido un romance – para
Salvador el único – el verano pasado, en
la playa cerca de Zutaija donde Nora fue a veranear el año pasado con sus
padres. Era algo mayor que él, estaba ya en la universidad, y no era de Puerto
Santa Fe, sino de la capital, pero aquel año había convencido a sus padres de
que le pagaran un pisito en la ciudad provinciana con la excusa de que lo que
quería estudiar – Ciencias del Mar – sólo se podía hacer allí.
Cuando le abrió la puerta y apareció,
sonriente, con sus labios ligeramente pintados de rojo y sus ojos ligeramente
de negro, sus leotardos que cubrían unas piernas esbeltas, le pareció más guapa
que nunca. Le dio dos fuertes besos en las mejillas y le invitó a pasar. “¿Qué
haces aquí,? ¡Ja, ja, qué alegría de verte! Pasa, siéntate, estaba comiendo
algo, ¿quieres algo? ¿Una cerveza?” Salvador asintió, sonriendo, algo tímido,
“Vale.”
Nora tenía un sofá bajo con tapicería
de arabescos. También se podía uno sentar sobre unas alfombras con cojines,
como los moros, y apoyarse uno en la pared, cubierta de tapices de estilo
persa, baratos pero bonitos. Salvador le contó su odisea: se había largado de
Zutaija, no podía aguantar más en aquel agujero, en aquel triple agujero, la
casa, el instituto, el pueblo en sí.
“Pues yo en el instituto no es que
estuviera en la gloria, pero lo medio soporté bien, dijo Nora”.
“Ya
sabemos, Nora, que somos distintos.”
Nora no era de las que soltaban la
moralina en seguida, era demasiado inteligente como para eso. “Pues mira, ¿sabes
lo que te digo? Que dadas tus circunstancias has hecho bien. Y ahora ¿qué
planes tienes?”
Trabajar en el puerto, como me
contaba mi abuelo Germinal, tú no lo conociste, pero era el tío más de puta
madre que he conocido nunca, te lo juro. Y luego ahorrar para saltar el charco
y allí trabajar duro y hacerme rico, o por lo menos acomodado.”
“Ja, ja, Salvador, eres la hostia, y
allí dónde es?”
“Pues no sé, Argentina, Méjico,
Venezuela, un país de esos”.
“Bueno la cosa por allá no está como
en los tiempos de tu abuelo, pero estoy segura de que lo conseguirás. De todas
formas por aquí está todavía peor”.
“Y
estudiar no sirve para nada, replicó Salvador”.
A eso Nora calló.
“Nora, ¿me puedo quedar aquí esta
noche? Es que he ido a una pensión y el tío me ha echado cuando ha visto en el
carnet que era menor de edad.”
“Claro, aquí hay sitio de sobra, tío,
aunque en mi cuarto, no, ya sabes el acuerdo al que llegamos….”
“Sí, sí, no hace falta que me lo
recuerdes”, contestó Salvador, algo irritado.
“Mira, te voy a enseñar el cuarto,
ven.”
Siguieron charlando un buen rato,
aquella noche, a la luz de una vela – a Nora le gustaba -. Le contó que tenía
un “medio novio”; Salvador prefirió no
inquirir en detalles de eso.
“¿Y cómo te va en Puerto Santa Fe, en
la universidad?”
“Bien, tío, me encanta cambiar de
sitio, y esto tiene mar, tiene ambiente de mar, de puerto, es relativamente cosmopolita,
y la universidad, pues la verdad es que no es nada del otro mundo, ni yo lo
esperaba, así que me conformo. La mayoría de los compañeros son majetes, y la
mayoría de los profesores unos jilipoyas creídos que encima saben bien poco,
pero yo me lo tomo a cachondeo, hasta les hago un poco la pelota y luego cuando
salgo del despacho me harto de reír….soy más práctica que tú, ja ja…y Rubén
pues también es majete.”
El medio novio, pensó Salvador. “¡Qué
guapa y qué buena gente es esta tía, joder! Y qué manos más blancas y más
bonitas tiene, con esos dedos largos y delgados que tan bien sabían acariciar!
Mejor que piense en otra cosa.”
Habían tenido un romance el verano
pasado; parecía que hacía mil años. Para Salvador había sido el único de su
vida, aparte de algunos escarceos sin importancia antes con niñas tontas del
instituto. Le había encantado Nora desde el primer día, y era la primera vez
que había hecho el amor de verdad.
Habían flipado andando por la orilla de la playa por las tardes cogidos de la
mano, a veces hablando de mil cosas, interrumpiéndose, alucinando al ver cómo
coincidían en gustos, musicales, literarios, de cine, en formas de ver la vida; otras en total silencio, cogiendo conchas y
piedrecitas, mirando y oyendo las olas y el cielo, mojándose los pies. Fue un
largo verano, de tres meses, en el que se vieron prácticamente a diario. 90
días de felicidad, sólo empañada a ratos, en lo que a Salvador se refiere, por
el temor de no dar la talla, ni en la cama, ni intelectualmente. Nora era algo
mayor que él y él sabía que había tenido novios antes; Nora estaba ya en la
universidad, y era muy lista, leía muchísimo, y en ese terreno Salvador se
sentía inseguro. En los momentos más depres llegó a pensar que él era para ella
sólo una diversión veraniega, producto del aburrimiento de aquella playa
hortera. Pero Nora era tan entusiasta, demostraba tanto lo a gusto que estaba
con él, que él olvidaba esos pensamientos, a veces incluso durante días
enteros. Además, ella le enseñó cómo hacer el amor sin pornografía. Lo que él
había aprendido en sus charlas con los amigos, en las películas de la
televisión yen los videos de internet habían hecho que sus fantasías sexuales hasta entonces hubieran sido muy fuertes, muy
eróticas, y muy pornográficas. Con Nora sin embargo, aprendió, sin hablar de
ello, que se podía sentir una atracción brutal por una mujer, y sin
embargo no haber pornografía por medio.
Nora había puesto el listón muy alto. A veces pensaba que nadie podría volver a
gustarle tanto. Pero eso no le preocupaba gran cosa ahora. Y lo más curioso del
caso es que terminaron por su culpa,
porque al final él quería estar solo con sus pensamientos muchas horas, incluso
días; en fin que no le echaba cuenta y eso a Nora le dolió. Un día, a finales del verano, le dijo
que mejor que lo dejaran, pero que no pasaba nada, que comprendía su necesidad
de aislamiento, y que había sido superbonito todo, pero que se iba a su ciudad
y que ya no era bueno ni tenía sentido seguir juntos. Amigos. Cuando Nora se fue
a vivir a Puerto Santa Fe, ya entrado octubre, le mandó un mail con su
dirección. Y también le dijo que el
contacto físico se acababa, porque unía mucho, y luego despegarse costaba. Y él
estuvo totalmente de acuerdo.
HUMILLACION
Ya tarde, exhaustos, se retiraron.
Salvador se quedó dormido en quince
segundos, vestido y todo, cuando se despidió de Nora – ella le dio un besito en
los labios – y se metió en su cuarto. Cuando se despertó, ella ya se había ido,
pero le dejaba las llaves en la encimera de la cocina con una nota: puedes
entrar y salir cuando quieras. El piso desprendía sabor a Nora, hasta olor;
pero necesitaba andar, moverse; bajó, le entró hambre y se tomó una enorme
tostada de manteca colorá con café. Era una hermosa mañana. Luego se dirigió al puerto, pasando por la
plaza de abastos. Karim le saludó, “Adiós paisa”, pero él no se paró. Llegó al
muelle y vio a un tío montado en una máquina enorme que descargaba palés. Le
gritó, “Hola, sabe dónde hay trabajo?” El tío no le echó ni cuenta. Insistió,
“Hola, sabe dónde dan trabajo?” “¿Qué?” “¡Que si sabe dónde dan trabajo!” El
tipo se le quedó mirando con la boca abierta unos segundos y luego dijo, “Mira
tú, estoy trabajando, vale, déjame en paz que pareces tonto”. Y siguió con la
máquina. Salvador apretó los dientes, “hijo de puta”. Le dieron ganas de
pegarle una patada en la barriga al cerdo aquel; pero se las tuvo que tragar y
se fue con el rabo entre las piernas. Había bares entre las oficinas y los
hangares. Entró en uno. Varios obreros tomaban café. Pidió uno él también. Al
rato le entró a uno de ellos: “Oiga, ¿sabe donde dan trabajo por aquí?” El tío
soltó una carcajada y respondió, “el trabajo no está tan abundante como para
darlo, chaval”. Los otros se reían también. Se sintió profundamente estúpido.
Cuando se iba, alguien gritó, “pregunta al final de la calle, en la esquina” y
los demás soltaron todos una carcajada al unísono. En la calle se sintió
miserable, pero por si acaso se fue hacia el final de la calle. La esquina era
un bar. Entró a mirar. Cuatro pares de ojos se clavaron en él. Eran todos
travestis.
Salió de prisa y continuó andando,
sin rumbo, a grandes zancadas; de pronto vio a alguien sucio, sin afeitar,
desgarbado, encorvado, con cara de idiota; pegó un salto cuando descubrió que
era él mismo, reflejado en el espejo del escaparate de una tienda de
electrodomésticos. “Soy un imbécil, ¿a
quién se le ocurre hacer lo que a mí?” Y con ese pensamiento obsesivo anduvo y
anduvo, hasta que se topó con Frente al Mar. Entró; de nuevo los trabajadores,
de nuevo el televisor a todo volumen, sólo que esta vez le parecían todos unos
cabrones. Todo había perdido el encanto. Aún tenía hambre, sin embargo; estaba
devorando lo que le pusieron, sentado solo en una mesa, cuando al mirar
descuidadamente al televisor lo vio: “Sin noticias del joven desaparecido en
Zutaija. La madre hace un desconsolado llamamiento a su hijo para que vuelva.”
Aparecía la Bruja llorando, haciendo un numerito melodramático: “Hijo, te
queremos, sabes que siempre serás bien recibido, vuelve, por favor, si aún
puedes escuchar mis palabras” y no pudo seguir. El Gordo estaba al lado,
callado. “Hasta como actriz es mala”, pensó Salvador. Luego aparecía una foto
suya; afortunadamente no se parecía en nada a su aspecto real de ahora. De
todas formas tenía que afeitarse y arreglarse un poco, si no iba a tener
problemas, no por ser el fugado de la tele, sino simplemente por su mala pinta.
Y, curiosamente, le preocupaban más los problemas que le podía acarrear a Nora
– la policía se podía presentar en el piso en cualquier momento – que él mismo.
Debía irse de ese piso, pero ¿adónde ir?
Desde luego aquel no era su día; pero
al menos la noticia de la televisión le hizo salir de la obsesión. Tenía que
hacer algo ya.
Al salir se dirigió de prisa al piso,
“tengo que llegar antes que ellos”, con la intención de recoger lo poco que
había dejado allí y dejarle una nota a Nora en el caso de que no estuviera. Por
el camino compró un saco de dormir barato en una tienda de deportes.
Llegó sin ningún problema. El piso
estaba intacto, Nora no había vuelto. Le escribió en un trozo de papel de
cocina. “Nora, me tengo que ir. Muchas gracias por tu hospitalidad. Un beso,
cariño." Se duchó y afeitó, recogió todo y lo metió en la mochila, dejó
las llaves en la encimera y salió.
Fuera todo parecía normal. “Tengo que
tranquilizarme y tomar una decisión, se dijo. Dormir, puedo dormir en cualquier
parte, el tiempo no es malo. Pero, ¿qué hacer a partir de mañana? Esos cabrones
del puerto no me lo están poniendo fácil”.
Aquella noche durmió en la estación
de autobuses. Era mejor que hacerlo solo en un parque, donde llamaría más la
atención: en la estación había un montón de gente durmiendo, desde indigentes
viejos y borrachos con su tetrabrik de vino tinto malo, otros igual pero no tan
viejos, hasta inmigrantes, la mayor
parte marroquíes y subsaharianos, e incluso algún turista mochilero demasiado
pobre como para pagarse una pensión, o simplemente por el gusto de dormir allí.
Pero nadie molestaba a nadie. Y Salvador volvió a dormir de un tirón.
Amaneció en su tercer día de libertad.
Se lavó un poco en los servicios de la estación y se fue a desayunar a un bar.
Esperaba no tener demasiada mala pinta. Esta vez iba ya obsesionado con lo que
diría la televisión. Efectivamente, volvieron a poner las mismas imágenes del
día anterior, pero añadiendo, “la policía investiga activamente el paradero del
joven, menor de edad; no se descarta ninguna hipótesis”.
Bueno, si en el puerto no podía
encontrar trabajo tendría que ir a otro sitio. Dinero tenía por ahora; y no
creía que lo de la televisión fuera un verdadero problema; se había ido y ya
está; eso no estaba prohibido, creía; ahora, si no daban con él, mejor, menos
preguntas y menos problemas. Pero, ¿dónde ir? No tenía amigos, ni enchufe, y se
volvió a acordar de Nora: ella le podría aconsejar, ella era siempre tan cabal,
tan rebelde también, pero al mismo tiempo tan centrada, y tan comprensiva.
Ahora bien, no debía causarle el más mínimo riesgo apareciendo por el piso.
Iría, pues, a la universidad.
Llegó, andando y preguntando. Había una cafetería para varias facultades y
decidió esperarla allí; no quería preguntar por ella para no crearle problemas.
Pidió un café y se sentó; se dio cuenta de que con su pinta desentonaba entre
tanta niña pija – las había del tipo progre y del tipo clásico. Para su
sorpresa, vio aparecer a Nora al cabo de no más de quince minutos, y además iba
sola. Se dirigió a la barra y pidió un desayuno. Salvador se le acercó y le dio
unas palmaditas en la espalda; ella se dio la vuelta, sorprendida, y cuando lo vio casi pegó un brinco, mostrando su más bella sonrisa, de oreja a oreja."Tan amable y cariñosa como
siempre", pensó él. Pero en seguida creyó ver un aire de tensión, o quizás de molestia, en ella.
“¿Qué haces tú aquí?”, dijo, riéndose.
Le contó, brevemente, porque no
quería dar pena, sus dificultades en encontrar trabajo en el puerto, la
aparición de su nombre en la televisión y su intención de no volver a aparecer
por su piso; sólo quería que le asesorara en cuanto a la busca de empleo. “La
cosa está muy difícil para eso, Salvador, eso lo sabe todo el mundo, y yo no
soy ninguna experta, nunca lo he hecho. De todas formas ahora no tengo tiempo,
tengo clase.” “No tiene por qué ser ahora mismo, Nora, cuando tú quieras”.
“Bueno, entonces pásate por casa mañana por la tarde y charlamos un rato, que
el otro día apenas nos dio tiempo.” ¡Mañana por la tarde! ¿Y qué iba a hacer él
mientras tanto?
Entonces apareció un tipo con una
coleta y un pendiente bastante hortera, algo mayor que ellos, con unas carpetas
bajo el brazo y pinta de chulo (o por lo menos eso le pareció). Le dio un beso
a Nora en la boca. Nora se puso roja como un tomate. “Hola, Rubén, mira te presento
a un amigo, Salvador.” El tipo le dio la mano con cara de asco, sin sonreír siquiera, y
no dijo nada. “Este es Rubén, mi profesor de Oceanografía”. Debe ser el medio
novio, que es su profesor, pensó Salvador. “Bueno, Nora, me voy, quedamos en
eso. Ciao.” “Ciao, Salvador”, contestó Nora, con una sonrisa forzada.
De modo que el chulo ese del
pendiente era el novio de Nora. Bastante mayor, y encima su profesor. No perdía
el tiempo la niña, no. La culpa es mía, ¿qué pinto yo en esta universidad de
mierda? ¿Y qué sabe Nora de buscar trabajo?
Para colmo de males el tiempo había
empeorado y estaba empezando a llover. Se decidió a pasar la noche en una
pensión, aún a riesgo de que no lo admitieran, o, aún peor, de que llamaran a
la policía. Se dirigió al barrio de la plaza y del puerto. Allí estaba Karim,
como siempre; le saludó, y Salvador se puso a hablar con él. Se sentía solo y
desgraciado. Se puso a diluviar de pronto y le dijo a Karim que lo invitaba a
un café en cualquier barucho de los alrededores. Allá fueron. Le habló de su busca de trabajo. “La cosa
está mu mala mu mala”, dijo Karim. “¿Y si voy a la oficina de empleo?, preguntó
Salvador. “Eso no vale pa ná, tío, parece mentira que digas eso, colega, eso lo
sabe tor mundo”, se reía Karim. “No sé qué decirte, tío, pregunta por ahí, pero
te advierto que te van a decir muchas veces que no, y eso jode, suponiendo que
al final alguien te diga que sí pa algo. Mira, toma esta bola de hashís y
véndela por ahí y luego me das la mitad; ahora no me tienes que dar ná”. “No,
Karim, gracias, pero a mí no me gusta eso,
no sirvo para eso”. “Vale, coleguita, lo entiendo. Bueno, ahora me
marcho, que me están esperando.”
Hasta Karim se despega de mí, pensó.
Se fue a buscar la pensión, esperando lo peor. Pasó por un pequeña placita que
tenía un puesto de periódicos; al mirar de reojo vio que todos, absolutamente
todos, tenían su foto en la portada, y los titulares eran más o menos el mismo:
“Sin noticias del joven desaparecido en Zutaija”. Empezó a alarmarse; aunque la
foto no guardaba gran parecido con su pinta de ahora, lo iban a acabar
reconociendo.
No obstante, vio una pensión un poco
menos cutre que la otra y se decidió a entrar. Estaba mojado, tiritaba, tenía
frío, y estaba muy agobiado. Para su sorpresa, le pidieron el carnet, pero no
le pusieron ninguna pega. Le enseñaron el cuarto y le hicieron pagar por
adelantado: 35 euros. Se duchó y se metió en la cama.
Pese a estar cansado, no podía
dormir. La imagen de Nora besando en la boca al chulo ese le atormentaba, y no
se la podía quitar de la cabeza. Ahora sólo pensaba en que llegara mañana por
la tarde para poder verla. Se dio cuenta de que estaba enamorado de ella, y lo
peor es que ahora no tenía absolutamente nada que hacer; si por lo menos Nora
estuviera sola, pero tiene su parejita, y quién era él para competir con el
chulo ese, profesor de la universidad, con dinerito, trabajo, mundo, y
seguridad en sí mismo. No sabía ni la hora que era, pero el hambre le hizo
levantarse y salir a comer algo. Todos los restaurantes estaban cerrados, eran
las cinco y pico de la tarde y se tuvo que comprar un bocadillo de chope en una
tienducha que vendía comida barata a inmigrantes y alumnos de por la tarde de
un instituto cercano. No sabiendo qué hacer, entró en un bar, pidió una caña, y
al rato le preguntó al camarero si sabía del algún sitio, un bar o algo, donde
le pudieran dar trabajo. El hombre sonrió con compasión: “Qué va, chaval, la
cosa está fatal. Lo siento. No conozco ningún sitio”. Pagó y salió. No quería
volver tan pronto a la pensión, pues sabía que ahí se iba a comer el coco más
todavía. ¿Había hecho bien en largarse? ¿No hubiera sido mejor esperar un poco,
por lo menos acabar el curso? ¿Pero eso, en qué cambiaría las cosas?
Acabó topándose con el mercado y con
Karim. “Hola paisa”, sonreía Karim, aunque con menos entusiasmo que las otras
veces. Había otro moro con él, que se presentó como Abdula. Hablando, salió a
relucir que acababa de llegar de Burux, donde había estado trabajando en la
aceituna. A las preguntas de Salvador, le dijo que se cobraba muy poco, 30
euros al día por un montón de horas, desde luego más de 8, y luego tenían que
dormir en un barracón para todos. "Y ni se te ocurra ponerte malo. Además la temporada ya había terminado. Pero
te puedes ir al norte. Ahora empieza allí lo de la pera y la manzana, y eso
está un poco mejor, sólo un poco, eh!, jaja. Yo me vuelvo a Nador. No merece la
pena esto, para que encima te traten como a una mierda.”
Cuando se fueron, Salvador, de vuelta
a la pensión, comprendió que se había ido de Zutaija con un montón de pajaritos
en la cabeza. Estaba seguro de que la culpa no la tenía el abuelo, era sólo que
los tiempos habían cambiado. Si había
estado agobiado allí en Zutaija, ahora no lo estaba menos aquí. Llegó a la
pensión. El día estaba frío y lluvioso, no funcionaba la calefacción, y el aire
frío se colaba por las rendijas de la ventana. Sólo se oía el viento y un reloj
de pared que, fuera en el pasillo, daba las horas y las medias horas. Se echó
encima todas las mantas que encontró en el ropero empotrado y se quedó allí
encogido; para colmo le dolía el estómago. Se quedó dormido pensando dulce y
tristemente en Nora.
A la mañana siguiente el tiempo había
mejorado algo, se duchó y se afeitó y salió corriendo a matar el hambre. En la
puerta de la pensión, enfrente, había una furgoneta de la policía nacional
aparcada. Se quitó de en medio a prisa tratando de aparentar normalidad.
¿Estarían ahí por casualidad, o buscándolo a
él? No volvería en todo el día, por si acaso, y cuando volviera, antes
de entrar se cercioraría de que no había más policía. Aún así, se agobió, no lo
pudo evitar. Anduvo hasta lejos y entró en un bar a desayunar. Creía notar que
todos, el camarero, los clientes, le observaban. Desayunó y se lanzó a la
calle. No tenía nada que hacer hasta la cita con Nora por la tarde. Bueno, pues
le echaría cara al asunto y preguntaría por un trabajo. Vio un supermercado,
entró, preguntó por el encargado, le preguntaron que qué quería, contestó que
era una cuestión de trabajo, y de mala gana le hicieron pasar a un despacho. Un
tío encorbatado le recibió correcta pero fríamente. “¿Qué se le ofrece?” “Busco
trabajo” “¿Tiene usted experiencia?” “No, la verdad es que no, pero puedo hacer
cualquier cosa”. “Está bien, déjele su curriculum a la empleada, pero ya le aviso que no está
en nuestro planes contratar a nuevo personal, más bien al contrario. Ya le
llamaríamos.” Se levantó, dando por terminada la conversación y acompañó a
Salvador a la puerta, le dio la mano y las gracias por el interés. No había
nada que hacer, pensó Salvador.
Vagando por la ciudad se encontró en un barrio más
moderno que parecía de un nivel económico más alto. Vio una ferretería grande.
Entró. Tras el saludo, y un poco demasiado bruscamente, preguntó, “mire estoy buscando
trabajo, puedo hacer cualquier cosa, incluso recados.” Se puso colorado al
notar lo mucho que se rebajaba. “No, gracias, le contestó una chica
amablemente, sonriendo, pero no nos hace falta personal en este momento.” “Ya.
Gracias, eh”. Salió hecho un guiñapo de la tienda.
Mató el tiempo de aquí para allá
hasta que llegara la hora de visitar a Nora. Esperó cinco minutos más de las 6
para que no pareciera que estaba demasiado ansioso; pero en la esquina de la
calle, es verdad que algo apartada de la puerta del bloque de Nora ¡había
también una furgoneta de la policía nacional! Estuvo a punto de darse media
vuelta e irse, porque por nada del mundo le quería crear problemas a Nora; pero
no pudo: las ganas de verla eran aún más fuertes. Entonces se acercó a la
puerta, entrando en la calle por la otra esquina, sin mirar a la policía, yendo
incluso demasiado despacio para aparentar normalidad, y llamó al porterillo
electrónico. Nora tardó un poco en contestar, no mucho, pero a él se le hizo
eterno. “Sube, Salvador, te estaba esperando.” Ella, siempre, siempre, era
cariñosa.
AMOR
AMOR
No le quiso decir nada de lo de la
policía para no alarmarla. Ella le dio un beso nada más entrar y, toda calidez,
le dijo que pasara y se sentara y le puso una caña por delante. “Estás pálido,
Salvador, ¿tienes frío?, pero si estás casi temblando, voy a poner la
calefacción en seguida.” Y se sentó en el sofá junto a él.
Le sonreía. “Dime qué te pasa, venga,
que te veo agobiado”. “Nada, Nora, si tú ya lo sabes, que me fui de Zutaija
porque no aguantaba aquello, pero resulta que no hay trabajo ni nada y sí, la
verdad, me estoy agobiando un poco.” No mencionó ni a la policía ni al noviete.
“Mira Salvador” – le hubiera dicho
Salva, pero sabía que a él no le gustaba ese diminutivo para nada – “te
entiendo perfectamente. Pero es que has actuado por un impulso, hombre, y las
cosas hay que pensarlas y planificarlas mejor”.
“Pero si llevaba meses dándole
vueltas en la cabeza al tema, Nora.”
“Ya, ya lo sé. Pero te voy a decir
una cosa, aún a riesgo de que me mandes a la mierda.”
“Yo a ti no te mandaría a la mierda
nunca, vamos aunque me escupieras en la cara, Nora”.
Entonces Nora le sonrió y le cogió la
mano. “¿Sabes? Creo que debes, por ahora, volver” – y le acariciaba la mano. “Sé
lo de la televisión, he visto lo de la policía. Pero si vuelves por iniciativa
propia, quedas mejor; entonces aguantas un poco, acabas el curso, y les dices a
tus padres que quieres estudiar cualquier cosa en Puerto Santa Fé. Ellos se lo
pueden permitir. Ahora, les tienes que seguir un poco el rollo, hacerles un
poquillo la pelota.”
“No sé si voy a poder hacer eso,
Nora.”
“Claro que sí puedes, tío, y cuando
vengas aquí por lo legal, vamos, pues nos vemos, y te presentaré a unos amigos,
y tendrás tiempo de buscar trabajo tranquilamente. Puedo hablar con mi padre, a
lo mejor….no sé, pero una de sus empresas tiene una sucursal aquí.”
Ahora fue Salvador el que le apretó
la mano a ella. Y se la acarició.
“Es muy fuerte eso de volver con El
Gordo y La Bruja.”
“No los llames así más, hombre, son
tus padres, ellos también tendrán sus problemas, la vida los habrá vapuleado,
qué sé yo, nadie es perfecto, estoy segura de que lo han pasado mal, y desde
luego de que lo están pasando fatal ahora.”
“Y pensar en lo cojonudo que era el
abuelo Germinal. Tenía una dignidad y unos cojones que no veas. Estuvo en la
guerra en Barcelona, ¿sabes? Siendo un chaval, como yo ahora, supongo, y luego
se tuvo que volver porque allí lo tenían fichado, pero con todo y con eso montó
su taller en Zutaija y era el mejor mecánico de la comarca, y hasta los fachas
le traían el coche, aún sabiendo que era anarquista – nunca se lo calló -. Y
pensar que le salió una hija como….mi madre.”
“Salvador, a tu madre, y a tu padre,
les tocó vivir unos tiempos de comedura de coco que no veas. Son el fruto de su
época, ¿no te das cuenta? Pero dejando eso, tienes que volverte, y el curso que
viene, dentro de unos meses vamos, podrás casi seguro estar aquí, y nos
veremos, ya verás lo bien que vas a estar.”
En ese momento Salvador la miró, y la
vio tan guapa, que ya no se pudo aguantar. Torpemente, con inseguridad, pero
con decisión a la vez, le cogió la cara
con las dos manos y la atrajo hacia la suya y la besó arriba de los labios. Y,
sorprendido al ver que ella no se apartaba, la abrazó y la atrajo hacia él.
Ella apoyó la cabeza en su hombro y se quedaron callados. Había puesto una
música de guitarra clásica muy bajita, de Andrés Segovia; era lo único que se
oía, como a lo lejos. La abrazaba y le acariciaba el brazo derecho. Ya estaban
como acurrucados, la pierna de ella tocaba la de él.
Así estuvieron un buen rato.
“No debería estar aquí así”, dijo sin
embargo ella de pronto.
“Ya. Entiendo lo que dices. Es por el
chico ese, ¿no?”
“Claro.”
“Mira Nora. Yo te quiero a ti.” Y la
besó en la boca por un segundo. Y luego por otro segundo.
Y Nora dejó su cuidado entre las
azucenas olvidado.
LA VUELTA
Pasaron la noche juntos, desnudos y abrazados.
Cuando Salvador despertó, Nora ya no estaba, pero había dejado una pequeña
notita en el espejo del cuarto de baño: “¡Adelante, ánimo. Todo saldrá bien!”
Una sensación de felicidad lo envolvía como un líquido amniótico. Se sentía con
fuerzas para cualquier cosa. Bajó, desayunó opíparamente, y decidió no volver a
la pensión. Lo que tenía allí no valía nada y sin embargo se arriesgaba a
encontrarse con el furgón. No lo iban a detener, no era ilegal lo que había
hecho, eso Nora se lo había confirmado – ella se había encargado de preguntar
-- pero sí le podían agobiar con un montón de preguntas, llevarlo a la
comisaría, etc.
Decidió irse directamente a la
estación de autobuses. En el camino prepararía la trola que iba a contar. Si
todo salía según lo previsto, llegaría a Zutaija al mediodía y se iría
directamente a su casa, donde seguramente estaría su madre. Se impuso a sí
mismo llamarla Aurora, que era su verdadero nombre, en sus pensamientos. La
trola se la inventó en cinco minutos: se había ido a la Sierra a hacer
senderismo o escalada y se había perdido; había dormido en el saco y en
zahúrdas que había encontrado. Y si alguien decía lo contrario, y afirmaba
haberlo visto en la ciudad, pues estaba equivocado o mentía.
De todas formas, a medida que el
autobús se acercaba a Zutaija, una sombra de duda, le pasó por la mente, fugaz. ¿Cambiaría Nora
de opinión? ¿La convencería el del pendiente de algo, de volver con él, por
ejemplo? Casi arcadas le entraron de sólo pensarlo. No habían hablado de ello.
Ni siquiera sabía qué tipo de relación tenía Nora con él exactamente. ¿Lo
dejaría de inmediato, tardaría algún tiempo en dejarlo, o no lo dejaría en
absoluto? La actitud de Nora, su entrega, no deberían dejar lugar a dudas, pero
nunca se sabe, al fin y al cabo tenía un novio.
Pero, imbuido de energía como estaba,
decidió que merecía la pena llevar a cabo el plan urdido, y, sobretodo, la que
merecía la pena era Nora. Tenía claro que iba a intentar por todos los medios estar con ella. Tenía, creía él, muchas posibilidades de ganar. Se puede perder, pero hay que intentarlo, ¿no? Y con el apoyo de ella, era capaz de todo.