EN EL RIF
Fue en 1982 cuando decidí volver a Marruecos. Recuerdo que en la cubierta del barco, cruzando el Estrecho, una radio hablaba de la guerra de Las Malvinas. Una vez en Ceuta, primero se cambiaba dinero en la Plaza Vieja : daba sensación de aventura, de algo ilegal, peligroso, arriesgado. Se cambiaban fajos gordos de billetes en la barra de un bar. En los bancos nunca querían cambiar. Después cogimos un taxi colectivo para ir a Tetuán. Ibamos sentados delante Arabella y yo, ella encima mía, y detrás iban unos moros viejos fumando kif. Sonaba música mora en la radio. Luego se seguía en un renqueante autobús.
En Chauen nos quedamos en la Pensión Mauritania, la ya conocida pensión de las camas con dosel, y "baño" con heces flotantes, y con ventanucos en el dormitorio desde donde se veían los tejados de todo el pueblo y se oía al muecín. Estaba llena de hippies tanto en la azotea como en el patio (era una casa con patio al estilo andaluz). Chauen era como siempre encantadora, con sus casas, e incluso suelos de calles, encalados de un azul añil. Hasta los años 20 del siglo pasado, cuando fue tomada por los españoles, Chauen había sido una ciudad sagrada, donde tenían prohibida la entrada los extranjeros. A pesar de la pensión, en general todavía se veían pocos turistas.
Fue en 1982 cuando decidí volver a Marruecos. Recuerdo que en la cubierta del barco, cruzando el Estrecho, una radio hablaba de la guerra de Las Malvinas. Una vez en Ceuta, primero se cambiaba dinero en la Plaza Vieja
Mezquita. |
En Chauen nos quedamos en la Pensión Mauritania, la ya conocida pensión de las camas con dosel, y "baño" con heces flotantes, y con ventanucos en el dormitorio desde donde se veían los tejados de todo el pueblo y se oía al muecín. Estaba llena de hippies tanto en la azotea como en el patio (era una casa con patio al estilo andaluz). Chauen era como siempre encantadora, con sus casas, e incluso suelos de calles, encalados de un azul añil. Hasta los años 20 del siglo pasado, cuando fue tomada por los españoles, Chauen había sido una ciudad sagrada, donde tenían prohibida la entrada los extranjeros. A pesar de la pensión, en general todavía se veían pocos turistas.
Calle encalada de Chauen. |
Me llevé de Chauen a Sevilla un montón de vestidos hippies de mujer, de algodón, veraniegos, y un montón de pipas de madera, y sus cazoletas de barro, y todo lo vendí en el mercado de
Con ella y un amigo llamado Paco nos reuníamos en el bar de
Tetuán.
Un día hicimos una excursión a Asilah y Larache. Como en toda la zona del antiguo protectorado español, la gente, sobre todo los viejos, hablaban español. En Larache, pueblo blanco y añil, nos enseñaron el cementerio cristiano, que estaba, junto al musulmán, sobre unos acantilados en las afueras del pueblo, contra los que combatían las olas. Se iba andando por un camino bordeado de cañas. En el cementerio cristiano, casi abandonado, todas las tumbas eran de españoles, la mayoría militares. Todas menos una, la del escritor francés Jean Genet, que había muerto en Larache en casa de su amante marroquí; la tumba estaba muy cuidada y habían hecho un sendero bordeado de piedrecitas encaladas para llegar a él.
En Asilah, más turística, el rey tiene un palacio de verano. Nos gustó mucho la pequeña biblioteca, muy cuidada, donde los jóvenes estudiaban en completo silencio, mientras los hombres mayores charlaban, sentados tranquilos, a la entrada.
A la vuelta, una mañana, paseando por Chauen, vimos unos muebles puestos a secar al sol en la calle. Le preguntamos al primer transeúnte qué era aquello, y nos dijo que los ponían al sol para que se les secara el barniz. En seguida empezamos a hablar y nos invitó a su casa. Se llamaba Abderramán. Su casa era de estilo andaluz y allí vivía con su madre, su mujer y una hija muy pequeña. Abderramán tenía un pequeño cuartucho alquilado con un telar artesanal donde hacía chilabas, pero no le habían encargado ninguna, de modo que no tenía nada que hacer.
Un día hicimos una excursión a Asilah y Larache. Como en toda la zona del antiguo protectorado español, la gente, sobre todo los viejos, hablaban español. En Larache, pueblo blanco y añil, nos enseñaron el cementerio cristiano, que estaba, junto al musulmán, sobre unos acantilados en las afueras del pueblo, contra los que combatían las olas. Se iba andando por un camino bordeado de cañas. En el cementerio cristiano, casi abandonado, todas las tumbas eran de españoles, la mayoría militares. Todas menos una, la del escritor francés Jean Genet, que había muerto en Larache en casa de su amante marroquí; la tumba estaba muy cuidada y habían hecho un sendero bordeado de piedrecitas encaladas para llegar a él.
En Asilah, más turística, el rey tiene un palacio de verano. Nos gustó mucho la pequeña biblioteca, muy cuidada, donde los jóvenes estudiaban en completo silencio, mientras los hombres mayores charlaban, sentados tranquilos, a la entrada.
Costa de Larache. |
Cerca de los cementerios. |
A la vuelta, una mañana, paseando por Chauen, vimos unos muebles puestos a secar al sol en la calle. Le preguntamos al primer transeúnte qué era aquello, y nos dijo que los ponían al sol para que se les secara el barniz. En seguida empezamos a hablar y nos invitó a su casa. Se llamaba Abderramán. Su casa era de estilo andaluz y allí vivía con su madre, su mujer y una hija muy pequeña. Abderramán tenía un pequeño cuartucho alquilado con un telar artesanal donde hacía chilabas, pero no le habían encargado ninguna, de modo que no tenía nada que hacer.
Nos invitó a comer con su mujer, que no dijo una palabra en todo el tiempo, y nos dijo: “Tengo familia en el campo, pero nunca puedo ir a verlos porque no tengo coche ni dinero. Estoy seguro de que a ustedes os gustará. Os propongo ir juntos”. Acepté en seguida; pero Arabella tuvo miedo. Entonces le dije que se quedara sola en la pensión si quería, pero que yo iba a ir seguro. Decidió venirse. Quedamos para el día siguiente.
Esa noche nos sentamos en una terraza de la plaza. Se veían multitud de niños y niñas, corriendo y cantando alegres cogidos de la mano por las calles peatonales, vestidos con ropa pobre, pero multicolor. Parecían más felices que los españoles (al menos en la infancia).
Esa noche nos sentamos en una terraza de la plaza. Se veían multitud de niños y niñas, corriendo y cantando alegres cogidos de la mano por las calles peatonales, vestidos con ropa pobre, pero multicolor. Parecían más felices que los españoles (al menos en la infancia).
Fue un largo camino por carreteras cada vez más secundarias, hasta que a partir de un zoco rural ya tuvimos que seguir por un carril. Un zoco rural es un espacio en medio del campo, de una hectárea o dos, rodeado por una tapia, dentro del cual hay puestos donde se vende de todo lo necesario para la vida rural marroquí, comida, ollas, etc. También hay como unos chiringuitos donde ponen brochetas con té.
Zoco. |
A poco de continuar por el carril de tierra - las montañas eran cada vez más altas y abruptas- nos encontramos un pequeño edificio, que resultó ser la tumba de un santón local. Abderramán entró a orar, y cuando fui a entrar yo, me dijo, amablemente, que me tenía que descalzar. Dentro había una sola sala con algo como un ataúd cubierto de muchas colchas o alfombras.
Por fin llegamos al cortijo, por así llamarlo. El padre de Abderramán había sido cadí de la zona y había tenido cuatro mujeres, cada una en una casa de campo (era conveniente tenerlas en casas diferentes, me dijeron) y unos dieciséis hijos. A Abderramán lo mandó a la ciudad de Chauen a estudiar. Pasamos allí una semana inolvidable.
El cortijo, o conjunto de edificios, tenía horno de barro, molino de aceite tirado por un burro, molino de grano que hacía operar la abuela, y varias dependencias más. El suelo y las paredes eran de barro apisonado, con pequeños ventanucos, pero los techos tradicionales habían sido sustituidos por planchas de lata ondulada. Los hombres comían separados de las mujeres; pero cuando llegué yo con Arabella, ella comía con nosotros. Comíamos todos los días lo mismo: puré de habas con aceite (un aceite muy oscuro), una torta de pan y leche agria, todos sentados en el suelo y con las manos, mojando la torta en el aceite; había dos o tres dedos de aceite por encima del puré; cuando ya se estaba acabando el aceite y estábamos llegando a las habas, alguien decía unas palabras en árabe, traían una lechera con aceite y echaban más. ¡Más aceite!
Los hombres no trabajaban nada (quizás negociaban los asuntos del kif); las mujeres lo hacían todo. Se lo pregunté a Abderramán y me contestó: “A
h, sí los hombres también trabajan, en el arado de la tierra por ejemplo”. “¿Y cuándo es eso?” “Dos días al año”.
El cortijo estaba en lo alto de un monte con impresionantes vistas a un valle y a un río que llamaban Gualdalquivir: toda la ladera estaba plantada de kif; las mujeres, incluso una embarazada, se tiraban todo el día arrancando las malas hierbas de la plantación.
En la familia, o comunidad, había sólo un muchacho joven, llamado Mustafa. Iba a una escuela coránica rural que había cerca, andando por el campo. Se sentaba a comer con los hombres, y no hablaba nada, a menos que le preguntaran. Cuando había que ir por agua o por algo, era él el que iba. Por el contrario el jefe era el hermano mayor.
Los hombres se sentaban a la caída de la tarde a beber té y fumar hashís en la puerta de la casa, divisando el valle. Un día, Arabella yo nos fuimos a dar un paseo, y estábamos tan "puestos" que nos quedamos dormidos debajo de un árbol. Al cabo de un rato fueron a buscarnos y a decirnos que ya era tarde. Nos acostamos en una habitación que tenía un colchón de paja: el mayor lujo de la casa (otro dormitorio que vi tenía por almohada una piedra). A la mañana siguiente, muy temprano, golpearon con fuerza la puerta del cuarto: nos dijeron que un vecino que iba caminando al zoco se había encontrado mi cartera con 40.000 dirhams: toda una fortuna para ellos, y todo el dinero que yo llevaba. Me lo devolvieron todo y yo me deshice en elogios a la hospitalidad musulmana, la honradez del hombre del campo, etc. Pero no se me ocurrió darles una propina. Luego he pensado que a lo mejor todo era un ardid de ellos para conseguirla, o quizás no.
Camino del zoco.
Un día, con ocasión de nuestra visita, organizaron una especie de fiesta, una reunión de vecinos en la puerta de la casa. Vino entre otros un viejo que había estado en la guerra de España y citaba los nombres de los sitios donde había estado: Miranda de Ebro, etc. Uno, que estaba a mi lado, de pronto desapareció. Pregunté por él y me dijeron que era la hora de la oración y se había ido a rezar. "Un santo de Africa" ironizó el viejo.
El cortijo estaba en lo alto de un monte con impresionantes vistas a un valle y a un río que llamaban Gualdalquivir: toda la ladera estaba plantada de kif; las mujeres, incluso una embarazada, se tiraban todo el día arrancando las malas hierbas de la plantación.
En la familia, o comunidad, había sólo un muchacho joven, llamado Mustafa. Iba a una escuela coránica rural que había cerca, andando por el campo. Se sentaba a comer con los hombres, y no hablaba nada, a menos que le preguntaran. Cuando había que ir por agua o por algo, era él el que iba. Por el contrario el jefe era el hermano mayor.
Los hombres se sentaban a la caída de la tarde a beber té y fumar hashís en la puerta de la casa, divisando el valle. Un día, Arabella yo nos fuimos a dar un paseo, y estábamos tan "puestos" que nos quedamos dormidos debajo de un árbol. Al cabo de un rato fueron a buscarnos y a decirnos que ya era tarde. Nos acostamos en una habitación que tenía un colchón de paja: el mayor lujo de la casa (otro dormitorio que vi tenía por almohada una piedra). A la mañana siguiente, muy temprano, golpearon con fuerza la puerta del cuarto: nos dijeron que un vecino que iba caminando al zoco se había encontrado mi cartera con 40.000 dirhams: toda una fortuna para ellos, y todo el dinero que yo llevaba. Me lo devolvieron todo y yo me deshice en elogios a la hospitalidad musulmana, la honradez del hombre del campo, etc. Pero no se me ocurrió darles una propina. Luego he pensado que a lo mejor todo era un ardid de ellos para conseguirla, o quizás no.
Camino del zoco.
Un día, con ocasión de nuestra visita, organizaron una especie de fiesta, una reunión de vecinos en la puerta de la casa. Vino entre otros un viejo que había estado en la guerra de España y citaba los nombres de los sitios donde había estado: Miranda de Ebro, etc. Uno, que estaba a mi lado, de pronto desapareció. Pregunté por él y me dijeron que era la hora de la oración y se había ido a rezar. "Un santo de Africa" ironizó el viejo.
Mataron un pollo, y compraron Coca-Cola, todo un lujo, e nuestro honor. Jugamos a las cartas a la luz de un quinqué. Yo me cansé y me aburrí de jugar a las cartas y dije que me quería acostar, y me sentí un aburrido: siempre mi inseguridad. El Aieshi era un miembro joven de la familia, casado, y con una mujer embarazada (que no obstante trabajaba arrancando malas hierbas de la plantación) que se dedicaba en el cuarto común, por las tardes, a preparar el hashís (arrancaba las hojas secas de las ramas; luego un día nos enseñarían todo el proceso casero de elaboración): yo tenía celos de él, y creía que Arabella lo miraba demasiado.
Una tarde, estado todos en ese cuarto, vimos a través de un ventanuco, en la lejanía, a un hombre que venía solo andando. Cuando llegaba, alguien dio la orden de que todo el mundo saliera, y el hombre se quedó con un joven dentro. Pero yo me había dejado el paquete de Ducados y entré un momento a cogerlo: y los vi a los dos cogidos de la mano y hablándose al oído, las mejillas muy cerquita. ¿Homosexualidad? Yo quería saber qué era todo aquello y pregunté a Abderramán, que se hacía el remolón en contestar. Pero puede saber que ese hombre provenía de un cortijo que estaba a unos cuantos kilómetros y que iba andando a buscar a su hermana, que se había fugado. El padre había mandado a cada hermano a buscarla en una dirección diferente. La sociedad aquella se estaba desintegrando.
Un día nos llevaron a dar un paseo por las montañas cercanas. Desde un alto se veía una pequeña carretera a lo lejos, y nos contaron que desde allí habían disparado a los españoles en la Guerra de Africa. Otro día fuimos a lo alto de un cerro, donde había cuatro muros de piedra con exvotos, figuras colgando de cuerdas, que me parecieron un culto pre-islámico. De hecho, la familia tenía un tío, no recuerdo el nombre, que no sabía apenas árabe, era un poco tontorrón, y de él decía Abderramán:” Este es todavía bereber” (queriendo decir, "todavía no se ha islamizado, civilizado"). Era este el que de tarde en tarde se levantaba y daba dos golpes de azada para desviar el agua hacia la plantación de papas: este era su trabajo.
Otro día me enseñaron cómo hacían el hashís. Fuimos a un cuarto donde tenían muchas matas de kif que previamente habían puesto a secar. Con una palangana de plástico debajo, restregaban con las dos manos una a una las matas, frotando con fuerza. En lo alto de la palangana habían puesto una gasa que hacía de filtro. El polvillo que caía de restregar las matas caía en el fondo de la palangana tras pasar por la gasa: ese era el hashís de primera calidad, que luego se prensaba. Luego se volvía a repetir la misma operación con las matas, y salía el producto de segunda, y así hasta tres veces.
Otro día me enseñaron cómo hacían el hashís. Fuimos a un cuarto donde tenían muchas matas de kif que previamente habían puesto a secar. Con una palangana de plástico debajo, restregaban con las dos manos una a una las matas, frotando con fuerza. En lo alto de la palangana habían puesto una gasa que hacía de filtro. El polvillo que caía de restregar las matas caía en el fondo de la palangana tras pasar por la gasa: ese era el hashís de primera calidad, que luego se prensaba. Luego se volvía a repetir la misma operación con las matas, y salía el producto de segunda, y así hasta tres veces.
HUELGA DE MUJERES
Un día oímos un jaleo en la puerta de la casa y al asomarnos vimos a todas las mujeres protestando, dirigidas por una vieja. Nos enteramos de que era una huelga de mujeres. Pero ¿qué pedían? Lo primero que se nos ocurrió, que se le hubiera ocurrido a cualquiera, es que reivindicaban que los hombres trabajaran también. Pero no, no era eso. El motivo de la protesta es que estaban indignadas porque allí había una mujer (Arabella), que no trabajaba!. El hermano mayor de Abderrahmán, que era el jefe, negoció con ellas, les explicó que era una invitada extranjera, y les prometió que mandaría llamar a una prima que vivía en otro cortijo a unos cuantos kilómetros para que las ayudara. Eso las calmó. Efectivamente, al día siguiente apareció una mujer muy habladora y simpática, llamada Fátima, que, recuerdo, nos enseñó cómo cocían el pan en el horno de barro que había fuera.
Era un horno pequeño, de barro, en forma de cono, con un agujero en la punta superior y una puerta lateral. Se metían jaras dentro, alrededor de la pared, y se dejaba vacío el centro, donde se ponía una hogaza plana. Tenía que ser en forma de torta, plana, porque el horno no cogía temperatura suficiente para cocer un bollo grueso. Por eso el pan que comíamos allí eran en realidad tortas de trigo. Previamente la abuela, en la cocina, había molido las semillas a mano en un molino que consistía en una piedra redonda plana, con un agujero en el centro, donde se metía un palo, y otra piedra debajo, e iba dando vueltas con el palo a la piedra, echando un puñadito de semillas de trigo cada vez. Un trabajo pesadísimo y lentísimo el que hacía la vieja. En esa cocina había una especie de altillo donde había gallinas, y Abderrahmán cogió un par de huevos para que nos los comiéramos crudos.
También había un molino de aceite, y un burro daba vueltas permanentemente para hacerlo girar.
Cuando nos marchamos nos dejamos algo de comida, una bolsa de lentejas y un queso, que el hermano mayor se apresuró a coger. El viejo sin embargo se negaba a comer el queso porque decía que era "jalufo"(cerdo).
Hice muchas fotos que lamentablemente se estropearon. La más bonita fue la final: toda la familia, con el viejo bereber en medio, reunida y el valle del Guadalquivir detrás. Me dio mucha pena no podérselas mandar, como les había prometido, aunque les escribí.
En el viaje de vuelta a Chauen, Abderrahman se escondía, se echaba al suelo dentro del coche cada vez que veíamos a la policía. Tenía que ver con el tráfico de hashís - de hecho nos habían propuesto si queríamos pasar hashís por la frontera, que ellos nos lo colocaban en Ceuta; pero ante mi negativa, no insistieron.
El último día en Chaouen debía de ser día de mercado porque había muchísima gente. Nos sentamos en una terraza en una calle grande y, entre el gentío, vimos pasar al hermano mayor de Abderrahman. Me levanté a saludarlo, pero noté que estaba incómodo, y me despedí en seguida. De todas formas no pod´-ia entenderme con él en ningún idioma. Quizá, como se dedicaba a vender kif, no quería que la policía, o sus confidentes, lo vieran con un extranjero. ¿Quién sabe?
Pasamos la frontera sin novedad, aunque al perro sí que nos lo echaron. Un guardia civil me preguntó, "¿Son matrimonio?" Al contestar yo que no, nos hizo bajar del coche y el perro, a sus órdenes, olía todo el coche en busca de hashís, pero no encontró nada. Eso sí, en el maletero había decenas de pipas y cazoletas, y el guardia dijo, "Hashís no tendrán, pero lo que es pipas..."
También había un molino de aceite, y un burro daba vueltas permanentemente para hacerlo girar.
Cuando nos marchamos nos dejamos algo de comida, una bolsa de lentejas y un queso, que el hermano mayor se apresuró a coger. El viejo sin embargo se negaba a comer el queso porque decía que era "jalufo"(cerdo).
Hice muchas fotos que lamentablemente se estropearon. La más bonita fue la final: toda la familia, con el viejo bereber en medio, reunida y el valle del Guadalquivir detrás. Me dio mucha pena no podérselas mandar, como les había prometido, aunque les escribí.
En el viaje de vuelta a Chauen, Abderrahman se escondía, se echaba al suelo dentro del coche cada vez que veíamos a la policía. Tenía que ver con el tráfico de hashís - de hecho nos habían propuesto si queríamos pasar hashís por la frontera, que ellos nos lo colocaban en Ceuta; pero ante mi negativa, no insistieron.
Alcazaba de Chauen. |
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