CUERNOS
La noche del día en que Paula se enteró de que Juan
Carlos le había puesto los cuernos con una alumna – era profesor del Taller de
Teatro de la Junta – se armó la marimorena.
--¡Hijo de puta! ¡Cerdo machista! ¡Cabrón!-- Y se oían platos y vasos estrellarse contra la
pared, incluso objetos metálicos. Dos ingleses que pasaban unos días en el
segundo piso, dando por perdida la noche, se apuntaron al linchamiento, y
gritaban en su bárbaro dialecto:
--Bastard! Son of a bitch! Fuck him off! Come on, go ahead, kill him
once and for all!
La batalla duró horas - toda la noche. A Juan
Carlos ni se le oyó rechistar.
Inocencio vivía solo en el ático, desde donde
también se oía todo. Tampoco podía dormir, y en su insomnio empezó a atar
cabos. Llevaba dos años viviendo alquilado en ese cuchitril con techo de
uralita – un antiguo lavadero, eso sí, con una azotea inmensa – y siempre que
se había cruzado con Paula por las escaleras el saludo había consistido apenas
en un seco “hola”; sin embargo, desde hacía unas semanas, ella se paraba en el
rellano y le daba conversación; incluso un día en que Inocencio se había
comprado una chaqueta nueva le dijo que estaba muy guapo. Además, desde la
ventana que daba al patio de luces interior de pronto empezó a verla pasar en pelotas, y estaba buena, ya lo creo
que lo estaba, con dos pechos duros y empinados. Y no cerraba la ventana del
baño cuando se duchaba o hacía sus necesidades, con lo que Inocencio, que era
un poco voyeur, lo veía todo.
Ahora empezaba a comprender.
Al día siguiente estaba hecho polvo de cansancio
cuando se levantó temprano para ir a trabajar a la oficina. En el pequeño
zaguán vio las maletas de Juan Carlos.
La cosa llegó al no va más cuando la tarde
siguiente, ya algo repuesto tras una larga siesta, llamaron a la puerta. Era
Paula, y le dijo que por favor bajara a ayudarla a no sé qué. A Inocencio le
gustaban los libros y en la casa de Paula ¿y Juan Carlos? había bastantes. Se
paró un momento a ver los estantes, y cuando estaba mirando la balda de abajo, Paula se acercó y se
agachó, con las piernas abiertas, dejando ver sus partes sin bragas.
--Estos son los libros de viajes. Algunos muy
buenos-- y sonreía pícaramente.
Cuando hubo terminado e Inocencio, que era muy
tímido, iba a subir, Paula le dijo:
--Muchas gracias por tu ayuda. ¿Me invitas a una
copita arriba?
“Esto ya no puede ser más descarado. A esta me la
tengo que tirar”, se dijo, aunque estaba más acobardado que otra cosa.
Una vez arriba, sentados en el sofá que ocupaba la
mayor parte del escaso salón, tomando un gin-tonic, y en vista de que el chaval
era algo apocado, Paula se le echó encima y le besó en la boca largo rato. Entonces se fueron a la cama, que estaba
justo al lado, y Paula se desnudó entera y se fue directamente a ….hacerle una
felación furiosa.
Y se acostumbró a plantarse en casa de Inocencio
todas las tardes.
Una tarde Inocencio tenía visita. Era un amigo
alemán que había conocido en un viaje a Marruecos y que, de vuelta, iba a pasar
una noche en su casa – en el sofá. Apareció Paula cuando Inocencio le estaba contando a Claudio
su aventurilla, justo en el momento en que le decía, en su mal inglés:
--I can´t support two women!
Quería decir que no podía aguantar a dos mujeres a
la vez –tenía una novieta – pero claro Claudio entendió lo que la frase
realmente significa: “No puedo mantener a dos mujeres”. Y se meaba de risa para
sus adentros pensando lo machistas que eran los españoles.
Paula, ni corta ni perezosa, se sentó con ellos y
se pusieron a charlar. Pero el colmo fue cuando llamaron otra vez a la puerta.
--¡Esto es la hostia! – gritó Inocencio --. ¡Aquí o
no viene nadie o viene un regimiento!
Y abrió. Y era Juan Carlos. Y se acojonó. “Este me
va a dar un navajazo”.
Pero qué va, el otro, tímidamente, le dijo que si
podía hablar un momento, sólo un momento, con él. A todo esto, Paula se había
escondido en el cuarto de baño – que mediría 3 metros cuadrados -. Pero ellos
no se habían percatado y salieron a la azotea.
--Por favor, Inocencio, no lo hagas más. Estoy
hecho polvo, destrozado. No puedo soportar que te folles a Paula todos los
días. Te lo suplico.
--Te comprendo, Juan Carlos, te comprendo de verdad
– respondió, aliviado Inocencio– pero creo que con quien tienes que hablar es
con ella, y arreglaros, si aún os queréis y si no….pues joderte.
Entonces salió Paula y se fue para abajo sin decir
nada. Quizá ya era demasiado, quizá simplemente es que estaba allí Claudio y de
todas formas no iban a poder hacer nada. Claudio callaba. No entendía español,
pero no hacía falta.
Pero Paula siguió yendo, y pasaba allí muchas
noches. Una que se quedaron sin tabaco se fueron a comprarlo al único sitio que
había abierto: el puesto de la Chester. La Chester era una transexual vieja que
tenía una cestita llena de tabaco de contrabando y lo vendía en la calle. En el
puesto de la Chester había cola a las dos de la mañana. Y en la cola, dos o tres sitios detrás estaba
Juan Carlos, con cara de cordero degollado, pero sin quitarle los ojos de
encima a Inocencio.
Se fueron y se volvieron a acostar. Pero Inocencio al
poco oyó la puerta del piso de Paula abrirse, y comprendió que Juan Carlos ya dormía otra vez en su
casa, aunque quizás fuera en camas separadas.
Llegó el verano y todos se largaron de vacaciones.
Inocencio se medio olvidó del tema. En otoño parecía que las cosas habían
vuelto a su cauce: incluso le invitaron (los dos) un día a bajar y tomarse
algo. Había otro amigo de la pareja, también actor, y los cuatro hablaban como
si nada, mientras veían la televisión y tomaban un café o un té. Cosas de progres. Ahora era Inocencio el que
se sentía mal porque los otros dos hacían ostentación su condición de actores,
mientras que él era un simple administrativo de banca. Cuando hablaban de lo mucho
que les apasionaba su trabajo, decían:
--Como a ti Marruecos— Pero Marruecos era solo un
hobby, no se podía comparar, ellos lo
sabían, y Juan Carlos esbozaba una ligera y cínica sonrisa.
Entonces llamaron a la puerta. Paula fue a abrir.
Cuando volvió, le dijo a Inocencio:
--Preguntan por ti.
--¿Por mí? ¿Aquí?
Salió a la puerta y vio a María José, su novieta –
que con el verano se había convertido en su novia, a pesar de que ella le daba
pares y nones – blanca y lívida como el mármol.
--Te he oído al subir las escaleras. En esta casa
se oye todo.
--¡Ya lo creo! – fue lo único que se le ocurrió
decir a Inocencio.
--¿Subimos? Me gustaría hablar contigo.
Hubo bronca, aunque no tan escandalosa. Al fin y al cabo María José no era ninguna
santa, y no precisamente porque le pusiera los cuernos a Inocencio, sino por
sus altibajos emocionales, que tenían amargado al pobre chaval.
Todo el mundo parecía reconciliado y aquí paz y
después gloria.
Pero Inocencio se mudó a un piso mejor, cerca, y
cuál no sería su sorpresa cuando un día llamaron y era Paula. Otra vez quería
rollo; por lo visto el castigo infringido a Juan Carlos no había sido
suficiente para compensar su furia. Lo
malo es que Inocencio esperaba a María José aquella tarde. Estaba en ello con
Paula, aunque con problemas de erección por los nervios – bueno, y porque de quien estaba enamorado era de María José - cuando sonó el timbre de abajo. Decidió no
abrir, hacer como si no estuviera. Pero el timbre sonaba y sonaba, y siguió así
durante por lo menos una hora. No consiguió hacerlo con Paula.
Después de esta vez Paula ya no volvió. ¿Había
visto poco interés en Inocencio? ¿Le defraudó su impotencia? ¿Pensó que ya
había castigado bastante a Juan Carlos y lo había perdonado por fin? Lo único
cierto es que cuando al cabo de unas semanas se topó con ella por la calle, se
hizo la loca.
Y su noviazgo con María José duró sólo unos meses
más; los altibajos emocionales de ella eran cada vez peores, y lo acabó dejando (ella a
él). No se molestó en dar explicaciones, o si las dio se notaba claramente que
eran excusas.
E Inocencio se quedó solo. Con su inocencia.