BEATUS ILLE
El cadáver apareció junto al carril,
en la curva que había antes de entrar en la finca. La curva estaba en un alto,
y a él siempre le gustaba, cuando conducía camino de su casa, mirar su pequeña
casa de piedra y el techo de teja vieja allá abajo.
Frenó en seco. ¿Podía ser cierto lo
que veía? Entre las altas jaras y las encinas, no había duda, había un cuerpo
tumbado boca abajo. Se acercó; el cráneo hecho trizas de una pedrada había
dejado derramar sangre y sesos sobre la arcilla rojiza. Le dio la vuelta y,
aunque sólo quedaba la mitad de la cara, reconoció con horror a Milú, “el
Chispas”, el que no había querido, a pesar de ser electricista, ir allí para
ayudarle con las placas solares – y eso
que estaba en paro.
Ese carril sólo conducía a su casa; aparte
de él mismo, apenas si algún cazador o senderista despistado lo usaba muy
de tarde en tarde. Le echarían la culpa; o al menos la policía le molestaría
con infinidad de interrogatorios, citaciones, etcétera. No sintió, por lo
demás, compasión alguna: tenía motivos para detestar a Milú. Y lo peor es que
eso lo sabía mucha gente.
Bueno, cogió el móvil y llamó a la
Guardia Civil. El los esperaría allí. Se entretuvo mirando los alcornoques, los
brezos blancos, los madroños. Hubo interrogatorios, allí mismo, al cabo de
media hora. Luego se lo llevaron al cuartel y se levantó el cadáver. Esa noche
fue puesto en libertad.
Cuando al día siguiente fue al pueblo
a comprar comida notó que lo miraban mal, peor incluso de lo habitual. No había
podido dormir en toda la noche. “¿Qué pintaría ese imbécil allí? No por haber
muerto iba a ser menos imbécil”, se dijo.
El se había ido a vivir al campo, a
aquella casa de piedra antigua con su pequeña finca hacía unos años, influido
por sus lecturas sobre la vida en el campo, con un Don Quijote que se cree lo
que lee en los libros de caballerías, y por su incapacidad para adaptarse
al ruido, a la vida en la ciudad: cervecitas, tabaco,
pandillas de gente diciendo tonterías y tópicos, amistades si no peligrosas, sí
falsas, abusones, por no hablar del horrible trabajo en la oficina, cambiando
los papeles de sitio día tras día y soportando jefes chulescos. Allí, por el contrario, había sido feliz,
sobretodo mientras Amparo aguantó; pero sólo había conseguido hacer amistad con dos guiris, que se acabaron
yendo, y algún que otro borrachín. Y, como le dijo Amparo antes de
marcharse, lo importante no es qué es lo que haces, sino con quién lo haces.
El pueblo se convirtió en un
hervidero de rumores, algunos de ellos completamente inventados. Todos, en los
bares, en la calle, en las tiendas, de una forma u otra, insinuaban, cuando no
afirmaban, su culpabilidad. ¿Se iba a tener que ir de ese lugar, con la ilusión
que le había hecho buscar la casa, comprarla, arreglarla, plantar los frutales?
Le había llevado años, incluyendo el tiempo que tuvo que trabajar en la odiosa
compañía de seguros para ahorrar dinero.
Recordaba, por ejemplo, el día en que
le abrió dos ventanas a la fachada delantera, de piedra seca, a las que les
puso dintel y marcos de madera de castaño, y desde las que se veía, si se
sentaba uno dentro, junto a la chimenea, los perfiles de las montañas que formaban el horizonte.
¡Qué contenta se puso Amparo! Y además se había acostumbrado al lugar de tal
manera que le resultaba imposible imaginar la vida en Madrid de nuevo.
A los dos largos días recibió una
llamada de la Guardia Civil: debía presentarse en seguida en el cuartel, pues
había un vecino que lo inculpaba directamente, y además afirmaba tener
pruebas. Se trataba de un individuo apodado “El Kenia”. Albañil y ladrón a
tiempo parcial, El Kenia afirmó, sentado frente a él y al sargento, que lo
había visto discutir con Milú, la noche anterior a la aparición del cadáver, en
la puerta de una taberna; él había amenazado de muerte a Milú, y si no habían llegado
a las manos, fue porque él, el Kenia, lo había impedido.
Se indignó ante tal mentira; no
comprendía además por qué, puesto que entre el tal Kenia y él no había nada, y
juró y perjuró que no era cierto; pero el sargento le dijo que se veía
obligado a detenerle y que pasaría la noche en el cuartelillo, a la espera de
ser llevado a la cárcel del juzgado del distrito el día siguiente.
Observó con asco la cara de satisfacción del Kenia. Por otra parte, el
testimonio de un tipo como ese no podía tener demasiado valor, dado su estilo
de vida; pero, eso sí, era “hijo del pueblo”.
Bueno, otra noche sin dormir, y
además entre rejas. No comprendía nada. ¿Qué clase de conspiración era aquella?
¿Quién se había cargado de verdad a Milú? ¿Por qué lo acusaban falsamente a él?
Fue puesto en libertad provisional al
día siguiente, con cargos. A la vuelta al pueblo no pudo evitar la tentación de
entrar en el bar de la carretera a tomar un café, que necesitaba, y también un
poco a palpar el ambiente. Un borrachín se le acercó y le dijo con voz
aguardentosa:
--Sé que odiabas a Milú porque no
había querido ir a ponerte la luz en el cortijo.
No le hizo caso; pero percibía
claramente el odio en las miradas, algunas esquivas, otras muy fijas, hostiles;
sintió de pronto con claridad que no era, ni había sido nunca, bienvenido en
ese lugar; estaba incluso el Farruco, el que presentó con unos cuantos más una candidatura
a la alcaldía diferente a lo de siempre, que en las reuniones iba de jefe, pero en
cuanto salían, se desmarcaba del grupo para que no lo vieran con ellos.
Recordaba la reunión a la que él mismo había asistido.
Se fue al cortijo. Anduvo hacia el
pozo, deleitándose en mirar las cumbres de las montañas en el horizonte, y
pensó en relajarse allí un rato, allí, donde tantas risas había
compartido con Amparo cuando ella aún estaba con él, en los frescos veranos, a
la sombra de la gran encina. Llamó a Lars, el único amigo que le
quedaba, a desahogarse un poco y ver qué opinaba; Lars tenía su casa a pocos kilómetros, aunque sólo iba
algunos fines de semana; quedó con él y decidió esperar allí hasta que llegara
la hora de ir a verlo.
Ya atardecía cuando cogió el coche
para ir a su casa. Alguien le hizo señas desde la cuneta de la carretera,
cuando pasaba junto al pueblo. Era Pepe “el Enchufes”, el otro electricista.
Metió la cabeza por la ventanilla y le dijo:
--Estate tranquilo, dicen que el Chispas
tenía deudas de drogas y que por eso se lo han cargado.
--Gracias-- respondió Ignacio,
sonriéndole-- ¡Menos mal que alguien se dignaba hablarle con humanidad!
Mientras conducía se acordó de
aquella noche, hacía ya cinco años, cuando, sentado con Amparo en la terraza de
un bar, vio llegar a Milú, solo. Compasivo, le ofreció sentarse con
ellos. Al poco tuvo que ir al servicio y pensó que el loco aquel, en quien ya
había notado ciertas miradas lascivas, aprovecharía para tirarle los tejos a
Amparo. Cuando volvió a los cinco minutos, la mirada de ella le confirmó que su
intuición había sido correcta. “Cabrón”, pensó, “encima de que le invito a
sentarse con nosotros”.
Pensando esto llegó a la cancela de
Lars. Dejó aparcado el coche bajo el olivo; los faros iluminaron el suelo, alfombrado
de pequeñas aceitunas negras. Lars le esperaba con una cerveza en la mano, que
le ofreció; había encendido la chimenea. Hablaron un poco fuera, mirando
la Vía Láctea y la miríadas de estrellas - ya había anochecido - pero
hacía frío y entraron pronto.
--¡Vaya lío! ¿No?-- dijo Lars,
sonriendo, tratando de quitarle hierro al asunto.-- Hay muchos alcahuetes en
este pueblo, ya lo sabemos, pero están las huellas de las pisadas, las del
coche, las dactilares, el ADN quizás, no habrá problema, hombre.--
--Sí, estoy casi seguro de que no me
llegarán a enchironar, aunque ¿quién sabe?, pero que me tendré que ir de aquí,
eso es casi seguro, y abandonar todo un proyecto. No sé qué voy a hacer.--
--Bueno, desde que Amparito se marchó
eso estaba cantado, Ignacio.-- replicó Lars.
--Yo creía que aún tenía posibilidad
de encontrar otra compañía. Sé que era puro voluntarismo, pero me lo quería
creer. No sé por qué hablo en pasado. Aún no lo he decidido…
--Es difícil encontrar una mujer por
aquí, y menos en este rincón, y por muchas hippies que haya, hay que ir vestido
con su uniforme, etc. ya sabes, lo hemos hablado muchas veces.
--Es que esas cosas, que no te
devuelvan el saludo en la calle, día
tras día, la frialdad con la que te reciben en el bar, los chismorreos en voz
baja a tus espaldas, es fuerte ¿no? Dicen,
no te lo pierdas, que tomo drogas - todo el que no lleva una vida convencional
es sospechoso aquí - y ahora encima esto. Habladurías y más habladurías…
Así acabaron cayendo cinco cervezas
por barba. Por un rato se olvidó del problema. La emisora portuguesa seguía
poniendo pop británico, el de su juventud, y era bonito estar allí, con el
amigo, escuchando aquella música en el silencio total del campo, saliendo a
veces a mear y a ver las estrellas, charlando.
Decidió quedarse a dormir. ¡Lo que
faltaba era que ahora lo pillase la policía por conducir borracho! Y eso que eran
sólo dos o tres kilómetros.
Se levantó antes que Lars y se dio
unas cuantas vueltas por los alrededores de la casa mientras amanecía. ¡Qué
hermoso era aquello! Al fondo, a la izquierda, el castañar;
enfrente, el pueblo y el castillo, y detrás de ellos, el cielo de la aurora,
rojo. Y los árboles que Lars había plantado con tanto esmero: los olivos, los
almendros, el limonero.
Al rato Lars asomó la cabeza por la
puerta.
--¿Café?— le ofreció.
Desayunaron en el porche, bajo la
parra, aún sin hojas, al sol invernal. Lars le propuso hacer dar un paseo por
el campo, como solían hacer a veces.
--Tengo que estar localizable por la
Guardia Civil, tío. Mejor que me vaya al cortijo.
Recién llegado sonó el móvil.
--Aquí del puesto de la Guardia Civil
de Riofrío. Hemos detenido a un individuo que ha reconocido ser el autor de los
hechos. Un ajuste de cuentas por drogas. Comparezca en seguida; mientras antes
se le dé carpetazo a esto, mejor. Es un conocido camello de Valdemoro,
aunque de poca monta.
--¡Uf!—Suspiró, aliviado. Ahora
empezaba el otro problema: inventarse un nuevo proyecto, y un nuevo lugar en el mundo.