ES CORTO EL AMOR Y LARGO EL OLVIDO
Ignacio Beaumont conducía alocadamente hacia
la costa. En la guantera del coche llevaba una botella de whisky, que sacaba de
vez en cuando para darle un sorbo. Era primavera, pero el tiempo había amanecido aciago.
La pequeña aldea estaba desierta; en el primer bar tras la
curva que daba al mar,
una chica estaba sentada en la terraza. Sola, tenía un libro en las
manos. Ignacio Beaumont pasó de largo en busca de una pensión. Arrojó el macuto
en la cama y se lanzó a la playa, desierta; tanto el cielo como el mar estaban
grises. Empezó a caminar a grandes zancadas por la orilla.
Cuando, tras dos horas, se volvió, vio un punto negro en la distancia.
A medida que se acercaba comprobó que era ella. Cuando se encontraron, se paró y le dijo, “parece que somos los únicos habitantes
de este sitio”. Ella sonrió. Al poco, se dio la vuelta y le siguió. Estaban en
la misma pensión, quizás la única.
Se llamaba Fátima. En su cuarto tenía hashís y un bonito
cuaderno de pastas duras con dibujos de arabescos. En su interior, las líneas
de sus poemas no siempre eran rectas, sino que seguían curvas, espirales, triángulos;
además su letra era pequeña, cuidadosa, y femenina.
Se estaba a gusto allí. Fuera, empezó
a llover y a hacer mucho viento. Ella era muy dulce, con un bonito acento de
Madrid; al poco tiempo ya se sentían casi íntimos. Y a ninguno parecía
importarle que el otro le contara la historia de su reciente fracaso amoroso.
***
Justo dos años antes, pero esta vez un
primero de abril de sol espléndido, Ignacio Beaumont había salido de
su buhardilla-lavadero un domingo por la mañana, decidido a dejar atrás su
soledad. Y para su propia sorpresa lo había conseguido, y en seguida. Una chica
regalaba más que vendía sus gatitos en un mercadillo callejero de animales; le “compró” uno; al agacharse a cogerlo él vio sus hermosos pechos blancos. Empezaron
a charlar y ya se llevaron así todo el día, sin parar, con ansia. Ella enseñaba griego clásico en un pueblo;
allí se plantó Ignacio el sábado siguiente. Incluso la casa donde vivía era
hermosa; estaba situada en la plaza de la judería, lugar tranquilo y recoleto,
donde sólo se oía al viento mecer las hojas de los plátanos.
Es bonito cuando dos personas ven que
no hay inhibiciones en el otro. El físico, que ya de antemano es atractivo, se
va embelleciendo rápidamente, hasta que a los pocos días esa es la única
persona que existe. Y no sólo ella, sino todo lo que le rodea.
***
Charlando con Fátima en la pensión de
la costa, Ignacio no podía evitar que imágenes de sus dos años con Violeta le vinieran una y otra vez a
la mente. Se lo había creído, se había creído que ella iba a ser la mujer de su
vida. Eso, naturalmente, lo había cegado: ¿Es alguna vez el interés
absolutamente recíproco?
Había imágenes especialmente
recurrentes: desayunando en la plaza Joao IV de Lisboa, Ignacio miró a su
izquierda y la sonrisa de Violeta iluminaba toda la plaza. En Fuenteheridos le dio el primer
beso, breve, de pronto, en medio de un bar bullicioso.
En Semana Santa, a pesar del tumulto,
se encerraban en el piso de los padres de ella, donde no vivían, y de nuevo los
rayos de sol que entraban por las rendijas de los postigos, y el aire
primaveral, le infundían vida y energía. Ella era bonita, aunque no en el sentido
convencional; el color de sus ojos era azul oscuro según ella, verde para él; se ponía una diadema en la
frente y sus rizos caían a ambos lados; y
por debajo, un foulard de seda. Hablaban y hablaban, y reían, y ella era
inteligente y lo captaba todo a la primera, y le gustaban los libros, aunque a veces fuera algo pedante. De alguna forma Ignacio creyó ver en ella su igual, pero en
versión femenina. Y en su imaginación sus proyectos volaban, sin pararse a
comprobar si ella los compartía.
En agosto se vieron varias veces en
casa de unos primos de ella, casados, y ella llamaba a eso “amores pegajosos”.
El no vio las señales de indecisión
que ella le empezó a mostrar: a veces estaba ausente, a veces seria y
preocupada, con el ceño fruncido, o anulaba una cita en el último instante. Su pasión, teñida de vehemencia y de ansiedad,
se lo impedía. Hasta que una tarde encontró una nota en el limpia-parabrisas
del coche: “tengo el corazón seco”.
¿Para qué contar en detalle la agonía
que siguió? Los vaivenes de ella fueron en aumento, especialmente – y de eso
Ignacio Beaumont no se dio cuenta entonces – cuando él le dijo que pensaba dejar
su trabajo, que le aburría y le deprimía, para dedicarse a un incierto futuro
de libertad. ¿Cómo iba él a imaginar que a Violeta, tan bohemia, le podía importar eso?
***
Cuando despertó del ensueño en que
había caído, Fátima estaba dormida en sus brazos. Pasaron juntos toda la
semana. Cuando ella tuvo que volver a Madrid, él, necesitado de cambiar de
aires y de vida, pidió el traslado en su trabajo en la oficina – un último intento de
adaptarse a él antes de dejarlo definitivamente – y se fue a Madrid también.
Allí vio nevar a través de los ventanales del Café Comercial, y, lo más importante, olvidó a Violeta. O así lo creyó.
Un fin de semana vino a Sevilla a ver
a sus padres. En la misma puerta de su casa se topó con Violeta. En un principio sólo
admiró de nuevo su no convencional belleza, pero no se estremeció. Ella se paró, se saludaron,
siguieron hablando, pero él ya no subió al piso, ni fue esa noche a ver a sus
padres. El domingo por la tarde, cuando conducía de vuelta a Madrid, pensaba
que había sido sólo un incidente pasajero; lo que no imaginaba es que el lunes
a mediodía, almorzando con Fátima, sonaría el teléfono -un antiguo teléfono negro que colgaba de la pared del piso - y oiría la voz de
Violeta: “no consigo olvidarte”. Eso sí fue la revolución.
Ahora sí dejó el trabajo y se volvió
a Sevilla, donde podía vivir con poco, a reanudar sus estudios, le dijo a Fátima. ¿Dice alguien la verdad en una ruptura? Fátima fue a verlo un par de veces; quizás quería entender algo, quizás recuperarlo, quizás sencillamente no lo pudo evitar.
A
los tres meses, con gran frialdad, Violeta le llamó para tomar café y le anunció de nuevo su deseo de
ruptura, esta vez definitiva, aseguró.
POST SCRIPTUM
Fue hace unos días cuando, ordenando
papeles, me encontré con la carta manuscrita de mi amigo Ignacio que cuenta los
hechos de arriba. Tiene fecha de 20 de diciembre de 1995. Cuatro días más
tarde, el 24, Ignacio fallecería en accidente de automóvil en el término
municipal de Fuenteheridos, precisamente. Su tasa de alcohol en sangre
duplicaba el máximo legal. Un año antes se había ido a vivir, solo, a la
Sierra, a un pequeño cortijo a pocos kilómetros del pueblo, que había arreglado
con gran gusto (tenía una buena biblioteca), donde cuidaba de sus árboles
frutales, perros, gatos, y palomas mensajeras; padecía, sin embargo, de recurrentes
depresiones, que ahogaba en alcohol. Su carácter, siempre vehemente, ansioso,
pero audaz, se había vuelto retraído y negativo, incluso algo hosco. No estaba nada “integrado”, como se dice ahora, en el pueblo,
“ni falta que me hace”, me dijo la última vez que hablé con él por teléfono.
Tenía, eso sí, un amigo, un danés llamado Lars, que compartía su amor por la
naturaleza; pero este Lars se casó con una española, que no veía con buenos
ojos la amistad de su marido con Ignacio. Aunque la pareja se fue a vivir a
Sevilla, conservaron la casa del pueblo, pero
los dos amigos se fueron distanciando, de modo que al final apenas se
veían. Ahora me reprocho no haberle
visitado más a menudo (el lugar era, por otra parte, encantador).