VIDA DE UN
BASTARDO, CONTADA POR EL MISMO.
Desde que está Francisco las cosas
han mejorado algo por aquí; tenemos una hora más de patio, y hasta nos dan
papel y lápiz, si lo pedimos, entre las sesiones de fuego; por eso me he
decidido a escribir estas líneas, aunque
sé que ya nada tiene remedio, y como manifestación de amor a quienes no se lo
di, aunque ya no les pueda llegar.
Yo fui un bastardo. Incluso algo más:
mi madre, en una visita a Madrid para ver a su hermana, que se había casado con
un hombre rico, general del ejército, mantuvo relaciones con él, su cuñado; no conozco los detalles, si fue
seducida, violada, o al contrario. El
caso es que yo fui el fruto de esa relación. Mi madre era una persona ultra-católica
y muy conservadora, y quizás haga falta
recordar el estigma que ser hijo bastardo suponía hasta mediado el siglo
pasado.
Yo era el símbolo viviente de su
pecado. Los de Madrid no quisieron saber nada de nosotros nunca más, y sólo
algunas tías de aquí se compadecieron de nosotros. Mi madre se casó años
después con un hombre mayor que ella, comerciante, mi padre legal, que le dio
seis hijos varones más.
Desde el principio destaqué de forma
excepcional en el colegio: los maestros insistieron en que debía estudiar una
carrera, y fui el único de la familia que lo hice, lo que provocó la envidia de
mis hermanastros; por supuesto luego me engañarían con la herencia. Estudiaba mientras atendía la tienda. Recuerdo
que Ava Gardner pasó por allí, e incluso me piropeó, diciéndome que me parecía
a Anthony Queen. Eso me sorprendió muchísimo, pues aunque era muy moreno, yo me veía feo, renegrido,
agitanado; de hecho en la mili los pijas de las milicias universitarias me
llamaban “el alférez gitano”.
En la Andalucía de aquellos años un
químico sin pedigrí ni enchufe lo tenía
muy duro para encontrar trabajo: sólo conseguí uno en una fábrica de cemento
que me duró un mes. Luego me tuve que dedicar, cómo no, a la enseñanza. Fue entonces cuando
conocí a una chica bondadosa y guapa,
muy cándida, retoño de una familia adinerada venida a mucho menos; fueron los
años más bonitos.
De ahí paso a recordar una escena que
simboliza el resto de mi vida madura: estoy sentado en el sofá para almorzar,
acabo de llegar de trabajar y tendré que volver a salir dentro de una hora. En
total eran entre 10 y 12 al día. Mi mujer me pone las papas con arroz por
delante, pero olvida el agua: doy un palmetazo en la mesa y grito “¡Agua, por
favor!”, a lo que ella acude corriendo. Oigo el ruido de mis siete hijos
menores (sí: “hijos, los que Dios quiera”) jugando y peleándose; no me dejan
escuchar las noticias. Cuando me levanto para subir el volumen veo a mi mujer
llorando en la cocina, abrazada por mi
hijo mayor, que la intenta consolar; sí, el que luego salió maricón, perdón,
gay.
Así pasaron años y años, durante los
que no paré de hacerme buenos propósitos, que luego nunca podía cumplir; pues
aunque estas situaciones eran más o menos comunes entonces, yo intuía que algo
no estaba bien, aunque la autoridad había que mantenerla. Desde luego di de
comer, vestí y eduqué a mis cinco hijos y tres hijas por igual; me han achacado
que no los quise, porque de todo se entera uno, incluso aquí, y si a lo que se refieren es a que no los
besaba continuamente, les decía lo cojonudos que eran, ni les compraba todos
los caprichos, pues tienen razón, es más, me pasé echándoles broncas, incluso
insultándoles; pero yo ni podía ni sabía hacerlo de otra manera. Sin duda desahogaba con ellos las humillaciones de la
vida cotidiana de aquellos años, que me crearon ese carácter atrabiliario.
Lo que sí hice fue lo siguiente:
Siendo profesor de un colegio de monjas, una niña de bachillerato se quedó
embarazada. Las monjas decidieron expulsarla. ¡Cómo iba a aparecer por clase una niña con una barriga! La niña vino a mí, suplicándome
un certificado de tener aprobadas las matemáticas. Le pregunté: “¿Cuánto son dos más dos?”.
“Cuatro”, respondió, sin entender. Bien,
aquí tienes tu certificado. Le puse un sobresaliente, que le sirviera adonde la
fueran a admitir. Nobleza bastarda.
Morí joven, sólo un año después de
jubilarme. Sé que mi mujer me lloró durante mucho tiempo (aunque luego probablemente
fue más feliz que si yo hubiera vivido), y que la mayor de las niñas, Loli, tiene un
retrato mío en su salita. Los demás, no, especialmente el mayor. Pues que sepan
que no los culpo, y que, en el fondo de mi corazón, siempre los amé a todos,
aunque no supiera demostrárselo.