AMOR
Era
domingo, primero de abril, y hacía un sol radiante. Había quedado con un compañero de trabajo que no se presentó, pero no me importó demasiado. Paseé un poco por el
barrio, que no conocía bien, y me encontré con un mercadillo, un mercadillo de
animales: había no sólo perros y gatos, sino tortugas, pajaritos, loros, de
todo. Me sentía
pletórico de energía y no estaba dispuesto a que el recuerdo de Olga me
amargara el día, ni me quitara el mes.
Compré
el periódico y me senté en la única mesa libre de una terraza. Al poco tiempo, una chica extranjera me pidió
permiso para sentarse en la misma mesa, pues no había otras libres; hablaba en
inglés con un ligero acento, y cuando me dijo que era francesa me pareció raro;
luego descubrí que era de Montreal. Se llamaba Marie Josée, y me contó que
viajaba por Europa sola “para olvidar”. No hacía falta que me dijera qué.
Cualquier
cosa valía para entretener mi mente y no pensar en Olga, y como al parecer
Marie Josée estaba en una situación similar, no sentí culpa alguna. Al poco
tiempo estábamos en su pensión, donde ella echó todos sus bártulos en una
mochila y se montó en mi coche: ya era buen tiempo para irse a la playa.
Sin
embargo, en el camino, cuando me di cuenta le estaba hablando de ella. Yo había
conocido a Olga un par de meses antes, en la calle: entonces la gente todavía
se podía conocer por la calle. Me fascinó desde el principio por su estilo
“vintage” muchos años antes de que se supiera qué era eso o se hubiera incluso
inventado la palabra; y también porque era profesora de griego clásico y porque
tenía unos ojos que a algunos les parecían verdes (como a mí) y a otros azules.
El
día que Olga y yo nos habíamos conocido también era domingo y nos tiramos hablando todo el día:
teníamos muchas ganas de contarnos nuestras vidas, incluyendo quizás algunas
medio mentiras para quedar bien; luego me dijo que a la mañana siguiente se
tenía que ir a Ronda, donde trabajaba, y cuando, sorprendido de mi propio
arrojo, le dije que me pasaría a visitarla, aceptó de inmediato. Estábamos los
dos un poco cortados, pero eso no nos impedía echarle cara al asunto. El jueves
ya estaba allí. Tenía alquilada una casa preciosa en la morería, y paseamos por
el puente que cruza el tajo, ya más calmados; sentados en un bar, le di de
pronto un beso, algo bruscamente (no sé hacerlo de otro modo). A partir de ese momento ya
paseábamos cogidos de la mano. Fuimos de excursión a Conil; nos alojamos en una
casa del pueblo, blanca y humilde, donde el niñato de la señora aparcaba la
moto en el zaguán, y que tenía un pequeño patio con un pozo. Al atardecer
paseamos por la orilla del mar, mojándonos los pies, y cogiendo conchas y
piedrecitas negras de variadas formas; luego cenamos, solos, pescado frito recién cogido en un chiringuito
cuyo suelo era la propia arena. Las sonrisas, las miradas, la empatía - coincidíamos en todo - me hizo pensar, en un momento en el que nos quedamos sin palabras, que era la mujer que tanto anhelaba.
Y
así empezó una bonita amistad que, no obstante, duró poco. Marie Josée me
escuchaba extasiada y quizá con algo de envidia. De su historia, ella sólo me
había dicho:
--I believe in equality.
Sólo
en una ocasión Olga me había hablado de un tal Peter, un suizo que decía ser
“artista”, pero que resultó que se ganaba la vida como taxista. Había vivido en
España y había sido su novio. Me aseguró que eso era historia pasada, y no se
habló más del tema. Recuerdo que fue yendo en el autobús de Ronda a Conil. Yo le tenía puesta la mano todo el tiempo sobre la rodilla, y sólo se la quitaba para cogérsela y y entonces nos las acariciábamos dulcemente.
--¿Qué
pasó entonces?-- preguntó Marie Josée?
La primera noche de mi vuelta ya me llamó. Y así seguimos, llamándonos todos los días. Me pasaba el día esperando que dieran las nueve de la tarde parra llamarla u oir su llamada. Incluso me preparaba un whisky y me sentaba con el paquete de tabaco al lado, como esperando la sesión. Pero un día no llamó. Tenía tanta
seguridad en nuestra relación que no me preocupé; entonces la llamé yo a ella,
pero no cogieron el teléfono. Eso ya era más raro. Al día siguiente, tampoco.
Ni al otro. Dolido, me aguantaba las ganas de llamar, pero cuando del dolor
pasaba a la preocupación por si le había pasado algo, decidía llamarla, y no
obtenía contestación.
Yo
sabía que prácticamente todos los fines de semana venía a ver a su familia a
Sevilla, de modo que un sábado me planté en su casa. Me abrió la puerta su hermana pequeña, muy seria, y rehuyendo mi mirada.
--¿Qué ocurre, Olga?-- le
pregunté.
--Nada. Bueno, que Peter ha venido.
Me
dio un mareo. La tristeza me invadió. Podría haberle hecho muchas preguntas, reproches, e incluso enfadarme;
pero me veía ridículo haciéndolo. Y además, ¿para qué? “Por cierto, he quedado
con él para dentro de media hora. Tengo que arreglarme un poco.” Y al rato
salió del cuarto de baño con su mejor carmín en los labios.
--Salgo contigo-- le
dije, como un tonto. El ascensor era muy pequeño; los tres pisos se me hicieron
interminables, los dos muy juntos, casi rozándonos, muy serios y mirando hacia abajo. Al salir
a la calle le fui a dar un beso y me puso la mejilla.
Marié
Josée se puso muy seria y me dijo:
--¿Qué triste verdad?-- Al poco tiempo
llegamos a Conil y alquilamos una habitación en la misma casa en la que había
estado con Olga y pasamos la noche allí; en camas separadas, por supuesto.
No
he vuelto a ver a Olga, a pesar de que Sevilla es una ciudad relativamente
pequeña. Puede que esté en Suiza.