I LA CUEVA DEL LOBO.
II LOS HIPPIES NEGROS.
I VUELTA AL PUEBLO. HOMERO BEAUMONT Y LA RICITOS.
II VUELTA, REFLEXION, OBSESION.
III AMORIOS EN EL CAMPO.
V ENTRADA A LA CUEVA. MAQUIS, GUARDIAS Y EL FIN DE TODO.
I VUELTA AL PUEBLO. HOMERO BEAUMONT Y LA RICITOS.
II VUELTA, REFLEXION, OBSESION.
III AMORIOS EN EL CAMPO.
V ENTRADA A LA CUEVA. MAQUIS, GUARDIAS Y EL FIN DE TODO.
CAPITULO II. LOS HIPPIES NEGROS.
UNO.
VUELTA AL PUEBLO. HOMERO BEAUMONT. LA RICITOS.
A
las dos semanas de reposo me sentí totalmente recuperado físicamente; psíquicamente
me costó más; tuve pesadillas, estaba siempre asustado, pero poco a poco se me
fue olvidando, y a los dos meses ya prácticamente estaba bien. Pero al miedo le
sustituyó otra obsesión: la necesidad de saber quiénes eran esas gentes que me
habían salvado, pero a la vez me habían pegado y traumatizado. Además eso era
historia, ¡una historia no estudiada ni descrita! Tenía un grato recuerdo de la serranía, la brisa,
los olores a jara y romero, el cielo límpido
y el mar a lo lejos. Y estaba la cueva. Aparte de sus restos neolíticos, ¿qué
encerraba esa cueva? ¿Quiénes eran esas gentes? ¿Qué había de cierto en esos
cotilleos del pueblo?
Por
eso, en cuanto pude me compré un coche barato de segunda mano, un Opel Corsa, y
unos mapas militares a escala reducida donde se supone figuraban todos los
senderos, arroyos, cortijos, etc. de la zona, y persuadí a mi amigo Homero
Beaumont de acompañarme al pueblo. Era mi mejor amigo, y el único que conocía mi historia.
Homero
Beaumont Gómez era medio francés. De hecho había vivido en Francia hasta la
separación de sus padres; entonces la madre se volvió con él y yo lo conocí en
el instituto. Hablaba español perfectamente, aunque con un ligero acento. Era
estudiante de biología y le encantaba el campo, como a mí. Era un chaval amable
y tranquilo, complaciente, que rehuía los conflictos, en parte quizás porque
tenía la suerte de no tener que trabajar, como yo, que me tenía que ganar la
vida y pagarme los estudios pasando las mañanas de chupatintas en el Servicio de Multas de
Tráfico (sic) del ayuntamiento.
Un
soleado sábado de primavera por la mañana salimos los dos hacia el pueblo. La
idea era hacer senderismo por las cercanías de la cueva durante el día, y por
la tarde tomar unas copas en los bares del pueblo y pasar la noche en una
pensión. El turismo rural está todavía poco desarrollado por allí. Se trataba,
además, de tener las orejas bien abiertas a cualquier comentario que oyéramos
sobre la cueva y la gente que vivía, había vivido, o pasaba temporadas en ella,
o incluso de pegar la hebra en las barras de los bares e intentar sonsacar
información. Todo ello sin decir que yo había sido el estudiante perdido del
otoño anterior.
Llegamos
y desayunamos en un bar de la plaza. Habíamos visto en internet que el pueblo, El
Alisal, tenía unos 5.000 habitantes,
pero alrededor del monte San Cristóbal había también algunas aldeas, la mayoría
abandonadas. Parecía el típico pueblo serrano, con la plaza, la iglesia y el casino. Nos tomamos una cerveza y desde
luego no oímos la más mínima alusión a la cueva ni al monte. Buscamos luego una
pensión y descubrimos que sólo había una, bastante antigua y modesta, donde
reservamos un cuarto con dos camas para esa noche. Echamos algo de comida en
las mochilas y, mapa en mano, nos pusimos a andar. Desde el principio el
paisaje era bonito; a la salida del pueblo, por un callejón empedrado, lo primero
que se encontraba uno eran unos cuantos corrales donde la gente criaba gallinas
en semi-libertad y conejos y perdices en jaulas, algunos huertecillos, y en
seguida el campo: castañares y encinares o alcornocales rodeados de “paredes”
de piedra seca. Evitamos el carril grande recién construido, el que había
tomado la expedición, y nos metimos en senderos más pequeños y más pintorescos.
Había llovido bastante el invierno
anterior y el verdor de la abundante
hierba embellecía mucho el paisaje; empezaban a florecer las dedaleras, las
amapolas y las jaras. De tarde en tarde veíamos un “monte” (abreviatura en el
habla local de “casa de monte”), la mayoría abandonados y en ruinas, otros
todavía en buen estado de conservación, aunque ya no vivía nadie, pero adonde se notaba que el
dueño iba de vez en cuando a dar de comer a los perros y a las gallinas, regar el huerto, pasar el día. En algunos
había burritos, yo creo que ya más por razones sentimentales que por ningún
motivo práctico. Eran animales cariñosos que se debían sentir solos, porque
venían hacia nosotros si nos parábamos a mirarlos y les gustaba que les
acariciáramos sacando la cabeza por encima de la valla. Cruzamos varios
arroyos, pues la zona era rica en agua, que provenía de manantiales alimentados
por las reservas del interior de la
cueva; junto a los arroyos abundaban los chopos, los fresnos y los alisos y se
oía el trino de los pájaros. No nos cruzamos con nadie, y al cabo de un par de
horas nos sentamos a la sombra de un enorme alcornoque a comer.
Los días eran ya más largos, y calculamos que aún tendríamos tiempo de andar otro par de horas antes de emprender el regreso. Decidimos volver por otro sendero que, según el mapa, llegaba al pueblo digamos que por la parte trasera.
Ya
era casi de noche cuando vimos las primeras casas. Primero había una fuente, a
la derecha, donde bebían unos mulos. Las casas eran aquí muy humildes, de una
sola planta, con solo la puerta y un ventanuco muy pequeño al lado; algunas, ni
eso. Las paredes tenían un montón de capas de cal. Cuesta arriba por el viejo
suelo empedrado, donde crecía la hierba,
al poco nos topamos con un bar. Entramos y nos quedamos sorprendidos por la
escena: un montón de hombres, sólo hombres, gritaba más que hablaba, provocando
un ruido ensordecedor, unos en la barra, otros sentados jugando a las cartas o
al dominó; la iluminación consistía sólo en unas pocas bombillas de baja
potencia que colgaban del techo, desnudas. Cansados y sedientos, pedimos unas
cervezas en la barra, donde nos tuvimos que hacer de un sitio casi a empujones.
Los pocos que se dieron cuenta de nuestra presencia nos miraban fijamente, a
los ojos, de una manera que nos pareció
algo chulesca. Un viejo solitario pegó la hebra con nosotros:
--Paco
Pérez, para servirles.-- Sonreía con sus ojillos achinados. Bomón y yo hablamos de lo bonito que era el campo,
etc. esperando una oportunidad para sacar el tema de la cueva sin que pareciera
demasiado obvio.
--Sí,
si lo que buscan es tranquilidad, este es el sitio ideal-- dijo, y nos pareció
que sonreía sarcásticamente.-- Aquí han venido muchos hippies. La mayoría se
van al poco tiempo, pero algunos se han quedado a vivir en las aldeas que se
quedaron abandonadas. Pero tienen poco trato con los del pueblo. Yo creo que
son buenas personas, aunque un poco raros. De uno me dijeron que se bebía su
propio meao porque decía que era sano, y soltó una carcajada que degeneró en un
ataque de tos que a su vez terminó con un escupitajo en el suelo. Estaba algo
achispado a base de vino blanco peleón.
--Y
hay una cueva muy grande cerca, ¿no?, preguntó Bomón. El viejo se puso serio de
pronto y respondió:
--Sí,
y es muy grande y tiene por lo visto mucha historia. Han venido científicos y
todo. Pero es difícil llegar y una vez dentro se pierde uno seguro. Es enorme.
No le aconsejo que vayan.
--¿Y
no vive nadie allí?-- inquirí yo ahora. Ahora se puso más serio aún, se
enderezó, parecía que se le había pasado la borrachera.
--No,
allí no vive nadie, antiguamente había bandidos y eso, pero de eso hace tiempo.
No. Nadie.-- Pero uno que estaba al lado y que había oído la conversación
terció:
--¿Dónde?
¿En la cueva? Allí hay más gente que en el pueblo, jajajaj— soltó una carcajada
y se fue.
--No
echen cuenta de ese. Está siempre borracho perdío. No tiene arreglo.
Parecía
haberse puesto muy serio y muy sobrio.
--Bueno,
yo me marcho también, que si no luego la parienta….jaja. Bueno, mucho gusto
¡eh! Hasta otra.
Bomón
y yo nos cruzamos una mirada.
El
ruido del bar nos estaba empezando a molestar, había que hablar a gritos, y
decidimos salir a tomarnos otra copa en otro sitio antes de ir a la pensión.
Callejeando, pronto llegamos al centro del pueblo, todo un cambio, y alguien
nos dijo que en “la avenida”, la carretera que salía del pueblo para unirse
a dos kilómetros con la comarcal, había
un par de pubs. Aunque nos cogía un poco a trasmano de la pensión, allí estaba
todo cerca, y decidimos ir.
Había
que subir unas escaleras – el pueblo estaba lleno de cuestas – para entrar en
uno. Parecía agradable. No había mucha gente, debía ser temprano, y sonaba una
antigua canción, “La Culpa Fue del Cha Cha Cha”, de Gabinete Caligari. A lo
largo de la pared había como un asiento corrido y tapizado con pequeñas mesas y
taburetes. Enfrente del sitio de la barra donde nos apalancamos había sentadas
dos chicas. Una me pareció muy guapa, y además me miraba descaradamente. Tenía
dos tirabuzones, dos rizos largos a los lados de la cara, como si enmarcaran dos bonitos ojos verdes, una nariz
con carácter, y unos labios carnosos. Se reía al mirarme. Ibamos a pedir otras
dos cervezas, pero cuando vi el panorama decidí que necesitaba algo más
energizante para el plan que urdí en seguida y me pedí un gin-tonic de
Beefeater. Beaumont se dio cuenta y sonrió.
--Así
es como yo siempre me he imaginado a la Carmen de Merimée-- le dio tiempo de
decir antes de que yo, de un impulso, me sentara al lado de ella.
--Hola,
¿qué tal?
--Hola--
contestó ella, y volvió a reírse. Tenía dos enormes aros como pendientes. Cruzó
las piernas, y con el vestido tan corto que llevaba enseñó dos hermosos muslos
y unas piernas largas y bien formadas, bonitas. Hablamos de naderías, qué si de
dónde era yo, etc. Estaba un poquito puesta y más que lo iba a estar, porque al
poco yo ya había terminado mi gin-tonic y pedimos otros dos. A mí ya se me
había olvidado lo de la cueva, igual que me había olvidado de Bomón, que se
aburría solo en la barra; vi que la chica tenía algunos pelillos en las
piernas, y pasándole un par de dedos por la espinilla, le dije:
--Me
gustan las chicas con un poquito de vello en las piernas-- y ella, con descaro
total, respondió:
--Sigue,
sigue, me ha dado como un calambrazo.
“Aquí
hay rollo”, me dije. Seguimos de cháchara un rato más. Le pregunté cómo se
llamaba y me dijo:
--La
Ricitos. Yo soy La Ricitos.
Y
se tocaba, coqueta, los tirabuzones. Beaumont se acercó y me dijo que se iba. Le dije que yo me quedaría un poco más; entonces
nos dieron ganas a la chica y a mí de ir al servicio; mientras esperábamos, en
una parte apartada y oscura del pub, le cogí la cara con las manos, le aparté
los rizos y la besé. Ella besaba con pasión. Al salir de los servicios, cada
uno del suyo, seguimos. Nos sentamos en un trozo del asiento que había en
aquella parte y seguimos besándonos y abrazándonos un buen rato. En una parada
dijo:
--Pues
tú no pareces un hippie normal. ¿No serás uno de esos hippies negros, ¡no?
Pero
yo tenía tantas ganas de tocarla que ni reparé en ese momento en eso; le metí
la mano por el escotillo y acaricié dos pechos turgentes, no muy grandes pero
duros y con el pezón hacia arriba. Ella suspiraba y me besaba cada vez más
fiera. Pero estaba empezando a llegar mucha gente, era la hora por lo visto, y había
dos colas para entrar en los servicios, que estaban al lado nuestro. Entonces,
de pronto, La Ricitos se levantó, me cogió de la mano y me dijo:
--Vámonos,
que ya está bien por hoy.
Pagué
en la barra, salimos, la amiga se había juntado con otra gente, y en la puerta
me dijo:
--Hasta
otra, guapo-- me besó en la boca y se
fue de prisa.
Volví
un poco mareado a la pensión, me derrumbé en la cama y me quedé dormido en
seguida, vestido y todo.
DOS
HIPPIES,
HIPPIES NEGROS Y MAQUIS.
A
la mañana me siguiente me desperté con mal cuerpo. Bomón no estaba. Me duché,
vi que era tarde y bajé a la plaza a buscarle. Estaba sentado en una terraza al
aire libre leyendo el periódico, que hablaba de algo de la renta básica. Me
pedí un dos cafés a ver si me espabilaba. El dijo que todavía teníamos tiempo
de andar un par de horitas por el campo; malditas las ganas que tenía yo de
andar por el campo; yo lo que quería era que apareciera la Ricitos, y miraba a
todas partes a ver si la veía; pero no hubo suerte. Bomón aguantó
mi discurso sobre la moza. Fue así, contándole lo de la noche anterior,
cuando me acordé de la pregunta y la alusión que hizo sobre los “hippies
negros”.
Entonces
aprovechó para insistir en lo de andar un poco por el campo antes de volver y
me dijo que había visto en el mapa que a sólo 4 o 5 kilómetros del pueblo había
una aldea abandonada, Culebras se llamaba, donde había oído algo la noche antes
de que vivían unos hippies.
--Podríamos
ir y hablar con ellos; además creo que el sendero, un antiguo camino real
empedrado, es muy bonito.-- Tuve que aceptar.
Fuimos
a la pensión, pagamos, echamos un poco de comida en las mochilas y nos pusimos
en marcha. El camino atravesaba un encinar muy frondoso, con la hierba muy
alta; hubo que cruzar varios arroyos. A
la hora y media vimos, abajo, la aldea.
Eran sólo tres o cuatro casas; luego había ruinas de unas veinte más, pero de
algunas quedaban sólo muros de piedra. Había cuatro o cinco “hippies” trabajando en levantar un muro con un montón de piedras apiladas y un poco de
mezcla. Eran jóvenes, como nosotros más
o menos, había chicos y chicas, y al principio se mostraron poco comunicativos.
Les saludamos, contestaron parcamente, nos dimos una vuelta por las ruinas,
volvimos, y les preguntamos si vivían allí. Contestaron que sí, que todo el
año.
--Debe
ser duro,-- dijo, a posta, Beaumont.
--Más
duro es vivir en la ciudad, y más si no tienes trabajo o un trabajo de mierda,
contestó una chica con acento catalán. Aquí se está en la gloria, hombre, en
medio de la naturaleza, sin ruido ni humo de coches, y, sobretodo, sin un jefe
que te pegue la bronca cuando le dé la gana por cuatro euros de mierda que te
da.
--Pero,
¿de qué vivís?— preguntó Bomón.
--Del
cuento-- dijo uno, cínicamente.
Bomón
no hizo caso del comentario. Y siguió preguntando.
--¿Y
aquí se puede venir uno si quiere así, sin más?
La
chica catalana dijo que las ruinas tenían dueño, aunque la mayoría sin papeles
ni nada, y que uno podía ocuparlas por la cara o comprarlas, que de todas
formas era muy barato.
--Nadie
te puede impedir venirte, si le compras la ruina al dueño. Aunque sea barato,
hay que tener el dinerito. Ahora, el trabajo de reconstrucción es duro y lento.
Nos ayudamos.
--¿Y
de dónde sois?
--Este
pregunta más que un policía-- dijo uno-- antipático.
--Bueno,
yo soy de Barcelona, me llamo Gemma-- y nos ofreció la mano.-- Y aquí los
colegas, bueno pues cada uno de un sitio…-- Y se rieron todos.
--¿Hay
mucha gente así por aquí?
--A
lo mejor el colega se refiere a los hippies negros-- dijo el sarcástico, que se
llamaba Paquiño y tenía un deje gallego.
--¿Los
hipies negros?-- tercié yo.
--Historias
de los del pueblo. Dicen que hace unos años, por los 80 o por ahí, vivía en la
cueva una gente que se dedicaba a la magia negra o cosas así. Pero vete tú a
saber lo que es verdad de eso.
--Lo
que sí es verdad, pero bueno venga, ya que estamos de cháchara vamos a tomar un
té. Pasad.-- dijo otro, que tenía el
pelo a lo rasta.
Entramos
en una de las casas. Vimos un cuarto con una chimenea, las paredes de piedra en
la parte baja, de adobe encalado a partir de un metro de altura, los techos de
vigas de madera y alfajías, el suelo de barro, y una gran alfombra con cojines
donde nos sentamos alrededor de una mesa bajita, al estilo marroquí.
--Lo
que sí es verdad-- continuó el del pelo rasta-- es que de la cueva se cuentan
un montón de historias. Y que ahí hay gente, eso es seguro, aunque a los del
pueblo no parece que les guste hablar del tema.
--Pero,
¿qué gente puede vivir ahí hoy en día-- dije yo-- he leído que había maquis en
la postguerra, pero que al último lo mataron en 1960.
--Otra
vez con lo de hoy en día-- interrumpió Gemma, que estaba de pie junto al
hornillo, a un lado-- hoy en día donde no se puede vivir es en la ciudad, o en
el pueblo, me da igual, acojonado de que te echen de un curro de 600 euros, y
el jefe aprovechándose de tu acojone para humillarte todas las veces que le dé
la gana.
--Por
lo visto ese de 1960 no fue el último-- dijo Paquiño, ahora serio.-- Había más,
pero se escondieron, dejaron de molestar a los guardias, viviendo pegados al
terreno y comiendo de lo que les pasaban las familias desde el pueblo, o en
todo caso dando golpes económicos muy lejos, y luego refugiándose aquí.
--Y
además, no os creáis, aparte de los hippies negros esos de los 80, en toda la
posguerra se incorporaba gente nueva, gente que no quería hacer la mili por
ejemplo, o que no soportaba la vida en el pueblo, tíos muy rebeldes, muy duros
desde luego, o que estaban fichados.-- dijo Luis.
--Ya.
Pero de todo eso hace mucho tiempo.-- Dijo Bomón, dándole un sorbito al té que
Gemma ya había puesto en la mesita baja. --Ya tienen que haberse muerto todos,
aunque sólo sea por una cuestión de tiempo.
--Ahí siempre se ha estado incorporando gente.
Siempre. Incluso ahora.-- Dijo Gemma.-- Y yo lo entiendo. Y os digo una cosa:
por lo visto los maquis originales, por llamarlos así, eran anarquistas, con
algunos comunistas, porque en este pueblo había una organización anarquista muy
fuerte, y aunque las ideas se han ido desdibujando con el paso del tiempo, lo
que sí parece que queda ahí arriba es una organización y una disciplina muy
fuerte y dura.
Terminamos el té. Se nos hacía tarde. Vimos que
había un par de niños. Nos levantamos y les dimos las gracias.
En el camino de vuelta hizo frío y oscurecía,
de modo que anduvimos rápido y hablamos poco, pensando en todo lo que habíamos
oído. Una vez en el coche, sí que hablamos, y los dos teníamos si cabe mayor
interés todavía en conocer la cueva. Hasta que me acordé de la Ricitos, y
empecé a darle el tostón a Bomón.
--Me ha gustado esa chavala. Me ha gustado de
verdad-- le dije.
TRES
VUELTA , REFLEXION, OBSESION.
Llegamos
a nuestra ciudad, dejé a Beaumont en su casa y me fui a la mía. Al otro día
tenía que despertarme temprano para ir a la oficina. No estaba estudiando nada.
Me empecé a agobiar hasta que me quedé dormido pensando en ella.
Durante
la semana me encontré a Beaumont dos o tres veces por los pasillos de la
facultad y le dije que se pasara por mi
casa para organizar la siguiente visita, pero me dijo que tenía que estudiar.
¡Y eso que él no trabajaba! El jueves Don Severo me llamó a su despacho.
--Mire,
Hassan, usted ha sido hasta ahora un buen estudiante, pero desde que pasó lo de
la cueva ha cambiado. Comprendo que le haya afectado, aunque la culpa la tuvo
usted y sólo usted, y estamos siendo más condescendientes por ello, pero es mi
deber advertirle que con lo que usted está estudiando ahora, es decir, cero, no
se va a ninguna parte. Sé que trabaja usted por las mañanas, y eso también se
lo tenemos en cuenta, pero hasta cierto punto. Para ser un profesional hay que
estar a la altura. Trabajar. Esto no es la ESO, ¿me entiende?
--Perfectamente,
Don Severo.
Por
supuesto me abstuve de decirle nada de mis vueltas a El Alisal; me limité a
prometerle que estudiaría más, pretextando de nuevo mis obligaciones laborales.
Me dio la mano diciéndome:
--Así
lo espero, joven.-- y me despidió.
El
jueves llamé a Beaumont y le propuse que esta vez saliéramos el viernes por la
tarde, para tener más tiempo, aunque eso supusiera perdernos algunas clases.
Dormiríamos en la pensión la primera noche, y saldríamos temprano el sábado,
para tener tiempo de llegar a las
alturas de San Cristóbal y explorar posibles aperturas a la cueva. La idea era
también llevarnos una tienda de campaña y dos sacos de dormir y pasar la
segunda noche en el campo. El viernes a eso de las seis ya estaba en mi casa,
mochila al hombro. A las ocho estábamos ya en El Alisal; dejamos las cosas en
la pensión y salimos a dar una vuelta, aunque insistió en que no nos
acostásemos tarde. Fuimos al pub. No estaba la Ricitos. Quizás era muy
temprano, pensé yo, decepcionado. Pero a la media hora, cuando ya nos íbamos a
ir, apareció.
--Me
han dicho que estabas por aquí, guapetón, y me he venido corriendo a verte.
--Pero,
aquí que pasa, ¿Hay espías vigilándole a uno o qué? -- dije yo -- y al instante
temí haber metido la pata.
--Más
de lo que tú te crees--, dijo ella, riéndose.-- Me invitas a un gin de esos?
Nos
sentamos, Bomón con nosotros, y le conté nuestro plan.
--Uy,
uy, mucho te estás acercando tú a la cueva, me parece a mí.
--¿Es
malo eso?
--Puede
ser….peligroso…ya sabes, te puedes perder…Pues yo voy a ir con unos amigos al
campo mañana también, aunque desde luego no salimos tan temprano. Pero si
queréis os apuntáis. Quedamos en un sitio y ya está. Si queréis, vamos. Nosotros
vamos a salir por la fuente de la Aceña, y subiendo por un sendero se llega a
un sitio que se llama el Prado de las Piedrecitas, ya bastante arriba, que es
ideal para acampar. Podemos quedar allí a las cinco o por ahí. Vamos a ir cinco
o seis amigos.
Al
oir el nombre del sitio me dio un escalofrío. Guiñándole un ojo a Bomón, de lo
que ella se dio cuenta, por supuesto, asentí en seguida, sin darle tiempo al
otro ni a rechistar.
--Claro
que sí. Yo he visto ese sitio en el mapa– mentí.-- Llegaremos sin problemas
¿Vale a las cinco?
--Bueno,
de cinco a seis, ¿OK? tampoco es plan de fichar como en una fábrica--,
respondió ella, mandona.
--Vale--
y viéndole el semblante a Bomón, me despedí con un besito en los labios.
Sonrió, aunque más tibiamente de lo que a mí me hubiera gustado.
Bomón
me echó la bronca camino de la pensión. Que si yo hacía lo que la tía esa me
decía, que si nosotros teníamos un plan, etcétera. Yo me defendí alegando que
yendo con gente del pueblo podríamos obtener más información, tanto de la cueva
como del campo. El arguyó que el sitio ese nos obligaba a ir por una ruta
completamente diferente a la que habíamos planeado, pero bueno, tampoco era una
mala ruta, respondí yo, y Beaumont era un tío tranquilo, así que aceptó;
llegamos a la pensión y lo dejamos todo preparado para salir a la mañana
siguiente a las ocho en punto.
CUATRO.
AMORIOS
EN EL CAMPO.
Por
una vez cumplí. A las ocho y cuarto estábamos tomando café en el único bar que
encontramos abierto, y salimos por el callejón de la fuente de la Aceña; como
teníamos tiempo llegaríamos al prado ese dando un rodeo, almorzando en el
campo. Al poco de salir vimos a la derecha del carril una pendiente que bajaba,
un viejo olivar abandonado, lleno de jaguarzos ya en flor, y, de pronto, una
enorme águila levantó el vuelo a sólo 10 o 20 metros de nosotros. Podía medir
dos metros o dos metros y medio con las alas abiertas, era de un color pardo,
con la cola redondeada con una cinta blanca en el borde. Esas eran las cosas
que nos gustaban a nosotros. Bomón se quedó extasiado.
--Es
sin duda un águila real. Se supone que está extinta en esta zona desde hace por
lo menos 20 años.
--Pues
igual que se suponen extintas otras especies que en realidad no lo están--,
contesté yo.
No
le dio tiempo a hacerle una foto, pero el avistamiento ya le tendría contento todo
el día. Estaba todavía amaneciendo, se estaba despejando la niebla, y todo le
daba al campo un aire misterioso. Yo estaba contento porque esa tarde vería a
La Ricitos.
El
sendero continuaba por la ladera de un cerro. A la izquierda, la ladera se
inclinaba hasta ponerse casi vertical, formando un barranco, al fondo del cual
un arroyo formaba pozas lo bastante grandes como para bañarse. Las formaciones
rocosas eran espectaculares. En un determinado punto, las rocas junto a la
senda formaban una especie de banco natural donde se podía uno sentar y mirar
el barranco y el cerro de enfrente. Decidimos almorzar allí. Había salido el
sol.
--Se
tiene que estar estupendamente ahí abajo en verano-- me dijo Beaumont-- te
bañas, te quedas fresquito y te pones a leer a la sombra. Luego, al atardecer,
con la fresquita, te vas de vuelta al pueblo.
--No
es mala idea. Y pensar que la gente dice que se aburre en el campo-- comenté
yo.
Arriba
aparecieron otra vez los buitres. Primero veías a uno, luego a otro, y cuando
te dabas cuenta había por lo menos veinte. Bomón me explicó que estos eran
buitres negros, extremadamente raros, y que por ahí cerca estaba una de las pocas
colonias que quedaban en España, por no decir en el mundo. Otra cosa que me llamó la atención era el
tamaño de los árboles: había tanto alcornoques como encinas, quejigos o
madroños de un tamaño como yo nos había visto en mi vida. Debía ser por la abundancia
de agua. Beaumont me explicó que hasta los años 80 se habían visto lobos por la
zona.
--Otros
que están extintos y vete tú a saber si no nos topamos con uno cuando menos nos
lo esperemos-- repliqué yo.
--Qué
va, tío, ya han desaparecido de aquí, por
desgracia, la gente los mataba con vacas muertas envenenadas con estricnina.
A
las cinco en punto estábamos allí. Era un lugar encantado. Ahora estaba
seguro de que fue allí donde me habían dejado los bandidos esos. Un río,
bastante ancho, formaba un meandro, a cuyo lado había un terreno llano cubierto
de hierba y rodeado por enormes castaños. Es verdad que había muchas
piedrecitas, seguramente traídas por el río en sus crecidas. Estábamos sentados
en una piedra cuando oímos un murmullo a eso de las 6 y a los pocos minutos
llegaron. Eran cuatro chavales y dos chicas. Mala proporción; pero es sabido
que a los hombres les gusta más el campo. La Ricitos venía con unas botas
enormes y un pantalón corto beige, como de exploradora. Estaba atractiva, con
sus robustas piernas al aire. Había un tío
algo mayor que los demás, con el
pelo hirsuto y largo con un mechón blanco y barba, alto y delgado, con unos
ojos achinados que me recordaron a los del viejo del primer día. Parecía como
el jefe. Siempre hay un jefe. La Ricitos se nos acercó saltando, me dio un beso
y nos presentó. Elena, José, Paco y Javier.
Este último era el jefe.
No
demasiado habladores, se pusieron pronto a montar las tres tiendas, y nosotros
hicimos lo propio. Yo creo que no les hacía mucha gracia que La Ricitos hubiera
quedado con nosotros, sobre todo a los tíos, pero es que esta mandaba mucho. Cuando hubieron terminado de
montar las tiendas se pusieron a hacer una hoguera. Nos dijeron que en esta
época del año todavía no estaba prohibido, pero que a ellos de todas formas les
daba igual. Eran rebeldes y ásperos estos nativos.
La
encendieron y sacaron unos bocadillos y unas cervezas, y, a modo de postre,
whisky y ginebra. Estaba oscureciendo y empezaba a verse la luna llena, que
iluminaba la escena con un halo de misterio. Tenían también una baraja de
cartas, pero, hablando, se olvidaron de jugar. Cuando hablaban lo hacían entre
ellos, sobre todo los tíos, como ignorándonos a Bomón y a mí.
--Pues
el otro día vino al pueblo la maestra esa, la Bea, la hija de la Pilar, la que
se casó con un catedrático que se murió de cáncer-- dijo Javier, que cada vez
me recordaba más al viejo del bar. No veáis el dinero que tiene la tía esa. Le
oí decir que ella, cuando su coche tenía cuatro años, lo tiraba y se compraba
otro nuevo.
--Será
guarra la tía, y luego acusan de radical a ese por querer poner la renta
básica, no te jode-- dijo Paco.
--Y
también dijo, que la oí yo, que se había ido a Camboya con unas amigas y que allí se podía pagar
todo en euros y que el viaje le había costado nada más que 10.000 euros.
--Este
país tiene demasiadas desigualdades-- dijo José, que parecía el más intelectual--
y eso que hablamos de gente de clase media, no de los ricos de verdad.
--Pues
se cabreó un montón cuando alguien mentó lo de la renta básica y al Coletas, si
será guarra la tía-- dijo Javier.
Las
chicas hablaban poco.
--Pero
si la renta básica no es más que una
puta limosna, dijo Paco-- y de todas aquí tenemos nuestra propia renta básica
hace tiempo-- y echó una carcajada. Bomón me miró por encima del fuego. Rizos
se dio cuenta. Javier la había llamado Rizos y a mí me había gustado. Sonaba
como a griego.
De
pronto se oyó un ruido “pac, pac”. Nos callamos todos y aguzamos el oído.
--Deben
ser furtivos-- dijo Javier, y entonces se oyó “pac, pac, pac, pac, pac, pac”.
--Eso
es un fusil ametrallador-- dijo, ingenuo, Bomón.-- Parece un Kalashnikov. Por
cierto, el otro día oí en la radio que, después de la guerra de Yugoslavia,
Europa está invadida de Kalashnikovs, el mercado negro de armas, digo. Que se
puede comprar uno por 1.500 o 2.000 euros.
Los
otros callaban y miraban al suelo. Se
volvió a oír otra descarga.
--Estos
furtivos de hoy en día…-- dijo Javier, sonriendo. Tenía una sonrisa
cautivadora, a pesar de su aspecto rudo.
Bueno,
¿echamos una partidita? ¿Quién quiere aguardiente?
Empezaron
a jugar a las cartas. Rizos me cogió de la mano, me levantó y me llevó hasta su
tienda.
--Paso
de las cartas-- me dijo-- y me besó.
Se
desnudó, sin parar de besarme. La luz de la luna, a través de la fina lona
celeste, iluminaba la tienda de campaña y el cuerpo desnudo de Rizos,
sonriente, con sus pechos turgentes y empinados y su abundante vello púbico,
recostada como una figura griega, o mejor, cretense. Sí, eso es lo que parecía.
Estaba bellísima.
--¿No
tienes por ahí mermelada, miel, o algo así?-- me preguntó.
--Creo
que no-- contesté, sin entender.
--Espera
un momento.-- Se cubrió, salió, y volvió de otra tienda con un bote de leche
condensada.
--Echame
de esto por todo el cuerpo y después me comes-- dijo, descarada. Estuvimos jugando toda la noche.
Al
día siguiente por la mañana me despertaron los gritos de cabreo de Javier, que
no encontraba la leche para hacerse su café de puchero en la hoguera. Cuando el
tipo se cabreaba parecía un demonio.
--¡Quién
coño ha cogido mi leche condensada, hostias!
Rizos
se vistió, buscó, encontró un bote casi
terminado, y se lo dio. Esto le calmó un poco. Después de desayunar, Rizos dijo
que nos íbamos a dar un paseo. Yo había olvidado al pobre Bomón, que se quedó,
aguantando.
Una
vez que me vi en el campo solo con ella, cogidos de la mano, me sentí eufórico.
Caminamos a lo largo del río, que tenía un precioso bosque-galería. El sitio
empezaba a sonarme de algo. “Yo he estado aquí antes”, pensé. Llegamos a un
punto en que ya no se podía seguir subiendo, como no fuera escalando, pues ya
todo eran riscos casi en vertical. Intuía que el boquete estaba cerca. Algo
cansados de la subida, nos sentamos, apoyados en unas rocas.
--Por
aquí cerca seguro que hay entradas a la cueva-- me atreví a decir.
--Deja
ya el tema de la cueva, Guaperas, que pareces obsesionado. Mira, sí, en la
cueva hay gente, no muchos, serán 20 o 30. Cuando mataron al “último” ese, que
por cierto era mi tío-abuelo, quedaban más. Desesperados, algunos intentaron irse a Francia, pero dudo
que alguno llegara; otros a Marruecos, más de lo mismo. Y los que no tenían
otro recurso, se quedaron, pegados al terreno, viviendo de los enlaces que
les quedaban en el pueblo, familiares, o restos de la antigua organización.
Luego ya se atrevieron a dar algunos “golpes económicos”, pero siempre lejos de
aquí, para despistar a la Guardia Civil. Y, como siempre ha habido gente que se
incorporaba, desesperados, fichados, o simplemente gente que no aguantaba vivir
de pobres en el régimen de Franco, pues el número aumentó. Pero habían
aprendido; conservaron la organización, y la disciplina, pero se iban lejos de
aquí a pegar los palos.
--Esa
historia es superinteresante.
--Lo
será, pero no idealices. Son unos hijos de puta. Lo sé por experiencia propia.
No se puede predicar la libertad y la igualdad dando palizas o matando si hace
falta, con el pretexto de las normas de seguridad. Aunque lo de matar
últimamente como que no está de moda. Y
con lo de la crisis se está incorporando más gente, aunque no te creas que es
fácil, que vas y dices que te quieres apuntar y ya está. No, te tienen que
conocer y además te ponen a prueba: tienes que dar un palo tú solo, o a lo
mejor con su apoyo, pero tú de protagonista, vamos, y demostrar que tienes la
sangre fría y le echas cojones al asunto. Muchos han querido entrar y no les
han dejado.
--¿Por
experiencia propia, dices? ¿Tú has estado ahí?
--No
admiten mujeres, de nunca. Los viejos decían que sólo causaban problemas,
rencillas entre los tíos. No, yo no he estado ahí. Pero tuve un novio que sí,
mi Carmelo.
Ese
“mi” me provocó una arcada de celos.
--¿Qué
pasó?-- pregunté, intentando aparentar indiferencia.
--Era
bastante mayor que yo, tenía 35 años. Yo estaba todavía en el instituto,
tripitiendo, jaja. Nos conocimos un día de campo, como este, cuando apareció
por el campamento. Era de una aldea que está en el lado norte del cerro. Se
enamoró de mí y empezó a bajar al pueblo a buscarme. Se dejaba ver, se metía
incluso en los bares, y cuando le preguntaban daba un nombre falso. “Al que
mucho quiere saber, poco y al revés”, decía. Y los guardias se hacen los
suecos, porque no quieren problemas, o a lo mejor están “untados” también, pero
con ese descaro ya se ven obligados a hacer algo. Los jefes se lo advirtieron
varias veces por las buenas, porque lo apreciaban, pero como siguió, porque estaba
totalmente encoñado conmigo, le hicieron un juicio o algo así, no sé cómo le
llaman. Por lo visto había algunos partidarios de ejecutarlo directamente; pero
la sentencia fue una paliza y la orden de desaparecer para siempre de aquí o la
ejecución. Y se fue. Sin despedirse. En el fondo era un cobarde. Mi desilusión
fue tan grande que me tiré seis meses sin salir de mi casa. El primero
llorando. Y entonces fue cuando me echaron definitivamente del instituto.
--Entonces
tú también estabas enamorada de él.
--Sí.
Mucho.
--Un
par de años. Por eso te digo que no me convence el rollo de los de la cueva.
Unos hijos de puta, ya te digo. Sí, presumen de vivir libres, incluso les dan
dinero a sus enlaces, que no son otros que las hijas, ya viejas, de los maquis
de la posguerra, o las nietas, como yo, o también a los más pobres, 500 euros
al mes o algo así. Y además con enchufe. Dicen que en “las condiciones de
clandestinidad” no se puede administrar bien la “solidaridad”, pero lo cierto
es que quienes reciben eso son sus familiares, o los de los enlaces, vamos
gente suya de toda la vida, o en todo caso gente que no les cae mal o no hace
nada que les moleste. Bueno, vámonos ya, que el Javi se va a encabritar más
todavía. ¿Qué? ¿Te has quedado tranquilo con lo de la cueva? Pasa de ellos y no
te comas más el coco con eso. No es asunto tuyo.
Volvimos.
Estaban haciendo una caldereta en la hoguera. Bomón me recibió con alivio; al
parecer no le habían dirigido la palabra en toda la mañana, menos un poco
Elena.
Por
la tarde dimos todos juntos un paseo. Rizos no se despegaba de mí ni me soltaba
la mano, y yo estuve atento con el pobre
de Bomón, que además tenía una conversación muy interesante, porque se sabía
los nombres de todas las árboles, arbustos y animales que veíamos. Pero la
sensación de incomodidad, de celos por lo que ella me había contado no me la
podía quitar de la cabeza.
Volvimos
al pueblo tras recoger el campamento. Cada cual se fue a su casa, y nosotros al
coche. Rizos nos acompañó y me dio un beso de despedida, susurrándome al oído
que no me preocupara. ¿A qué se refería? Era dura pero también sabía ser dulce
cuando quería.
En
el camino de vuelta le conté a Beaumont todo lo que ella me había dicho sobre
los de la cueva. El a su vez me comentó lo suyos que eran esa gente, lo
cerrados, y cómo le habían ignorado todo el tiempo. Escuchó con interés mi
historia, pero sacó la conclusión de que era un tema peligroso y que además no
era asunto nuestro.
--Que
ellos se lo beban y ellos se lo coman—dijo --yo estoy un poco harto de esta
gente.
El
fin de semana siguiente no quiso ya venir. Alegó que tenía que
estudiar. Pero yo no podía dejar de ir, así que por primera vez me planté solo
en El Alisal el sábado por la mañana. Como con Rizos no se podía quedar, ni
tenía teléfono, o si tenía no te lo daba, alquilé un cuarto individual en la
pensión, me di una larga vuelta por el pueblo a ver si la veía, o si alguien me
veía y se lo decía – ese parecía ser el sistema – pero no hubo suerte. Entonces
me decidí a meter un bocadillo y una botella de agua en la mochila e irme a
andar por el campo. Mis pasos me dirigieron al Prado de las Piedrecitas, y más allá,
donde había estado con ella el domingo anterior. Busqué y miré un buen rato, y
acabé viendo un agujero que muy bien podría ser una entrada a la cueva; pero no
iba preparado, era tarde, y además, lo reconozco, tuve miedo. Me quedé con la
copla del sitio y me volví. Llegué directo a la pensión, me duché y descansé un
poco antes de bajar al pub, donde esperaba encontrarla. Tardó mucho en llegar,
o al menos eso me pareció a mí, pero ella dijo que era la hora normal. Estaba
un poco bajilla de ánimos. A mis preguntas, respondió que no sabía por qué, que
quizás fuera la conversación que habíamos tenido el domingo. Le pregunté si aún
echaba de menos al tal Carmelo y me contestó que no, que ya no. Se quiso
retirar pronto. Quise quedar con ella para la mañana siguiente, pero al campo
no tenía ganas de volver. Le propuse que nos fuéramos los dos a otro pueblo en
el coche, a estar tranquilos, charlar. Aceptó quedar para después de
comer.
Yo
también estaba algo desanimado. Todo un viaje solo para ver a esta chica un ratito por la tarde nada más, pensé. Y
encima no estoy estudiando nada, voy a perder las convocatorias de exámenes y,
aunque al final apruebe, aquí no se trata sólo de aprobar; si quiero quedarme
de investigador en la facultad hay que aprobar a la primera y además con las
mejores notas, pensé, y eso por el camino que llevaba ni de coña.
Me
levanté, desayuné y me di una vuelta por
el pueblo. En la plaza se veían algunos riquitos sentados en la terraza del
casino, con jerseys de cuello de pico y chaquetas; pero en cuanto salías de
ella la gente tenía un aire áspero, rudo, triste. Los ceños fruncidos, la
espalda encorvada. Se bebía mucho alcohol. Salí al campo; algunas familias se
iban a comer a sus montes los domingos. El tiempo seguía radiante. Me tomé un
par de tapas en un barucho e hice tiempo para recoger a Rizos en la carretera
de salida. A las cuatro en punto estaba yo allí, y tuve que aparcar el coche en
el arcén porque ella no apareció hasta las cuatro y media. Venía muy guapa, eso
sí: un vestido de tirantas muy corto, de lunares. Hasta los brazos los tenía
bonitos. Y se había pintado los labios de rojo y los ojos de negro. Colores muy
simbólicos; para verme a mí, pensé yo.
Me
indicó la carretera a seguir y fuimos a un pueblo que se alejaba unos diez kilómetros
del cerro. A la entrada había una venta con una terraza emparrada. Allí decidió
que nos bajáramos. Nos sentamos en un velador, cruzó las piernas, y nos
sentamos en un rincón. Le di un beso y la cogí de la mano. Pedimos café, y ella
quiso también pacharán. Repitió, y ya empezó a animarse más y a ponerse más
locuaz. Mis dos obsesiones eran tabú: la cueva y su ex. Y tampoco la quería
aburrir con mis problemas en la facultad. Acabamos hablando del pueblo.
--Mira,
Guaperas, yo soy muy de aquí y no creo que pudiera vivir en ninguna otra parte.
Las pocas veces que he ido a la capital no me ha gustado nada lo que he visto:
un montón de gente pija comprando, comprando y comprando, un montón de ruidos,
prrrrr, racracrac, frfrfr…, de coches, de máquinas que limpian el suelo, de
aires acondicionados, etc. Me gusta estar aquí; me encanta el campo este, me
gusta mi gente, porque aunque algunos son unos imbéciles, son mis imbéciles,
jaja. Y no hablo de los cuatro riquitos que ves siempre en el paseo, el
farmacéutico, el médico y dos o tres más, porque la mayoría se han largado,
sino de mi gente, gente como la que tú conociste el otro día. Eso sí, yo hago
lo que me da la gana, a mí los cotilleos de las viejas me los paso por el
forro, pero los de las viejas y los de los anarquistas también, vamos que yo
hago lo que me da la gana y me da igual de todo. Por ejemplo, ahora estoy aquí
contigo porque me gusta, porque me gustas.
--Pues
yo soy de la ciudad-- le dije.
--Bueno,
¿y qué?-- Ya estaba achispadilla.
--¿Quieres
que te cuente algo más de la cueva? Ya sé que te pirra eso.
--A
mí la que me pirra eres tú, Rizos. Me gustas mucho.
--Vale.
Gracias. Pues mira, los de la cueva, con toda y leyenda y eso, en mi opinión
tienen los días contados. Porque la Guardia Civil puede hacer como que mira para otro lado si
no se la provoca mucho, son muy perros y no quieren problemas, y además, como
te dije el otro día, puede que ellos también estén “untados”, y por eso los de
la cueva dan los palos lejos. Pero en cuanto se equivoquen un poco, hoy en día la Guardia
tiene medios para hacerlos desaparecer en un santiamén, en cuanto se lo
proponga en serio, vamos. Y esta vez sí digo
“hoy en día”, porque esto sí que ha cambiado.
--Pero
tienen una disciplina muy estricta, ¿no?
--Sí,
pero no son tan perfectos, se le van las cosas de las manos, están medio
chalaos, te lo digo yo que he aprendido a quitarles todo el aura de leyenda que
tienen entre algunos.
--Toda
una clase de ciencia política, Rizos, qué pena que no hayas querido estudiar,
con lo lista que eres.
--No
me vengas tú también con esa monserga, Guapo, que si hubiera podido ser
profesora, incluso de universidad…bla, bla, bla, no quiero la mierda esa. Pijas
de mierda con un montón de pasta, y que luego tienen que aguantar lo que no hay
en los escritos, a los estudiantes, pero también a sus jefes, presiones de todo
tipo, para luego poder comprarse unos vestiditos de marca y hacer viajes al
Vietnam donde no se enteran de nada.
--Estás
furiosa hoy, Ricitos. ¿Y los hippies negros? ¿Esos quiénes son?
--Ja,ja,
los hippies negros. Cuentos que tenemos para acojonar a los forasteros.
--¡Venga
ya!
--Bueno,
hace veinte años o por ahí dicen que unos forasteros se apalancaron en la cueva
y hacían magia negra. Yo creo que lo que hacían era ponerse hasta aquí de todo…
--¿No
dicen que son jóvenes del pueblo?
--Es
que la gente lo confunde todo. Mucha gente del pueblo en verano se van a la
cueva, nos vamos, vamos, porque yo también he ido, y nos pasamos allí el
verano, al fresco, bañándonos, durmiendo dentro, paseando por fuera, enrollándonos, medio en
pelotas, o en pelotas del todo, con el calor que hace…
--¿Y
los maquis?
--Hay
que ver lo preguntón que eres. Pues claro, hay contactos, pero en general ellos
nos dejan en paz y nosotros a ellos. Venga,
vamos a dar una vuelta y estiramos un poco las piernas. Por ahí se ve un camino
bonito.
Empezamos
a andar y en cuanto nos vimos apartados de la gente empezamos a besarnos y
cuando nos dimos cuenta estábamos revolcándonos sobre la hierba.
Empezó
a oscurecer, ella tenía frío, y la llevé de vuelta al pueblo. Quise quedar con
ella para el finde siguiente, pero sólo conseguí sacarle que ya nos veríamos el
sábado por el pub.
Conduciendo
de vuelta, solo, tuve la melancólica sensación de que una relación estable entre la
Rizos y yo era imposible. Ella era demasiado del pueblo, me encantaba su carácter algo hosco – y
pasional --, pero creo que ella se aburriría pronto conmigo. ¿No la habría dejado
tocada el tipo ese de la cueva?
Esa
semana, ya más tranquilo, procuré estudiar más y asistir a todas las clases; de
todas formas, trabajando por las mañanas en esa asquerosa oficina me iba a ser
difícil alcanzar el nivel de excelencia que Don Severo exigía para poder
quedarse en la facultad. Aprobé con algo más que un 5 unos cuantos exámenes. Bomón
estaba recluido estudiando. Mis otros amigos habían dejado de interesarme, y yo
a ellos. El sábado por la mañana ya estaba otra vez en el coche.
CINCO.
ENTRADA
A LA CUEVA. MAQUIS, GUARDIAS Y EL FIN DE TODO.
Para
variar, me encontré a Rizos a poco de llegar al pueblo. Yo creo que allí no
pasaba nada por casualidad. Me dijo que tenía que hacer un par de recados y que
en seguida estaría conmigo. Le propuse comer en el campo, ¡y me dijo que sí!
Apareció
con su disfraz de exploradora y tiramos por el callejón de la fuente de la
Aceña. Ella me explicaba cómo era la vida antes en los cortijos, hasta hacía
relativamente poco, cómo la gente se hacía su propio pan, porque casi todos
tenían horno, cómo y cuándo hacían las matanzas de los guarros, los bailes que
se montaban en un cortijo y adonde acudían gentes de todos los demás, sin
música ni nada, como no fuera la que ellos mismos cantaran o tocaran a la
guitarra o con palmas. Y cómo los jóvenes “se iban al chopo”, o sea a
enrollarse, apartados, en el campo.
Como
habíamos salido algo tarde, comimos un bocadillo sentados en un muro de piedra
que hacía de linde de una finca y poco después seguimos. Por otro sendero,
terminamos cerca del Prado de las Piedrecillas, y yo me empeñé en subir al
boquete que había visto unos días antes. Me acompañó, y cuando lo vi de cerca
comprendí que era una entrada de verdad en la cueva. Quise entrar y ahí se puso
firme.
--No,
Guaperas, no entres ahí. Es peligroso. De verdad.
--Seguro
que no es para tanto. Y tengo una buena linterna y un montón de pilas-- y me
metí por el boquete.
Había
que agacharse, incluso que reptar en algunos tramos. La cogí de la mano y le dije:
--Vente,
es sólo un poquito, nos vamos a enrollar ahí dentro; y tiraba tanto de ella que
se dejó.
Pasamos
por un sitio que estaba inundado. El agua tendría unos cinco centímetros de
altura, y nos mojamos los zapatos. Luego seguía el túnel un poco más. Ella
estaba seria. De pronto, el túnel se abría y daba a una sala impresionante,
enorme. La iluminé con la linterna y me quedé extasiado observando la sala; de
pronto un haz de luz potente me deslumbró; cuando puede acostumbrar mis ojos al
foco vi la figura de un tipo barbudo y con el pelo largo, que sostenía una
lámpara de carburo y un fusil en las manos, y nos apuntaba.
“ALTO
A LA GUARDIA CIVIL”, se oyó por detrás y sonó un disparo que rebotó en el
techo. Todo muy de prisa, vi la lámpara de carburo pasar por encima de mi
cabeza formando una curva perfecta e ir a estrellarse contra la cara de un
guardia que estaba detrás, estallar, y apagarse. El guardia dio un alarido de
dolor y de repente vimos el destello de al menos tres armas automáticas escupiendo fuego con gran
estrépito. Me abalancé instintivamente sobre Rizos para protegerla, pero ella
ya había caído; aún así, la cubrí con mi cuerpo. Se hizo de nuevo la oscuridad
más absoluta. Al cabo de un rato, unos segundos sólo quizás, se encendió una
linterna. Un guardia civil se aproximó a su compañero herido, que seguía rabiando
de dolor, tapándose con las manos la cara quemada; y luego nos alumbró a Rizos
y a mí. Ella estaba inconsciente, y un hilillo de sangre le salía por la boca.
--¿Está
usted bien?-- me preguntó. --Sí, yo sí, pero mire la chica….
--Ya
veo, cállese y ayúdeme a sacar a los heridos de aquí, rápido. ¡Malditos hijos
de puta!
Con
mucha dificultad sacamos al guardia y a Rizos por el túnel, por la parte
inundada y, lo que fue más difícil, por la parte por donde había que reptar. En
cuanto llegamos fuera, el guardia llamó por el móvil y dio la alarma, avisando
de que se presentara también una ambulancia. Pronto la ladera del cerro se
llenó de figuritas verdes.
Se llevaron
al guardia herido y a Rizos al hospital, y a mí al cuartel. Estaba
detenido. Durante tres días me tuvieron encerrado y me hicieron infinidad de
interrogatorios, hasta que por fin me llevaron a un juez, que me puso en
libertad provisional. No se dignaron informarme del estado de Rizos, que era mi
principal preocupación, mi obsesión, aún cuando les pregunté insistentemente.
Una
vez de vuelta, tuve que recurrir al enchufe del tío de un amigo, a su vez amigo
del concejal de Tráfico, para que no me echaran del trabajo. Cuando me
reincorporé, lívido y con varios kilos menos, parecía un zombi. Al poco de llegar
y empezar a cambiar los papeles de sitio –pues ese y no otro era mi trabajo --
el jefe de sección me pasó una llamada:
--Es
la Guardia Civil-- me dijo, serio.
Cogí
el auricular.
--Sí,
señor-- respondí, abatido.
--Bien.
Le llamo para comunicarle, aunque ya recibirá la orden por escrito, que mañana
sin falta debe usted personarse en el cuartel
a las 11 en punto de la mañana. Es un asunto de la máxima gravedad.
--No
se preocupe. Así lo haré, señor.
--Muy
bien. Por cierto, le comunico que la señorita Fructuosa Pérez Pérez falleció
esta madrugada. ¿Conoce usted a un individuo llamado Carmelo?
--No,
señor.-- Se puede decir que mentí.
--La
señorita pronunció reiteradas veces su nombre antes de fallecer-- y noté
claramente la sonrisa malévola del sargento a través del hilo telefónico.
--No
lo conozco.
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