VISITA A CAZORLA.
En septiembre de 1984, a la vuelta de mi azaroso viaje al sur de
Marruecos, aún tuve tiempo de pasarme por la Sierra de Cazorla.
Había leído en una revista dedicada a lo natural, la vida en el campo, etc. que una
pareja ofrecía hospitalidad en el cortijo donde vivían en esa comarca.
Cómo conseguí dar con el cortijo no lo recuerdo, pero debió
ser arduo. Grande y blanco, estaba aislado en medio de la sierra. Y a quien
me encontré allí fue a un muchacho de Madrid, pues la pareja estaba pasando un
periodo fuera. El cortijo tenía abajo una
gran habitación con chimenea, y arriba
un doblado muy extenso con camas alineadas. Me quedé a pasar una semana con el
chaval, que era tan invitado como yo. Practicaba el ayuno; decía: “un día a la
semana y una semana al año”.
Los dos solos, charlábamos mucho. Fuimos a visitar a
“vecinos”, que se habían ido a vivir en el campo por los alrededores. Una era
una alemana que vivía sola con su hija; la niña tenía que andar varios
kilómetros sola para ir al colegio, por senderos de montaña. Y a veces el
tiempo en esa sierra era muy duro.
Sierra de Cazorla |
Otros eran un grupo de sevillanos, hombres y mujeres, a una
de las cuales yo conocía. Era de una familia de muchos hermanos cuyos padres
eran del Opus. Se estaban reconstruyendo una casa. Pero uno de ellos me dijo
que el no servía para estar en grupos grandes, pues en ellos “se anulaba.”
Pero lo más novelesco ocurrió una noche. Era ya tarde y
estábamos charlando junto a la chimenea. Fuera había una tormenta espantosa:
caían rayos y truenos y llovía a mares; y nosotros dos solos en ese cortijo
aislado en medio de la sierra. Y de
pronto, con ese tiempo y a altas horas de la noche, llamaron, aporrearon la puerta.
Tras la sorpresa, o incluso el susto inicial, abrimos: resultó ser
un chaval de Elche que también se quería ir a vivir al campo y que se había
perdido en la sierra. Traía un impermeable pero venía calado hasta los huesos.
Le dejamos que se calentara junto al fuego y nos contó su historia. Había
trabajado en una fábrica de zapatos en Elche, pero no podía soportar más el caciquismo de los jefes, el bajo salario,
la rutina diaria, una vida humillante e insulsa. Yo me identificaba totalmente
con él porque yo trabajaba en un banco y sentía lo mismo.
Cuando el chico se fue, el de Madrid y yo decidimos ir a
(la provincia de) Murcia a visitar una comunidad de seguidores de Lanza del Vasto. No les sentó
muy bien que nos presentáramos sin avisar, pero nos acogieron en una especie de
dormitorio con literas que tenían para los invitados.
La comunidad estaba perfectamente organizada. Un río –
grande – hacía un meandro alrededor de la finca, que tenían plantada de arroz
principalmente: un gran llano verde, bañado por el sol. Tenían una cocina común y una pequeña
capilla (son cristianos), con cuya campana llamaban al trabajo en los distintos
servicios. Me desilusionó su frialdad a la hora de comer. Comíamos juntos
todos, sí, pero nadie nos hablaba, y todos tenían pinta de pijas.
Al salir recuerdo que vi al jefe tras la ventana de su
cuarto escribiendo a la luz de una vela.
Llegamos a Villacarrillo y allí me despedí del madrileño y
me fui de vuelta a Sevilla.
LORA DEL RIO
Por esa época también visité a un grupo que vivía en una
finca alquilada en Lora del Río (Sevilla), con quienes contacté gracias a la
misma revista.
Al llegar un perrillo me mordió, sin que ellos hicieran nada
por evitarlo: no parecían muy hospitalarios. Eran un hombre, su mujer y su
hijo, y otro hombre joven, gay.
El hombre casado había trabajado en la fábrica de bañadores
Meyba de Barcelona, y tampoco lo había podido soportar. Tenían cabras, que
guardaban en una gran nave, y él se levantaba temprano para ordeñarlas y en una
motillo llevar la leche fresca a la carretera, donde un camión pasaba a recogerla
cada mañana.
¿Qué vida era mejor? Probablemente ellos mismos lo dudaban. Aunque iban de duros: durante el paseo salió a colación el tema del alquiler de la finca y el de posibles problemas y el hombre no tuvo reparos en comentar que si la cosa se ponía fea siempre podía recurrir a meterle fuego a la finca.
¿Qué vida era mejor? Probablemente ellos mismos lo dudaban. Aunque iban de duros: durante el paseo salió a colación el tema del alquiler de la finca y el de posibles problemas y el hombre no tuvo reparos en comentar que si la cosa se ponía fea siempre podía recurrir a meterle fuego a la finca.
Dimos varios paseos por ella, que estaba plantada
mayormente de olivos, en colinas onduladas. Con las horas se volvieron más amables. Tenían una colmena. Cazaron un conejo, que nos comimos el
mismo día.
Un día visitó al gay un amigo y durmieron juntos. No se
llevaban especialmente bien con los del pueblo, ni entre sí. Aquello tenía sus
días contados. Pero lo habían intentado.